28 de junio de 2023
Mientras se acumulan pruebas que incriminan a los Sena, se revela la falta de sustento de la ofensiva política y mediática disparada por la oposición.
Resistencia. La sociedad chaqueña reclama el esclarecimiento del crimen y exige justicia.
Foto: Télam
El asesinato de Cecilia Strzyzowski dejó de ser «presunto». O casi. Ocurre que su madre, Gloria Romero, y una tía abuela, Mercedes Flores, ya reconocieron como suyos varios objetos encontrados en un baldío del Barrio Emerenciano de la capital chaqueña y en el río Tragadero (nunca mejor puesto tal nombre); en especial, dos anillos, unas llaves y un dije con forma de cruz. Sin embargo, aún falta el resultado de los análisis del ADN para probar (o no) que los restos óseos, también hallados en el río, son de la víctima.
Sea como fuere, hay siete detenidos: su pareja, César Sena; los padres de este, Emerenciano Sena y Marcela Acuña; el casero del domicilio familiar, Gustavo Melgarejo, y su novia, Griselda Reinoso; la asistenta del matrimonio, Fabiana González, y su concubino, Gustavo Obregón.
Hasta ahora, en el plano hipotético-deductivo, los fiscales Jorge Gómez, Jorge Cáceres y Nelia Vázquez bailotean alrededor de dos móviles posibles: el primero apunta sobre Acuña, en razón a que su único hijo desposó a Cecilia en secreto, obligándola a negociar con ella un divorcio exprés, a pesar del cual la pareja seguía unida. De modo que –según esa creencia– habría asesinado a la nuera por disputas económicas. La otra línea de investigación apunta sobre César, quien la habría matado durante una pelea.
En el aspecto estrictamente técnico, esta trama oscila entonces entre el femicidio y un crimen intrafamiliar. Nada más que eso. Sin embargo, el asunto no tardó en adquirir una politización que merece ser analizada.
El emprendedor
«¿Otro caso Soledad Morales?», decía el zócalo del programa La cruel verdad (América TV), mientras su animador, Esteban Trebuck, no sin un histrionismo cargado de gravedad, esgrimía al respecto su cuchillo de claridades.
Casi en paralelo, Jorge Lanata apelaba por el micrófono de Radio Mitre a una comparación idéntica.
Otros medios audiovisuales y gráficos hacían lo mismo.
Se referían, claro, al asesinato en Catamarca que, a fines del invierno de 1990, produjo la caída en picada del clan encabezado por Vicente Leónidas Saadi, no sin derivar en la intervención de la provincia –gobernada por su hijo, Ramón–, transformándose así en el leading case de los crímenes del poder.
A ello se le suma el festín que la desaparición de Cecilia les deparó a los buitres de las redes sociales para contrarrestar la mala prensa que la escalada represiva en Jujuy le valía a Gerardo Morales y, para colmo, a solo días de las PASO en el territorio gobernado por Jorge Capitanich.
Pues bien, él es nada menos que el blanco preferencial de la ofensiva política y mediática disparada por la oposición a raíz del lazo partidario que lo unía con la familia Sena.
Es notable que no sucediera lo mismo con, por ejemplo, María Eugenia Vidal, al saltar a la luz que el papá de sus tres hijos, Ramiro Tagliaferro, quien fue el intendente macrista de Morón, tuvo por jefe de campaña a Walter Mario Rodríguez Sierra. Sucede que este tipo se encuentra detenido y procesado por ser el coautor del reciente homicidio –en ocasión de robo– del empresario Gabriel Izzo y de las graves heridas a su esposa, Silvana Petinari.
¿Acaso a Vidal o a Tagliaferro se les puede «achacar» su responsabilidad penal o moral en el asunto? Desde luego que sería descabellado hacerlo. Pero el gobernador chaqueño no merece tal principio del sentido común.
Tanto es así que, el 8 de junio, el diario Clarín publicó una nota firmada por Nicolás Wiñazki, cuyo título lo dice todo: «Relaciones peligrosas: aunque Capitanich busque despegarse, el vínculo con los Sena lo deja expuesto».
Obviamente, hacía referencia a que Emerenciano y su esposa figuraban como precandidatos a diputado y a intendenta, respectivamente, en las boletas del Frente Chaqueño, el espacio de Capitanich (en realidad, era una de las 250 listas colectoras, que sumaban unos 2.150 precandidatos a legisladores y jefes comunales). El artículo también hizo hincapié en los seis millones de pesos hallados en un allanamiento al hogar se los Sena (en realidad, eran para pagar a los fiscales de mesa). Y no menos turbó a Wiñazki que Capitanich haya sido su padrino de boda (en realidad, durante sus 16 años al frente de la provincia, él fue padrino de casi 200 casamientos).
Además, ante las sospechas generadas por las sumas millonarias que el Poder Ejecutivo giraba hacia el matrimonio Sena para solventar su «imperio», Capitanich ordenó intervenir la fundación que la administra y dispuso el envío de auditores para examinar sus balances.
En el Barrio Emerenciano el aire se puede cortar ahora con una navaja. Aquel lugar, descripto por sus detractores como un «country para piqueteros», posee 13 manzanas con 20 casas cada una, donde se alojan unas 300 familias. Además, allí funciona un hospital, una escuela, un laboratorio para análisis médicos y un polideportivo con la única pileta olímpica de la provincia. Así es el sitio que ahora está en el ojo de la tormenta.
Duelo de titanes
Ya han corrido ríos de tinta sobre las biografías del matrimonio compuesto por Emerenciano y Marcela. Pero vamos a detenernos en un hecho específico: el vínculo de él con Sergio Schoklender.
Este había viajado a Chaco para ampliar, en sociedad con Emerenciano, la obra edilicia de Sueños Compartidos. Pero ello no llegó a buen puerto, dado que el piquetero comenzó a desconfiar del parricida, quien volvió a Buenos Aires. Las crónicas ahora describen ese lazo como un «duelo de titanes».
Ya se sabe que Schoklender cayó en desgracia en 2011, al comprobarse un constante desvío de dinero a su cuenta personal. Fue cuando su protectora, Hebe de Bonafini, dijo: «Sergio es un vulgar estafador».
Pero también era un maestro en el arte de la impostura.
El tipo había amasado una fortuna. Pero ello era la parte no visible de su cosecha; un trofeo oculto de quien hizo de la frugalidad una marca personal. Su estilo monástico, acentuado por la ropa negra que adquiría con descuento en las tiendas del Once, no causaba dudas entre quienes lo trataban a diario.
Sergio vivía confinado en su rol actoral, y eso le impedía tocar un solo peso de su botín. Hasta que sus manejos delictivos quedaron a la intemperie. Recién en ese instante pudo despojarse de su añejo disfraz.
Emerenciano también es portador de una psiquis complicada, aunque lo suyo no es –como diría Carlos Marx– la «acumulación de capital»– sino una autoestima con ribetes algo delirantes.
Lo prueba la propensión a bautizar con su nombre todo lo que tuviera a mano, desde el barrio que fundó hasta la organización que dirige; su nombre está en los carteles y en los muros; ello es parte del culto a su personalidad que supo instaurar sin un ápice de pudor, el cual incluye murales con su cara junto a la del «Che». Todo, con un estilo político verticalista y autoritario. Claro que también caía en actos fallidos, como llamar «Carlos Monzón» al polideportivo del barrio. En resumen, ese sujeto era una especie de Pol Pot arrabalero.
Ahora languidece en la soledad de una celda; la celda «Emerenciano».