24 de marzo de 2023
Burócrata con cargo gerencial en el dispositivo de exterminio, soñaba con un destino de grandeza. Murió en la cárcel, hace 10 años, sentado en un inodoro.
Ese sujeto soñaba con su destino de grandeza. Tal vez imaginara una estatua ecuestre para él y una avenida con su nombre. Sin embargo, ahora sus restos están sepultados en el basurero de la historia. Aún así, no merece ser olvidado. El 17 de octubre de 1975, días después de ser designado comandante en jefe del Ejército, participó en Montevideo de un encuentro con otros jerarcas castrenses de la región; entonces dijo: «En Argentina deberán morir todas las personas necesarias para lograr la seguridad del país». Sabía de lo que hablaba.
Hijo de un capitán, había sido bautizado con el nombre de dos muertos: sus hermanos Jorge y Rafael, fallecidos de sarampión en 1921, dos años antes de que él naciera en una casa apenas separada por un alambrado del cuartel de Mercedes. Ambas circunstancias moldearon su existencia.
Casado con la hija de un diplomático de extracción conservadora, padre diligente y cursillista fervoroso, el teniente general Jorge Rafael Videla nunca sintió demasiado interés en la política; simplemente creía en el Ejército como único y último baluarte de la Nación. En nombre de tales valores privados y públicos estaba a punto de encabezar la dictadura más sangrienta de la que se tenga memoria.
Por ese entonces, en el más absoluto de los secretos, había comenzado a sesionar el llamado Equipo Compatibilizador Interfuerzas (ECI). Se trataba de una suerte de estado mayor clandestino, integrado por el Ejército, la Armada y la Aeronáutica, cuya tarea primordial consistía en delinear las coordenadas de la represión ilegal y a la vez lubricar los engranajes del aparato golpista.
Lo cierto es que no se dejó ningún detalle librado al azar. En todas las guarniciones militares, sus destacamentos de inteligencia fueron reformados para alojar a miles de prisioneros políticos. No menos prolija fue la selección del personal. Ya se había puesto en marcha la formación de los planteles que oficiarían como brazo ejecutor del inminente Estado terrorista.
Las vidas como un costo
«Esta lucha va a traer abusos y algún que otro error, pero habrá un costo menor en vidas humanas que en un conflicto prolongado», advirtió durante ese cónclave en Uruguay, mientras sacudía el brazo derecho como para espantar una mosca imaginaria.
Quizás en aquel instante se haya visto a sí mismo en una ya remota mañana de 1973 efectuando su ronda de despedida por el Colegio Militar en su calidad de director; días antes había sido ascendido a general y estaba por hacerse cargo de la jefatura del Primer Cuerpo. En tales circunstancias, entró a un aula. Allí un instructor dialogaba con los cadetes de tercer año acerca del «problema de la subversión». Él se interesó por el tema. Y uno de los alumnos le resumió la posición del grupo: «Pensamos que a los extremistas hay que eliminarlos sin miramientos». El instructor dijo lo suyo: «No coincido con esa idea, mi general. Habría que instrumentar tribunales militares con capacidad para dictar la pena de muerte. Su nombre era Ricardo Brinzoni y, por entonces, tenía grado de teniente. Videla lo miró y, simplemente, dijo: «No estoy en desacuerdo con los cadetes». Y siguió su camino.
Es posible que al evocar tal episodio, él haya caído en la cuenta de que esos jóvenes ya eran subtenientes. Y que algunos participarían activamente en la aplicación del terrorismo de Estado.
Esa misma noche regresó de Montevideo a bordo de un avión militar. Tal vez entonces escrutara el horizonte marrón del Río de la Plata, en cuyas aguas poco después comenzarían a ser arrojadas sus víctimas. Y quizá pensara que la profundidad de su lecho estaba a la altura del escalofriante secreto que debía guardar.
Porque ya era consciente de que la estrategia de su cruzada consistía sencillamente en desatar una cacería contra la sociedad civil, dado que –según su lógica– en ella estaba depositada «la fortaleza de la subversión marxista». Es decir: su retaguardia.
Pocas palabras
Acerca de este asunto había departido hasta el cansancio con su maestro y único amigo, el general retirado Hugo Miatello. Aquel hombre solía decir: «En esta guerra no hay un frente palpable». Y después, invariablemente, agregaba: «Acá, el enemigo está por todos lados». El tipo era un estudioso de la guerra de Indochina. Y creía haber encontrado grandes coincidencias entre la situación política del sudeste asiático y la que imperaba por aquellos días en la Argentina. Videla le creía a pie juntillas.
Tanto es así que su principal estrategia para «pacificar» al país se basaba en el uso intensivo de la inteligencia a partir de informaciones arrancadas mediante la tortura. Según aquella tesitura, en la denominada «lucha contra la subversión», las verdaderas batallas se librarían en los interrogatorios. Esa iría a ser la columna vertebral de las operaciones militares. Y para dicho propósito era necesario armar un ejército secreto, integrado por oficiales y suboficiales organizados en pequeñas células terroristas, con identidades ocultas, vehículos no identificables, centros clandestinos de detención y mandos paralelos. Así, con semejante lógica, fue concebido el Estado terrorista.
El resto de la historia, puesta en práctica desde el 24 de marzo de 1976, es conocida.
Videla era un ser de pocas palabras. Y solo una frase suya fue digna de recordarse: «Los desaparecidos no están, no existen, no son. No están ni vivos ni muertos, están desaparecidos».
No obstante, en la entrevista publicada el 11 de febrero de 2013 en la revista española Cambio 16, el dictador –ya anciano y encarcelado de por vida– ponderó el apoyo a la dictadura del empresariado y de la Iglesia; además, admitió el método del secuestro de personas y su posterior asesinato. Es cierto que todo eso ya se sabía. Pero era importante que él lo dijera.
Más allá del valor histórico de tales definiciones, resalta un comentario incidental, casi oculto en su relato: «Los hombres no son perfectos; solo Dios lo es». Una frase de cuidado, especialmente en boca de quien se creía elegido para cumplir una difícil misión en la Tierra. Pues bien, en esos nueve vocablos estaba depositada la clave de su peligrosidad. La proverbial peligrosidad de un burócrata con un cargo gerencial en un sistema basado en el exterminio.
El 17 de mayo de 2013 –a la edad de 87 años–, Videla murió sentado en un inodoro del penal de Marcos Paz.
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