11 de enero de 2017
Magnate. Su llegada a la Casa Blanca revela una crisis del sistema global. (Emmert / AFP / Dachary )
Para analizar correctamente el resultado de las elecciones en Estados Unidos, es más preciso fijarse antes en quién perdió. Visto así, el triunfo de Donald Trump es el síntoma más evidente de que se quebró el espinazo de la globalización neoliberal y, por ello, cruje el capitalismo realmente existente en nuestros días.
Es que ha pasado algo totalmente anómalo, que no tiene que ver solo con lo electoral, sino con una crisis sistémica total. El plan globalizador siempre fue transformar el mundo en una red de centros financieros tipo Londres o Nueva York, esparcidos por todo el mundo. En torno a cada uno de esos nodos, se agolparía la oligarquía financiera y una, cada vez más escueta, clase media, protegidos, todos ellos, por legiones de desclasados a sueldo y apoyados por no muy numerosos staffs de administradores y profesionales y equipos tecnocientíficos. El resto de la humanidad (es decir, no menos de 6.000 millones de personas) se agolparía en torno de estos centros. Así se venía diseñando el «nuevo mundo» de la globalización desde Bill Clinton, y a ello era a lo que debía dar continuidad Hillary.
Claro que esta estrategia tenía entre sus «perdedores», además de las tres cuartas partes de la humanidad, a los pocos pero todavía muy poderosos magnates remanentes del ya atrasado esquema de dominación del siglo XX, el del imperialismo con sus grandes monopolios industriales atados al Estado estadounidense a través del complejo militar industrial y los grandes bancos. Los nombres de aquella época eran Rockefeller, Carnegie, Morgan, Standard Oil, Ford, General Motors, Chase Manhattan, Bank of America, Banca Morgan. Eran los tiempos del gran sueño «americano», del uso de la banca estatal como reaseguro de la operabilidad financiera, de la articulación salarial con los sindicatos cómplices de la AFL-CIO y del juego bipartidista de demócratas y republicanos, mediante el que se administraban los roces competitivos hacia el interior del imperialismo estadounidense. Tiempos de keynesianismo en tensión con liberalismo, con un poderoso mercado interno, una alta tasa de ocupación industrial y balanza comercial favorable.
Todo este esquema resultaba un estorbo para la nueva dinámica financiera de alta desregulación, hasta la cuasi inexistencia económico-financiera de los Estados nación como estructura política soberana. Más aún su desaparición era (y es) condición sine qua non para el logro del plan de la red de cities financieras ágiles y flexibles.
Esta contradicción de sectores capitalistas empezó desde la constitución misma de esta etapa del capitalismo llamada globalización, allá por fines de los 80, pero, el primer golpe que les asestó la nueva estrategia globalista a aquellos grandes barones imperialistas del siglo XX fue el de la desterritorialización industrial en masa, con radicación preferencial en China, minándoles a los grupos imperialistas industrialistas su base de apoyo geodemográfica. El segundo gran golpe fue la hiperliberalización comercial a nivel global impulsada por la Organización Mundial del Comercio y los tratados ómnibus de libre comercio que, en esas condiciones de desventaja competitiva, hicieron que EE.UU. solo pudiera mantener sus tasas de ocupación con el hiperdesarrollo de los servicios y el consumismo artificialmente sostenido con la burbuja crediticia. Esa burbuja tuvo su primer gran estallido en 2008 y, a partir de allí, el enfrentamiento entre el «nuevo capitalismo financiero globalizador» y el «viejo capitalismo imperialista rezagado» empezó a tener más visibilidad. Todo ello está muy inteligentemente estudiado por los argentinos Gabriel Merino y Walter Formento en sus libros pioneros en este sentido (incluso a nivel internacional) Crisis financiera global y en la reciente publicación de Formento con el holandés Wim Dierckxsens, Geopolítica de la crisis económica mundial.
De todos modos este intento de volver a los «años dorados de la posguerra», que parece ser el objetivo de los que están detrás de Trump, aunque contenga destellos de racionalidad frente a la locura desenfrenada del grupo globalizador, no deja de ser tan irracional como su adlátere. La derrota de Hillary es un signo de la magnitud de la crisis. Trump es, en todo caso, un efecto inevitable (e impredecible), pero, finalmente, preferible a lo que hubiera sido la extensión de la globalización financiera pura y dura, sin solución de continuidad. Habrá que ver muy atentamente cómo se desarrollan los acontecimientos a partir de ahora. Nadie dijo que todo esto iba a ser fácil, pero se abre una inmensa oportunidad para cambios sistémicos.