22 de diciembre de 2014
La educación, como práctica social e histórica, es territorio de disputa entre concepciones antagónicas. Esto se aprecia con claridad en el escenario global. Se avizoran síntomas de un agotamiento civilizatorio: las 85 fortunas individuales más ricas son poseedoras del mismo patrimonio que los 3.000 millones de seres humanos más pobres, mientras Estados Unidos, desconociendo los más elementales principios del derecho, los mandatos de organismos internacionales y los pronunciamientos contundentes de pueblos y gobiernos, continúa con la barbarie armada que combina genocidio y explotación de países. Otro rasgo evidente de esa decadencia: el modelo productivista a destajo está generando incalculables costos ecológicos que ponen en riesgo la supervivencia de la humanidad, hipotecando el presente de regiones enteras y, obviamente, el futuro de las próximas generaciones en todo el planeta.
Quienes defienden este modelo tienen un proyecto político educativo y pedagógico o, cuanto menos, los sectores que gobiernan la educación defienden algunas orientaciones generales que modelan una determinada direccionalidad, contenido y método.
La educación como política pública dentro del capitalismo ha sufrido transformaciones desde la fundación de los sistemas educativos formales que debieron dar la batalla contra los viejos poderes culturales e ideológicos que expresaba la Iglesia Católica, portadora del monopolio del saber en el largo período feudal de Europa y la América colonial. De allí que –especialmente en países como Argentina o Uruguay– se constituyeron sistemas educativos con un fuerte papel del Estado (en confrontación abierta con la Iglesia Católica) concebido como Estado docente, defensor de una escuela pública, común, gratuita, laica, obligatoria. La cara antidemocrática y opresiva del modelo fue su autoritarismo, su cientificismo, su clasismo, la exclusión de culturas populares del currículo escolar, la escisión entre la escuela y la vida, así como la formación de ciudadanos conformistas y trabajadores disciplinados en la base social, mientras en los niveles superiores formaba los cuadros dirigentes para un orden social profundamente injusto.
El neoliberal-conservadurismo en desarrollo desde el último cuarto del siglo XX exacerbó los aspectos más regresivos del viejo modelo pedagógico, eliminando hasta donde le fue posible los elementos más democráticos de la vieja educación liberal. El Estado fue reconvertido como Estado evaluador; la «calidad educativa» definida como los resultados de operativos de evaluación estandarizados; la institución escolar emplazada a funcionar con los parámetros de una empresa y el sistema educativo reconfigurado como un mercado donde escuelas, colegios y universidades compiten entre sí determinando ránkings de rendimientos. El ejemplo chileno es el más desarrollado: allí los resultados del aprendizaje inciden en la estabilidad laboral docente, en su salario, en el financiamiento que recibe la institución educativa.
Frente a estas propuestas civilizatorias –políticas, económicas, sociales, culturales, pedagógicas– la América Latina y Caribeña está dando una fuerte batalla por reencontrarse con su historia, con su identidad y con su proyecto de futuro. En tiempos de segunda independencia, cabe recuperar el desafío planteado por Simón Rodríguez en la primera: «El interés general está clamando por una reforma, y la América está llamada por las circunstancias a emprenderla. La América no debe imitar servilmente sino ser original. ¿Dónde iremos a buscar modelos? La América española es original: originales han de ser sus instituciones y su gobierno, y originales los medios de fundar uno y otro. O inventamos o erramos».
La pedagogía «nuestroamericana», pues, se enfrenta a un gigantesco desafío: denunciar la educación colonial que campea de múltiples maneras en nuestra región, y anunciar la nueva pedagogía emancipadora que contribuya a la consolidación del proyecto colectivo en curso que aspira a la emancipación del hombre y la mujer en Nuestra América.