1 de diciembre de 2021
Tras la antigua idea de la «crisis de la educación pública» se esconden diagnósticos muy diferentes acerca de las causas y estrategias de superación del supuesto estado terminal de la vida escolar. Las élites comprometidas con un proyecto educativo de mercado, tecnocrático y autoritario se atrincheran en el concepto de «calidad educativa» y hacen saber que para ellas una buena educación sería el equivalente a lograr resultados aceptables de operativos estandarizados de evaluación. Memorizar, repetir y acertar serían las claves de la calidad, y tal concepción –presentada como novedad pero que nació en la educación tradicional del medioevo– no solo dice qué deben aprender los y las estudiantes sino qué, y sobre todo para qué, deben enseñar las y los docentes: para competir (y ganar), para obedecer (y repetir), y en especial para no pensar, ni sentir, ni expresar.
Los sectores que conciben a la educación como una práctica capaz de formar personas solidarias, autónomas e íntegras, capaces de apropiarse críticamente de conocimientos socialmente valiosos, pero también de aprender a participar y comprometerse con un proyecto colectivo advierten la necesidad de producir cambios significativos en la organización escolar, la construcción del currículo, el proceso de trabajo docente, la relación pedagógica.
Tales perspectivas antagónicas existen y disputan el sentido común ciudadano, pero, como tantas otras batallas interpretativas, han entrado en pausa desde la irrupción del COVID-19 y, sobre todo, la estrategia sanitaria de la cuarentena.
Lo que la experiencia que estos dos años puso sobre la mesa es que, más allá de los cambios que deben ocurrir en el sistema educativo y sus instituciones, las escuelas volvieron a ser el lugar de acompañamiento, cuidado, reconocimiento, contención y aprendizaje de niñas, niños, jóvenes y adolescentes en tiempos desangelados.
Las relaciones entre los hogares y las escuelas permitieron forjar una comprensión más clara de la relevancia de las instituciones escolares y del papel de los y las educadoras, tan maltratados por las voces autorizadas de la posición que se propone –sin poder confesarlo abiertamente– desmantelar a la educación pública.
Es cierto que muchos de las y los educandos en estos dos años perdieron toda conexión con la institución escolar, y tal dolorosa realidad es un llamado al Estado que debe asegurar el derecho a la educación. Pero con este déficit debe contabilizarse el enorme esfuerzo de las comunidades educativas para estar con los educandos y educandas potenciando una pedagogía del cuidado y de la ternura.
En camino hacia la pospandemia está planteado un debate sobre cómo será la escuela del porvenir. Se reactualizan viejas discusiones en un contexto que combina los aprendizajes de la pandemia con las novedades impuestas por la IV Revolución Industrial. Las nuevas técnicas y tecnologías permiten entrever grandes transformaciones en la vida de las sociedades, aunque, dadas las relaciones actuales, se advierten dos efectos negativos. Por un lado, un gran porcentaje de personas excluidas del derecho a los avances tecnológicos; por el otro, un universo de privilegiados que consumen acríticamente la tecnología disponible.
Este desafío plantea así dos objetivos imprescindibles: la democratización del acceso a la tecnología (que todas y todos tengan dispositivos, conectividad y plataformas gratuitas) y, segundo, que puedan utilizar de manera crítica las tecnologías.
Pero aún con estos elementos, siguen vigentes las grandes preguntas de la educación acerca de qué tipo de ser humano y de sociedad debe formar la escuela. Esta y otras preguntas ponen en el foco las cuestiones más significativas para rehacer la escuela. La discusión no es instrumental, sino ético-política y pedagógica. Entre una pedagogía del sometimiento y una pedagogía de la libertad se dirimirán las próximas luchas en torno a las nuevas configuraciones de nuestro sistema educativo.