26 de julio de 2017
(Foto: MacDougall/AFP/Dachary)Para la prensa mundial en la reciente reunión del G20, en Hamburgo, Alemania, no hubo avances positivos. Y ello es así si lo que se esperaba como positivo es que Donald Trump volviera sobre sus pasos y reubicara a los Estados Unidos respecto de la Unión Europea en el mismo lugar en que lo había dejado su antecesor, Barack Obama. Pero allí, además de las impresionantes manifestaciones antiglobalización y anticapitalismo que dejaron un saldo de daños materiales, humanos y de prestigios político-administrativos considerables, ocurrió justamente lo contrario. Se consolidó la ruptura del secular eje occidental euro-americano. El problema del proteccionismo comercial y el del acuerdo climático (que dicho sea de paso está también muy ligado con la competencia comercial internacional) no son más que síntomas de la disfuncionalidad de esa alianza para ciertos sectores económicos estadounidenses y europeos que han quedado rezagados en el esquema diseñado por el capitalismo global financiero dominante asentado con un pie en Wall Street y otro en la bolsa de Londres. Ese esquema tiene también sus enemigos en la propia Gran Bretaña, de ahí el Brexit. Son sectores capitalistas ligados con una economía productiva dirigida al mercado interno que no puede competir con los menores costos de los productos importados y toda la masa de trabajadores desocupados o precarizados por ese motivo. Estos capitalistas también van quedando afuera de la fiesta financiera global cada vez más monopolizada por los bancos insignia del sector dominante (Citicorp, Rosthschild, HSBC y su ristra de asociados y subsidiarios). La ruptura política no es menor, ya que esa alianza secular era la base de la OTAN y, como si fuera poco, Trump no solo no dio ni un paso en su recomposición, sino que a quien parece haberse acercado más es a Rusia, el supuesto enemigo que ha justificado históricamente dicha alianza militar desde la posguerra. El cambio geopolítico es enorme.
Por otra parte, todo el mundo sabe que el aliado estratégico de Rusia es China, con quien ha entablado una madeja de tratados, alianzas y organizaciones comunes que los ha convertido en un bloque de una solidez raramente vista antes en la historia de las ententes y alianzas.
China y Rusia tienen un proyecto económico político común, estratégico, de alcance global, que contiene a otros países, pero del cual ellos son las bases fundamentales, que es el de la llamada Ruta de la Seda, que no es un simple acuerdo comercial o de inversiones, sino que encierra una concepción de la organización económica y política mundial sustancialmente distinta a la actual diseñada por el poder financiero dominante que no es la de producir más y mejor, ni incentivar el comercio, sino principalmente reducir al máximo la redistribución del producto y concentrarla aún en menos manos.
Más allá de la gesticulación televisiva de Trump contra China, sus reclamos por Corea del Norte y su venta de armas a Taiwán (recordemos que también hizo cosas parecidas contra Rusia y Siria) si el exótico primer mandatario de los EE.UU. iniciara un camino de articulación de las formidables potencialidades de la economía de su país con el proyecto chino-ruso, el sistema financierista hegemónico actual del capitalismo, que funciona con una «lógica» totalmente contraria, se desmoronaría como un castillo de naipes y dejaría al mundo ante un final abierto, en el que un rediseño racional productivo-distributivo e incluyente podría llegar a tener las mejores chances.
Mucho tendrá que ver en todo esto la forma en que se resuelvan el tremendo enfrentamiento de fuerzas económicas y políticas que se está dando hoy en los EE.UU. y la rapidez con que el proyecto de la Ruta de la Seda se extienda por el planeta.