26 de noviembre de 2015
El año pasado la emisión de gases de efecto invernadero alcanzó un nuevo récord, según un informe de la Organización Meteorológica Mundial (OMM), la agencia de Naciones Unidas que analiza el impacto de la actividad humana en el cambio climático. De acuerdo con este estudio, entre 1990 y 2014 el nivel de emisiones de los tres gases más perniciosos para la atmósfera –dióxido de carbono (CO2), metano (CH4) y óxido nitroso (N20)– creció un 36% por las actividades industriales, agrícolas y domésticas.
«La concentración atmosférica de CO2 –principal gas de efecto invernadero de larga duración– alcanzó 397,7 partes por millón (y) en el hemisferio norte, las concentraciones de CO2 sobrepasaron el valor simbólico de 400 ppm en primavera, época en la que el CO2 es más abundante», alerta el documento.
El dato de que el mayor incremento se registra en el hemisferio norte es entendible porque en esas regiones se concentra la mayor superficie terrestre del planeta. Pero además es la zona donde están ubicados los países más desarrollados, que son los máximos responsables de este dramático deterioro registrado desde la revolución industrial en las condiciones generales de la esfera que habita el hombre.
Son ellos, por lo tanto, la parte esencial del problema y, al mismo tiempo, tendrían que serlo de la solución. Sin embargo allí es donde se concentran las principales resistencias a generar el marco adecuado para ponerle fin a un modo de explotación del medio ambiente que a corto plazo –y ya se ven algunas de sus consecuencias– resulta suicida para cualquier especie viva tal como la conocemos.
El Protocolo de Kioto, de 1997, establecía la reducción de las «emisiones antropogénicas agregadas, expresadas en dióxido de carbono equivalente, de los gases de efecto invernadero» a no menos del 5% de las de 1990 en un período de 15 años, esto es, hasta 2012. Pero el compromiso, el primero de significación desde que se conocieron las consecuencias del cambio climático, no fue firmado por todas las naciones. Algunos gobiernos se tomaron su tiempo para analizar las consecuencias en torno a su propio desarrollo. Porque para algunos emergentes había una trampa en pretender reducir emisiones cuando intentaban crecer como potencias económicas. Además, estaba el debate de quién y cómo debería pagar los costos de la conversión industrial.
Poco a poco casi todos se fueron sumando a la propuesta y aceptaron las condiciones establecidas en el documento, pero siguen reacios Kazajistán, Croacia, Australia y el principal contaminante del globo terráqueo, Estados Unidos. Las autoridades estadounidenses –y en ese sentido George W. Bush también fue un «cruzado»– tampoco querían ponerle coto a su propia industria ni aumentar sus costos internos cuando intentaban recuperar competitividad en relación con Japón, Alemania, Corea del Sur y China.
Pero hay otra razón de peso: existe un fuerte lobby ideológico negacionista, ligado con grupos extremos principalmente del ultraconservador Tea Party, y de corporaciones económicas, que consideran a toda regulación estatal –y el control ambiental lo es– como una intromisión en las libertades individuales. Los hay también que inscriben a las advertencias contra el cambio climático como operaciones de grupos antiestadounidenses.
Las evidencias en torno al daño a la capa de ozono y el aumento en la temperatura de los océanos son incontrastables. Y no es una cuestión que pueda inscribirse como un asunto interno de cada país. Sería como someterse al riesgo de un cáncer pulmonar por permitir que un fumador empedernido acabe con un cigarrillo detrás de otro en el mismo recinto.
El presidente de EE.UU., Barack Obama, prometió poner a su país en consonancia con el resto del mundo y firmó un convenio con 81 empresas multinacionales para la reducción de emisiones. No logró que se sumaran las petroleras, pero es un avance.
El desafío de la Conferencia del Cambio Climático de París, la COP21, será que todos los países, sin excepciones, cumplan con los acuerdos climáticos y, siguiendo la metáfora, vayan dejando el cigarrillo. En la Tierra no hay espacio para un salón de fumadores.