1 de noviembre de 2021
Las aguas nunca se calman en el Líbano. Este pequeño país, que alguna vez fue bautizado como «la Suiza del Oriente Medio» por ser una plaza financiera apetecible para los negocios, ya hace tiempo que vive de turbulencia en turbulencia.
Un año después de la terrible explosión en el puerto de la capital Beirut que provocó la muerte de más de 200 personas, todavía no hay responsables ni se sabe exactamente qué sucedió. Por dicho motivo, las recientes protestas contra el Gobierno derivaron en enfrentamientos armados en las calles que recuerdan los comienzos de la cruenta guerra civil –entre 1975 y 1990– que provocó la muerte de decenas de miles de personas, el exilio de otras tantas y la virtual destrucción de una capital que estuvo físicamente dividida durante casi dos décadas: de un lado, la población musulmana y palestina; del otro, la cristiana.
Hace 16 años, en esta columna, describíamos desde Beirut las cicatrices de la guerra civil con sus edificios arrasados a la vista, la destrucción provocada por las numerosas invasiones israelíes y los monumentos que recuerdan los atentados y las diferentes masacres. Nada parece haber cambiado hoy, salvo que cerca de un millón de personas llegó desde Siria para escapar de la guerra civil y encontrar un lugar en un territorio con 7 millones de habitantes.
Las alianzas políticas suelen tener como línea divisoria la pertenencia religiosa, aunque en los últimos años se había modificado y partidos cristianos y musulmanes trabajaban codo a codo. Los recientes enfrentamientos recuerdan la división confesional de la guerra civil que, a pesar del paso del tiempo, todavía está muy fresca en la memoria colectiva. Como si esto fuera poco, el FMI le exige al Gobierno duras políticas de ajuste, como si no comprendiera que es una forma de agregar nafta al fuego.