Política

Cruces entre política y sanidad

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La llegada del primer lote de Sputnik V y su distribución en las provincias significó un gran paso en el combate contra el COVID-19. Sectores de la oposición y los medios concentrados iniciaron una campaña de miedo contra su aplicación en el país.


Embarque inicial. En un vuelo especial de Aerolíneas Argentinas arribaron al país 300.000 dosis provenientes del laboratorio Gamaleya. (NA/Esteban Collazo)

La decisión gubernamental de cerrar un acuerdo con el Estado ruso para la provisión de vacunas contra el COVID-19 desató una ola de absurdos cuestionamientos motorizados por los medios de comunicación concentrados y una variopinta fauna de negadores de la ciencia, adictos a la brujería y charlatanes de feria. Que inefables panelistas televisivos y periodistas incondicionales de las patronales que los sostienen hayan aludido a la «vacuna soviética» no se fundamenta solo en su manifiesta ignorancia histórica, está también estrechamente vinculado con el aprovechamiento de la connotación negativa que la palabra adquirió para vastos sectores por la campaña desatada durante la llamada «Guerra Fría», particularmente en el período macartista.
Además, como si se tratara de un evento deportivo, miles de opinadores aficionados debaten acerca de un presunto apresuramiento en su fabricación, de la prohibición de tomar alcohol durante más de 40 días –una recomendación circunscripta a los habitantes de Rusia–, de su efectividad en mayores de 60 años y de la conveniencia de haber cerrado el trato con la que produce la empresa Pfizer.
Las respuestas a estas objeciones son simples y contundentes. En primer lugar, todas las vacunas requieren de prolongados períodos de prueba que no pudieron concretarse dada la intensidad de la pandemia que ha provocado casi 1.800.000 muertos y millones de infectados en todo el planeta, que está padeciendo actualmente una segunda ola. Por esa razón su aprobación fue provisoria en todas las naciones del mundo. En segundo lugar, la «vacuna rusa» –nadie denomina a las otras que están en danza «vacuna inglesa» o «vacuna estadounidense»– ya ha certificado su aptitud para quienes hayan superado los 60 años. No es cierto tampoco que la ingesta normal de bebidas alcohólicas esté vedada, aunque se recomienda evitarlas durante unos pocos días, antes y después de aplicársela.
En cuanto a la opción elegida por los funcionarios sanitarios argentinos, su provisión debió tener carácter de urgente debido a las dificultades con las que tropezó la producción de la de AstraZeneca, que se elabora en Argentina y México y que recién estará disponible entre marzo y abril, y a los obstáculos que impuso Pfizer para la entrega de la propia.
Conviene detenerse a analizar este punto porque el laboratorio que produce la vacuna, encomiada por un lobby que utilizó los más increíbles recursos argumentativos, pretendió imponer condiciones inaceptables para proveerla, entre otras una ley del Congreso que la eximiera de responsabilidad ante cualquier consecuencia secundaria de su aplicación y que el acuerdo fuera firmado por el presidente de la Nación. El médico sanitarista Jorge Rachid aportó otro dato alarmante: la compañía habría exigido como garantía bienes inembargables como glaciares y permisos de pesca.

Palabras más, palabras menos
Entre los promotores de la campaña satanizadora de la Sputnik V se destacaron el diputado radical Alfredo Cornejo y la incorregible Elisa Carrió, quienes recurrieron a argumentos que han sido desechados por los científicos de los numerosos países que adquirieron la vacuna al prestigioso laboratorio Gamaleya. En un texto de 12 páginas, plagado de errores ortográficos y sintácticos, la exlegisladora –que contrariando sus últimas declaraciones pretende volver al Congreso– presentó una denuncia penal contra el primer magistrado, su ministro de Salud y la secretaria de Acceso a la Salud, Carla Vizzotti, y todos los funcionarios que participaron en «gestiones de contratación para la reserva, adquisición y comercialización de la Sputnik V», quienes a su irracional juicio podrían estar incursos en delitos tales como atentado contra la salud pública, defraudación al Estado e incumplimiento de los deberes de funcionario público. En un apartado aludió incluso al potencial envenenamiento de la población, un verdadero dislate.
El periodista científico estadounidense Leigh Phillips hizo precisos señalamientos al respecto en el sitio Jacobinlat.com. Entre otras cosas sostiene que el éxito de Pfizer-BioNTech y de Moderna, al igual que el de otras empresas del sector, se apoyó en años de financiación pública e investigaciones desarrolladas por laboratorios estatales y universitarios mucho antes de 2020. Y durante este año, estas empresas privadas volvieron a apoyarse sobre el control y el gasto estatales para el desarrollo de la vacuna o, en el caso de Pfizer, sobre la compra anticipada de millones de dosis por parte de los gobiernos. El sociólogo y politólogo Atilio Boron aportó otra información que no alcanzó repercusión en los medios: «El 9 de noviembre, el CEO Albert Bourla se deshizo de 132.508 acciones de Pfizer a un precio de 41,94 dólares cada una (apenas cinco centavos por debajo de su récord histórico), el 62% de las que tenía en esa compañía, embolsando en pocas horas 5.600.000 millones de dólares de ganancia». No fue el único. Sally Susman, vicepresidenta ejecutiva y directora de asuntos corporativos de Pfizer, también se desprendió de 1,8 millones de dólares en acciones de la compañía. Según informa el Financial Times, Stéphane Bancel, el billonario CEO de Moderna, otra de las empresas de la big pharma que está en la competencia para la producción de la vacuna, fue mucho más audaz y vendió sus acciones por el valor de 49,8 millones de dólares, lo que le reportó una ganancia inmediata de 400 millones de dólares en un solo día. «¿Curiosidad, sorpresa, meras casualidades?», se preguntaba Boron.
Lo cierto es que las primeras dosis de la Sputnik V ya están en la Argentina y se esperan millones más para enero, un anuncio que provoca alivio en una sociedad que debió cambiar drásticamente sus costumbres. Las medidas económicas adoptadas para reducir daños permitieron evitar una catástrofe social de consecuencias imprevisibles, pero así como no se debe bajar la guardia frente a un virus que parece indomable y es necesario acentuar el control social ante la irresponsabilidad de un sector de la población, tampoco se puede ignorar la gravedad de la situación por la que atraviesan quienes sufren la falta de trabajo y deficiencias en su alimentación. Centenares de miles de empleos formales se han destruido en estos meses y quienes los conservaron perdieron –según datos del Ministerio de Trabajo– el 11% de su poder adquisitivo, en tanto millones de trabajadores informales se han quedado sin los más elementales recursos para subsistir y dependen para ello de comedores populares y tarjetas alimentarias. El desafío colectivo consiste en lograr que las crisis económicas o sanitarias no las sigan pagando los que menos tienen.

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