26 de agosto de 2015
El desborde de los ríos en San Antonio de Areco, Arrecifes y Luján provocó un intenso debate nacional en el que hubo reparto de culpas por el drama. El hecho, sin embargo, reveló el déficit de políticas de Estado en torno a algunos de los problemas más acuciantes para la población. Una primera explicación con tintes científicos fue inscribir a estas inundaciones en el marco del cambio climático, que provoca lluvias desproporcionadas y recurrentes como las de principios de agosto –esta vez Luján se inundó dos años consecutivos– y en otras regiones sequías devastadoras. Algunos especialistas hablaron del llamado fenómeno de El Niño, que en ciclos de entre 3 y 7 años modifica la distribución de las precipitaciones en todo el planeta.
Durante esos días intensos de discusión mediática aparecieron también críticas por la falta de obras de infraestructura para evitar las inundaciones y sus consecuencias. Pero también por las obras realizadas… Es decir, por emprendimientos privados en el delta del Paraná que afectan de un modo crucial el escurrimiento de las aguas en la desembocadura del río Luján, donde unas 9.200 hectáreas de humedales resultaron invadidas por barrios privados. Se reveló, asimismo, la existencia de por lo menos 90 canales clandestinos río arriba, construidos por terratenientes para que los campos más fructíferos no queden anegados ante cada tormenta.
En tal sentido, la deuda pendiente con la sociedad es importante. Durante los 90 muchas de las instituciones estatales fueron reducidas o directamente eliminadas en pos de un concepto neoliberal que reclamaba sustituir lo público por supuestas soluciones privadas. El caso de las problemáticas ambientales es un ejemplo típico de por qué hay cuestiones que exigen que dependencias pertenecientes a la sociedad sean las que se encarguen de estudiar y advertir sobre los peligros que pueden desencadenar determinadas decisiones gubernamentales. Y por qué es necesario que, además, se escuche y se responda ante los requerimientos de quienes tienen el conocimiento como para determinar las políticas más adecuadas.
Esto excede a nuestro país. Hace 10 años el huracán Katrina provocó una tragedia en los distritos más pobres de Nueva Orléans como no se recuerda en la historia de Estados Unidos. Lo que dejó como corolario aquel evento fue la ausencia del Estado, que no solo no tomó medidas cuando fue advertido de lo que se venía sino que luego no hizo nada para remediar la situación de las víctimas.
Lo contradictorio es que hay investigadores dedicados al tema que, por otro lado, son pagados por la sociedad a través de los impuestos. En la Argentina hay expertos de fuste en el Conicet y en universidades públicas que vienen alertando no solo acerca de los fenómenos climáticos, sino también sobre la necesidad de regular la construcción de barrios privados en la zona de Tigre y controlar que los productores rurales no construyan desvíos de agua irregulares.
Pero si las urgencias políticas o electorales priman en las decisiones en cada distrito porque se necesitan los recursos que proveen los emprendimientos o la producción agropecuaria; o si se aprueban proyectos urbanos del tamaño de ciudades sin contemplar el impacto que producirán en el medio ambiente; o peor aún, si se cree que «la mano invisible del mercado» puede aportar las respuestas y que no es bueno alterar el «clima de negocios», lo único que cabe esperar es dramas mayores.
Es cierto que faltan obras, y se sabe que en general esas obras de infraestructura no son visibles y por lo tanto pueden no aportar a la hora de ir a las urnas. Y que muchos de los daños ambientales se generan en el contexto de extendidos sistemas de corrupción. El cambio climático existe, el fenómeno de El Niño existe, pero ¿qué se hace para prevenir o remediar sus consecuencias? Ante tamaño desafío es esencial contar con políticas de Estado dictadas sobre la base del estudio científico para que la tormenta no aparezca como una sorpresa desagradable.