9 de mayo de 2023
El título de esta nota, que podría ser enigmático, se aclarará, espero, en su desarrollo. La reciente edición 47 de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires da para pensar en las diferentes formas de censura que se ejercieron sobre los libros y los stands durante los negros años de la dictadura de 76-83.
No estaba en Buenos Aires durante la Feria de 1976, pero me cuentan que días antes de su inauguración, que habría de suceder poco después del golpe de Estado cívico-militar, los stands fueron visitados por militares acompañados con irrestricta complicidad por personal de la Feria (todavía no existía la Fundación El Libro) que señalaban los títulos que debían ser retirados de la exhibición y venta.
En la edición de 1977, tampoco pude estar: Kuki Miler, mi socia en Ediciones de la Flor y compañera de vida por entonces, y yo, estábamos detenidos a disposición del Poder Ejecutivo en una celda de Seguridad Federal de la calle Moreno, en virtud de un decreto que siguió al de prohibición de un libro infantil. Era Cinco dedos, de autoría anónima (lo firmaba el Colectivo de Libros para Niños de Berlín… Occidental, era la época del Muro), una versión actualizada de la fábula según la cual «la unión hace la fuerza».
En esa Feria, marcada por el miedo como casi todo en la Argentina de ese momento, circuló una petición requiriendo nuestra libertad en términos sumamente comedidos: nadie se animó a firmarla hasta que lo hicieron Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, garantía de «no zurdaje». Ella nos conocía porque habíamos publicado su cuento para chicos El caballo alado.
A nuestra liberación siguió un exilio de casi seis años en Venezuela, del que regresé para estar en la exposición de 1983, tras la derrota en Malvinas, una vez abierto el juego político y convocadas las elecciones para octubre de ese año.
Imbuido de la firme democracia venezolana y las amplias libertades vigentes en el país de mi exilio, se me ocurrió que las blancas mamparas que demarcaban el stand de Ediciones de la Flor fueran «decoradas» con grafitis escritos con marcador por la gente que trabajaba en la editorial. Algunos fueron sugeridos por nosotros, los editores, pero la mayor parte eran libres y ponían de manifiesto el apetito por expresarse de la gente ante el inmediato fin de la dictadura.
Por entonces, los puestos debían estar listos 48 horas antes de la inauguración. Ese lapso, destinado supuestamente a alfombrado y limpieza, se empleaba en realidad para el control de lo exhibido por una Comisión de Reglamento de la Feria (no recuerdo su denominación exacta), que integraban un librero del interior, algún editor y funcionarios de la administración: desde sus inicios el director de la Feria era Roberto Castiglione, que había sido profesor en el Colegio Militar y estaba profundamente compenetrado con lo castrense.
La Comisión citó para un encuentro en el stand a un representante de la editorial para uno de esos días. Sospechando que se venía un acto de censura, fui acompañado por un escribano amigo que se presentó como socio de la editorial y un fotógrafo de la revista Siete Días, que había ingresado al predio para registrar el stand de Editorial Abril.
Ante tamaño despliegue de registro, los censores «arrugaron» (como se dice vulgarmente) y se limitaron a expresar su preocupación: los grafitis podían incentivar al público a agregar inscripciones «peligrosas». La advertencia fue inspiradora. Se nos ocurrió entonces poner un atril con grandes hojas de papel y marcadores y bolígrafos para que los asistentes escribieran lo que se les ocurriera.
El resultado fue avasallador: hojas y hojas fueron completadas con textos y dibujos durante los días que duró el evento, con contenidos dispares, muchos de ellos muy reveladores, lo que nos motivó a armar después un libro con lo mejor de lo reunido. Marta Merkin, brillante periodista y fotógrafa, hizo la selección sentada en el piso de la oficina de De la Flor, armada de tijeras y pegamento.
La antología apareció para la edición de 1984 con el título de Escrito en la Feria: fue una gran satisfacción publicarla pero no se vendió mucho. La prueba es que en esta Feria, 40 años después, todavía hay ejemplares a la venta en el stand y, en conmemoración, se repite la posibilidad de escribir o dibujar en los paneles que están a disposición de la gente. Se verá, en el momento del cierre, si la libertad de expresión imperante desde entonces no reduce la necesidad de utilizarlos.
Años más tarde, en un gobierno democrático se intentó (sin éxito) ejercer la censura. En 1989, pleno menemato, se solicitó a los editores de la traducción al castellano de los Versos satánicos de Salman Rushdie, publicada poco tiempo antes, que no exhibieran el libro porque ya había sido condenado junto con su autor por la fatwa de la dictadura de Irán, y su exposición hacía peligrar importantes compras de arroz que la República Islámica estaba por concretar.
La respuesta de los participantes fue casi unánime: en la mayoría de los stands exhibimos un ejemplar del libro condenado. No tengo la menor idea acerca de si, a pesar de eso, nuestro arroz llegó a las mesas de Teherán.
En ediciones más recientes de la Feria se vetó la instalación de algunos stands que preconizaban el negacionismo acerca de la dictadura o que tenían pensado presentar libros con ese contenido. Pero eso no se puede considerar censura, sino la muy legítima defensa propia.
Histórica. Una vista panorámica de la Feria del Libro de 1976, cuando la dictadura comenzó a ejercer su nefasto control sobre el material exhibido.
Foto: Fundación El Libro