26 de junio de 2022
Carlos Gardel es un invento. Pero no en un sentido metafórico, ese que plasmó maravillosamente Humberto Costantini en su poema «Gardel» («Para mí lo inventamos/Seguramente fue una tarde de domingo, con mate, con recuerdos, con tristeza, con bailables bajitos en la radio…/ Y nos salió glorioso, eterno como un Dios…»). Gardel es un invento de lo que hoy llamaríamos la maquinaria pop. Su obra desplegó progresivamente una modernidad que se advierte mejor en perspectiva. El 24 de junio de 1935, cuando el avión que lo conducía a Caracas explotó al iniciar el vuelo en Medellín, fue la fecha de la única barrera que encontró para no lograr su objetivo: conquistar el mundo.
Pasó de poner los cimientos del «tango canción» con «Mi noche triste» (1917) a utilizar con habilidad los medios de comunicación electrónicos que tenía a mano –la radio, el disco, incluso el cine– y que estaban fundando la industria del entretenimiento. Fue un experto en el uso de su propia imagen. Frente a la cámara, cuidaba hasta el mínimo detalle. ¿Alguien lo vio en alguna foto despeinado? ¿O en una situación engorrosa? Gardel sabía, con un genio que en nada mella su talento –al contrario, lo completa–, la importancia de lo que después se llamó marketing. Solo así pudo bajar, con la ayuda de su amigo Julio De Caro, que lo acompañaba al gimnasio de la Asociación Cristiana de Jóvenes de Buenos Aires, de 118 a 75 kilos. La tendencia a engordar lo desvelaba.
El lugar de nacimiento convocó teorías disparatadas. El entuerto de origen –una disputa de espíritu futbolístico entre uruguayos y argentinos– lo podría haber aclarado el propio cantor en cualquiera de las tantas entrevistas periodísticas. Sin embargo, su ambigüedad se extendió hasta en la final del Mundial de 1930 entre Argentina y Uruguay. Gardel dio su apoyo a los dos equipos. Medio siglo antes que Sandro o el Indio Solari, Carlitos vislumbró cómo el misterio alimenta el fuego de los ídolos.
No dudó en grabar en italiano, inglés, francés. Su estilo se floreó por un crossover feroz, entre canzonetas, shimmies, foxtrots, jotas, pasillos, fados y rumbas. Esa amplitud de pionero fue criticada. El poeta Carlos de la Púa lo cuestionó en una nota en el diario Crítica que enfatizaba: «Carlitos, ¡largá la canzoneta!». Pero el gran paso para la conquista fue el cine. La Paramount contrató al periodista Alfredo Le Pera para las historias y los contenidos de canciones, funcionales al guion. Surgió un repertorio eterno, con temas como «Melodía de arrabal», «Cuesta abajo», «Mi Buenos Aires querido», «Soledad», «Volver», y más. Si se tiene en cuenta que grabó casi mil piezas, esta producción es mínima. Pero hay razones por las cuales el cancionero de las películas es el más conocido de la obra. Una es artística: son canciones extraordinarias. La otra razón ofrece un costado más sutil: por consigna de la Paramount, Le Pera evitó los rasgos localistas.
A años luz de MTV, Gardel vislumbró el concepto del videoclip. Entre 1930 y 1931 filmó bajo la dirección de Eduardo Morera diez cortos, auténticos protoclips. Se proyectaban en los cines, como prólogo de los filmes. En su última etapa casi no pisó Buenos Aires. Actuó en teatros de Europa y dejó que el misterio se multiplicara a su alrededor. La prensa habló de novias por doquier, de que sus músicas las escribía un compositor fantasma, de su adicción a la noche y al juego. Él respondía con tangos, con la sonrisa imbatible y frases bien pensadas: «¿Novias? La única mujer de mi vida es mi viejecita».
Medellín lo proyectó a la eternidad. Es una torpeza decir que está muerto. Gardel, esa perfecta invención, vive. Vive en nosotros como un anhelo imposible, como el reflejo de lo que nunca seremos. Y, en el mundo de la canción (pop)ular, como una escuela de todas las cosas.