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Artistas fantasma

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Esteban Magnani

Un libro cuenta cómo Spotify prioriza música genérica barata y así reduce el dinero disponible para los compositores. La plataforma se enriquece, pero los intérpretes ven caer sus ingresos.

«Mejor que la piratería». En 2008, Spotify se lanzó como una alternativa contra el consumo masivo y sin control de música online para favorecer a los artistas. No cumplió.

Foto: Shutterstock

Los lectores con edad y memoria suficientes deben recordar aún a Napster, un programa lanzado en 1999 que permitía el intercambio de archivos entre pares o P2P, como se lo llama. Se usaba para compartir música, mayoritariamente, algo que encendió las alarmas de las grandes discográficas.

Apenas iniciado el milenio estas corporaciones iniciaron un juicio contra Napster. En 2001, un juez ordenó darlo de baja e impuso una multa millonaria a su creador. Fue una victoria pírrica: los usuarios se mudaron a otros programas similares como Kazaa, Audiogalaxy, Emule y otros que siguieron apareciendo. Todo indicaba que la «piratería», como la llamaban las empresas, terminaría con el negocio de la música tal como se lo conocía.

Porque, ¿cómo lograr que alguien pague por lo que se consigue gratis?

En 2008 se lanzó Spotify, que se promocionaba como «Mejor que la piratería». La plataforma ofrecía toda su música gratis, pero con publicidad o a cambio de un abono. Ese dinero, aseguraba la empresa, se distribuía proporcionalmente a las escuchas de cada canción. Las discográficas desconfiaron, pero no contaban con demasiadas opciones, así que accedieron a ofrecer sus catálogos a través de la nueva plataforma: la apuesta les permitió en 2010 ganar más dinero por el streaming que por la venta de CD, aunque con números totales muy inferiores a los de los años 90. Para seducir a las discográficas, Spotify debía entregarles cerca del 70% de su recaudación, por lo que trabajó a pérdida por años, algo frecuente en la economía de plataformas; el objetivo de largo plazo es controlar el mercado e imponer las condiciones al resto de los actores.

En 2018 Spotify comenzó a cotizar en bolsa, pero siguió dando pérdidas. Sin embargo, la expectativa se mantenía por el crecimiento en usuarios que pasaron de 160 millones a fines de 2017 a 650 millones en el tercer trimestre de 2024, cuando obtuvo 454 millones de euros en ingresos operativos sobre una facturación total de 3.988 millones. Finalmente, luego de 16 años, había números concretos para mostrar. Pero, ¿a qué costo?


El despegue
Luego del último informe de ganancias, Spotify alcanzó un valor bursátil de casi 100.000 millones de euros. Los miembros del consejo de la empresa vendieron acciones por cerca de 1.250 millones en lo que va del año. El sueco Daniel Ek, su CEO y cofundador, finalmente entró al panteón de los gurúes de la economía de plataformas; los medios comentan su éxito y fortuna personal de 5.000 millones de dólares.

Sin embargo, en la búsqueda de las ansiadas ganancias, Spotify ofrece cada vez menos a los artistas. El precio por vencer a la «piratería» implicó una gigantesca devaluación del precio de la música: la gente eligió pagar poco por un catálogo prácticamente infinito y fácilmente disponible, pero cada escucha vale cifras cercanas a las centésimas de centavo. Lo poco que gana la mayoría de los músicos contrasta con la creciente fortuna de Ek.

Al igual que con otras plataformas, en los últimos años surgieron críticas acerca de cómo las plataformas modifican la forma de «consumir» arte. Algunos nostálgicos recuerdan los tiempos en que había que elegir un CD o ir a la casa de un amigo para escuchar un vinilo raro. Hasta el arte de tapa enriquecía la experiencia. Desde ese punto de vista la abundancia implica escuchas más superficiales de temas sueltos que dificultan llegar a la segunda o tercera capa de las canciones, donde se esconden placeres que requieren más esfuerzo.

Pero yendo a lo concreto, hay una creciente desconfianza hacia el esfuerzo de la empresa por moldear a su audiencia y favorecer una escucha cada vez más pasiva, en la que ya no importa qué banda suena. Allí se entra en el terreno del algoritmo que funciona como una caja negra en la que se embeben decisiones que resultan determinantes para la forma de circulación de los contenidos. También se utilizan playlists que generan millones de escuchas de una banda o la invisibilidad de otras; pero cada vez hay más evidencias de que las necesidades comerciales empobrecen la experiencia artística.


Los desconocidos de siempre
Hace al menos siete u ocho años se habla de artistas fantasma en Spotify: así se denomina a los desconocidos que comenzaron a poblar las listas creadas por curadores de la empresa bajo nombres como «Jazz tranquilo» o «Deep focus». Allí aparecían canciones genéricas e indistinguibles de las demás, pero atribuidas a distintas bandas. Por ejemplo, un usuario se tomó el trabajo de hacer una playlist con canciones de jazz iguales o casi iguales, de una duración de 53 segundos atribuidas a cientos (tal vez miles) de músicos desconocidos como «Aiste» o «Devil» que no resisten una búsqueda en la web, pero generan millones de escuchas. Los derechos de esos «artistas» pertenecen a unas pocas productoras. Una de ellas, Epidemic, también pertenece a uno de los fondos que invirtió en Spotify, una sinergia comercial perfecta.

La escritora y editora estadounidense Liz Pelly decidió encarar la trabajosa búsqueda de estos fantasmas sobre los que nadie tenía datos concretos. Luego de más de un año de entrevistas en Suecia, algunas con empleados o exempleados y músicos pudo reconstruir qué estaba pasando.

Músicos rentados. La plataforma contrata productoras de música genérica que cobran menos que los artistas, pero incentiva a sus curadores a incluirlas en las playlists.

Foto: Shutterstock

En una nota anticipo de su libro Mood machine, de reciente publicación, explica que para obtener las ansiadas ganancias, Spotify firmó contratos con productoras de música genérica que la ofrecen para eventos, videos u otros usos del tipo a muy bajo costo. Spotify les ofrece un porcentaje menor al de otros artistas por cada escucha y a cambio potencia sus canciones incentivando a sus curadores a incluirlas en las playlists.

El argumento interno de la empresa es que no importa demasiado que la música sea de baja calidad porque quienes escuchan esas playlists no están prestando atención. Ni siquiera hace falta que la canción sea demasiado larga porque alcanza con 30 segundos para que cuente como una escucha. La contracara de eso es que se reduce aún más el dinero disponible para pagar a los músicos.

¿Pero quién las produce? Pelly entrevistó a un músico de jazz empleado por una productora a quien encargaban canciones genéricas grabadas una detrás de otra en una sola toma. El músico cedía los derechos a cambio de un monto fijo, sin tener claro para qué se usaba.

La consigna era que se tratara de música digerible, corta, previsible y pasara desapercibida en playlists genéricas. Si muchos las saltean, se las retira… pero si pasa, pasa. Incluso hay quienes creen que ya ni siquiera es necesario contratar artistas, ya que esta música genérica puede ser fácilmente hecha por IA Generativa.

La empresa tiene una lógica comercial impecable: simplemente busca insumos baratos para aumentar sus márgenes. Del otro lado quedan los músicos que dependen de Spotify para difundir su arte, pero casi no generan ingresos por su trabajo y se amplía una audiencia que se pierde la oportunidad de experimentar una escucha más enriquecedora.

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