Alberto Fernández iniciará su gestión en un contexto regional complicado: el golpe en Bolivia, los ataques del presidente de Brasil y la injerencia de Estados Unidos aparecen como los principales desafíos. El fortalecimiento del vínculo con México.
28 de noviembre de 2019
Plaza de Mayo. Organizaciones políticas, sociales, sindicales y de derechos humanos repudiaron la destitución de Evo Morales. (NA)
Como si no bastara con la deuda externa impagable, la inflación desbordada, la crisis social y el desempleo, que forman parte del nefasto legado de Mauricio Macri, el presidente electo Alberto Fernández deberá lidiar también con una caótica situación continental solo equiparable con la que debió soportar en 1973 Héctor J. Cámpora, quien inició su gestión cercado por las dictaduras de Brasil, Uruguay y Paraguay, a las que se sumó pocos meses después –ya con Juan Perón en el gobierno– la de Augusto Pinochet en Chile.
En efecto, el golpe de Estado en Bolivia y la probable victoria de la derecha en Uruguay –al cierre de esta edición no se había pronunciado la Corte Electoral, tras un escrutinio provisorio que arrojó un resultado favorable a Luis Lacalle Pou por apenas 30.000 votos–modificaron sustancialmente el ya complicado cuadro latinoamericano. Antes, el mandatario brasileño Jair Bolsonaro había recurrido a su habitual brutalidad discursiva para poner en cuestión las relaciones con la Argentina a raíz de la victoria del Frente de Todos, fuerza a la que atacó reiteradamente en pleno proceso preelectoral, una intromisión que tiene pocos antecedentes.
El insólito proceso boliviano que combinó el golpe tradicional –un formato que parecía perimido– con la autoproclamación de una presidenta ilegal permitió comprobar la falta de convicción democrática y republicana de las organizaciones políticas que conforman la alianza derrotada en las últimas elecciones. El Comité Nacional de la UCR repudió lo que consideró «un golpe de Estado», pero no se privó de cuestionar a Morales al subrayar que «no es justo someter a las sociedades al agobio, por una vocación de perpetuidad ilegal». En tanto, la actitud asumida por el Canciller Jorge Faurié –definido por el presidente electo como «un hecho desgraciado de la historia de la diplomacia argentina»–, se caracterizó por un cerril negacionismo. En el texto en el que fijó la posición del país se señala: «Ante la inestabilidad política vivida por Bolivia tras las elecciones presidenciales del pasado 20 de octubre, el Gobierno argentino toma nota del informe preliminar de la misión electoral de la Organización de los Estados Americanos (OEA), cuya auditoría confirma las denuncias de irregularidades del proceso de escrutinio y recomienda la realización de nuevas elecciones», con lo cual avaló un documento que justificó la sublevación policial-militar inspirada por fuerzas civiles abiertamente fascistas.
Fernández, en cambio, que ya como presidente electo había promovido la libertad de Luiz Inácio Lula Da Silva y tuvo un rol destacado en el Grupo de Puebla, fue terminante al denunciar no solo el carácter ilegal y dictatorial de la sublevación policial-militar en Bolivia, sino también la represión a las movilizaciones populares en Ecuador y Chile que la habían precedido y se plantó ante Donald Trump, con un concepto contundente: «Estados Unidos retrocedió décadas. Volvió a las peores épocas de los años 70». Por otra parte, las relaciones prioritarias que estableció con su par mexicano, Andrés López Obrador, constituyen una clara señal de autonomía y una respuesta a las provocaciones de Bolsonaro, sobre todo porque el país podría adquirir en esa nación productos que actualmente le provee Brasil, venderle otros que los mexicanos compran hoy en distintos mercados y hasta lograr convenios de complementación en materia automotriz. No obstante, se prevé que los propios militares brasileños, que parecen alarmados por los exabruptos del personaje que ayudaron a convertir en presidente, incidan para que prime el pragmatismo y las relaciones comerciales sigan su cauce normal.
Juego de potencias
Está claro que las nuevas autoridades argentinas deberán lidiar con la inestabilidad de los gobiernos del continente –el desgaste de Iván Duque en Colombia y Sebastián Piñera en Chile son más que evidentes– y también con la desarticulación de organismos como la Unasur y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), perpetrada por los gobiernos que sucedieron a Dilma Roussef en Brasil y a Rafael Correa en Ecuador, que se esforzaron por apoyar incondicionalmente las políticas estadounidenses en la región.
Por otra parte, Estados Unidos, con quien el nuevo Gobierno busca sostener una relación amable pero independiente, no está pasando por su mejor momento como potencia. Al fracaso de las intervenciones en Asia y Oriente Medio que terminaron con amplias zonas devastadas y con grandes problemas humanitarios, se agrega la fuerte presencia de China que procura incrementar su influencia comercial en la región y fundamentalmente en la Argentina, donde participa en importantes emprendimientos como la base comunicacional instalada en Neuquén y la empresa Huawei, líder en el desarrollo de tecnologías esenciales para el futuro de las comunicaciones.
Es previsible, pues, que la tensión chino-estadounidense por la conquista de mercados tenga una notable incidencia en el desarrollo de los acontecimientos, y no necesariamente los efectos de la controversia deberán ser negativos para la Argentina.
Fernández es consciente de que la ausencia de Evo del escenario lo proyectará, junto con López Obrador, como una referencia para el progresismo del continente, pero tampoco ignora que en la actual coyuntura carece de las herramientas necesarias para imponer su mirada, que se asienta en la integración regional –con el fortalecimiento del Mercosur y Unasur– y la multipolaridad, objetivos que forman parte de la plataforma de su fuerza y que tienen su principal antecedente en el formidable avance que se operó en 2005 durante la IV Cumbre de las Américas, cuando la alianza establecida entre Lula Da Silva, Hugo Chávez y Néstor Kirchner sepultó las ilusiones del mandatario estadounidense George W. Bush, que impulsaba la creación de un Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) funcional a los intereses comerciales de Washington.
Respecto de la línea de acción del nuevo gobierno en materia internacional, el periodista y psicólogo Carlos Villalba, investigador asociado al Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico, puntualizó que «podrá repasar los hechos, revisar los peligros que implica incluir a la DEA y sus propuestas en las problemáticas de seguridad y tráfico, que algunos miembros de su entorno le proponen, y analizar los comportamientos de estructuras que gustan recostarse sobre las directrices, y los recursos, de un Comando Sur que, aunque no desembarca marines, se vale de problemáticas como las humanitarias para mantener su incidencia territorial y la cercanía a los bienes estratégicos que, como Bolivia, Argentina también los tiene y no todos con nombre de mamífero lechero».