7 de septiembre de 2021
El último soldado estadounidense abandonó Afganistán el 30 de agosto y los medios de comunicación lo cubrieron como si fuera una película del Hollywood en la que el héroe se retira triunfante del campo de batalla. La realidad es que no hay festejos en la Casa Blanca, más bien la búsqueda de una explicación que permita evadir la sensación de derrota y fracaso.
Casi 20 años después de la invasión en septiembre de 2001, Washington abandona un territorio que nunca pudo controlar. Como suele suceder con la política exterior de los Estados Unidos los debates se centran en tratar de comprender qué falló a pesar de todos los esfuerzos y recursos invertidos. El 31 de agosto el presidente Joe Biden hizo un repaso de lo que definió como la «guerra más larga» de la historia de su país. Desde ya que no se puede pretender que reconozca que se invadió Afganistán sin mandato de Naciones Unidas ni que mencione a las personas que murieron por todas las bombas que arrojaron, pero aseguró que se acaba «la era de las grandes operaciones militares para rehacer otros países». Al viejo estilo colonial, en Washington impera la doctrina de «nation building», cuya traducción sería «construimos naciones». En el caso de Afganistán, Biden dijo que fracasaron en el intento de «crear un Afganistán democrático y unificado, lo que nunca se había hecho en siglos», aunque cabe recordar que nadie se los pidió. Se podría decir que fracasaron en tener un gobierno a largo plazo afín a sus intereses en una región clave del mundo. Tampoco convirtieron el país en un vergel a pesar de que estaban gastando unos 100 millones de dólares por día como reconoció Biden en su discurso. Es más, hace apenas un año, el entonces presidente afgano Ashraf Ghani decía que cerca del 90% de la población vivía en la pobreza. En pocas palabras, un fracaso total.