28 de febrero de 2018
Hay una correspondencia casi absoluta entre el agravamiento de la situación social, especialmente el aumento del desempleo y la marginalidad, y el aumento de los porcentajes de delitos, principalmente hurtos y robos, incluida su modalidad agravada de robo con armas e incluso los homicidios. Es la conclusión, que surge de cruces con indicadores sociales tomados en series de al menos 17 años, a través de distintos gobiernos, de un trabajo que acabamos de terminar con el licenciado Daniel Fernández, con quien compartimos cerca de 20 años de estudios sobre el delito en la Argentina en la Dirección Nacional de Política Criminal.
Por otro lado, los datos también indican que los involucrados en el delito de robo con armas del tipo no organizado o «al voleo», en la calle, a pie, con el concurso de no más de dos personas (que es la modalidad más frecuente), son en su inmensa mayoría jóvenes varones de entre 18 y 25 años. En el terreno de las obviedades, está claro también que es esta la franja que más sufre la presión de la exclusión social y de la desocupación, incluso de trabajos precarios, temporales y ocasionales. El mecanismo estructural, que ya fue teorizado por Robert Merton en los Estados Unidos, en los años 30 y 40 del siglo pasado y del que hay numerosísimos estudios en todos los países –en el nuestro gracias a los trabajos de Gabriel Kessler–, es muy sencillo de entender: la desocupación estructural hace que el antiguo empleado formal recurra mucho más a changas, trabajos precarios y temporales, mientras que los más jóvenes y menos preparados que utilizaban esos rebusques como última posibilidad lícita de obtener algún ingreso, aunque sea mínimo, recurren al delito o aumentan la frecuencia con la que ya intercalaban la actividad lícita con la ilícita.
Estas mediciones se hicieron con instrumentos de investigación social de los más sofisticados y avanzados que se emplean hoy en el mundo y no recurriendo simplemente a la estadística policial, es decir que en esto está incluido tanto el delito denunciado como el no denunciado e incluso los motivos de la no denuncia.
El trabajo, que incluye también la crítica propositiva a algunos planes de prevención del delito ensayados en la ciudad de Buenos Aires en las últimas décadas, con resultados dispares, está por el momento a la búsqueda de un editor, pero durante nuestro largo paso por la mencionada dependencia del Ministerio de Justicia de la Nación, fueron numerosas las oportunidades en que advertimos a las autoridades sobre estas conclusiones. Y también, más allá de nuestras responsabilidades oficiales, hicimos saber a través de artículos periodísticos u otras publicaciones esta situación. Obviamente, nunca fueron los grandes medios de comunicación masiva los que dieron acogida y difusión a nuestros trabajos en este sentido.
No sabemos, porque no se han continuado o al menos no se han publicado trabajos recientes que constituyan la continuidad de los nuestros –que abarcan hasta 2012–, qué ha pasado en los últimos años en el país, pero no es difícil presumir que el evidente agravamiento de la situación social y laboral –principalmente en estos sectores juveniles– debe haber disparado hacia arriba este tipo de delitos predadores.
Esa debería ser la preocupación central de cualquier política de seguridad de gobierno, y no la de auspiciar disparos por la espalda a los jóvenes ejecutores de crímenes, porque lo que no se constató nunca, ni acá ni en ningún lugar del mundo, es que el aumento de la represión policial o el aumento de las penas, y mucho menos el aumento de los abusos policiales en su función de prevención, hayan tenido impacto alguno en la disminución de los delitos. Por el contrario, estas actitudes siempre han contribuido a aumentar la violencia, ya que los jóvenes delincuentes, ante el aumento del peligro de muerte, se tornan más agresivos, en los enfrentamientos usan armas más poderosas, y se termina en balaceras que, por lo general, además del delincuente muerto, incluyen policías muertos y muchas veces muertos y heridos entre los transeúntes o las propias víctimas del delito que se acaba de perpetrar.