13 de marzo de 2023
El papa argentino completa una década al frente de la Iglesia. Sus intentos de cambiar la relación con la sociedad y su participación en la política internacional.
Luces y sombras. Francisco se hizo de aliados y enemigos dentro y fuera de la institución eclesiástica.
Foto: Télam
Con la elección de Jorge Bergoglio, entonces cardenal de Buenos Aires, el 13 de marzo de 2013 se produjo un acontecimiento de enorme importancia no solo para la larga historia de la Iglesia católica romana sino para la Argentina y para la comunidad internacional. Por primera vez un latinoamericano accedía a la máxima responsabilidad dentro del catolicismo, pero ello ocurría además en una situación también excepcional: la renuncia de Joseph Ratzinger (Benedicto XVI) al pontificado.
¿Por qué Bergoglio? No hay una sola respuesta. Distintos elementos confluyen para comprender las razones que llevaron al entonces arzobispo de Buenos Aires a convertirse en el papa Francisco.
No puede soslayarse que la renuncia de Ratzinger estuvo motivada en el hecho de que el alemán no pudo afrontar cuestiones críticas para el catolicismo entre las que se suman la proliferación de denuncias por los abusos sexuales de ministros eclesiásticos en todo el mundo, el pésimo manejo de las finanzas vaticanas con graves consecuencias financieras para la Santa Sede y la creciente pérdida de fieles. Ratzinger buscó –sin hallarlas– soluciones para todos estos temas en su entorno, apoyándose en los sectores conservadores y, muy particularmente, en la curia romana. No las encontró y ello precipitó su renuncia, casi como una demostración de impotencia.
En el cónclave convocado para elegir sucesor los cardenales llegaron a la conclusión de que el nuevo papa tendría que llegar «desde afuera» del Vaticano y de Europa. América Latina es la región del mundo con mayor feligresía católica y, por su tradición teológica y pastoral, mantiene una relación de cierta autonomía respecto de la centralidad vaticana. La candidatura de un cardenal latinoamericano se fortaleció en ese escenario. Siendo el episcopado brasileño el más numeroso e influyente de la región sería lógico que uno de sus cardenales surgiera como candidato. Pero habría sido un cambio demasiado radical, también por la orientación mayoritariamente progresista del episcopado brasileño.
Así lo entendió el cardenal de San Pablo, Claudio Hummes, quien se convirtió en el principal promotor de Bergoglio para el papado. Hummes y Bergoglio habían edificado una amistad muy sólida durante la conferencia de los obispos latinoamericanos celebrada en Aparecida (Brasil) en 2007. Bergoglio, que siendo argentino era el menos latinoamericano de los latinoamericanos, se «hizo» latinoamericano en Aparecida, donde tuvo un papel protagónico y reconocimiento de sus pares, y emergió como el candidato.
Antes de la última ronda de votaciones en el cónclave, y cuando la elección de Bergoglio aparecía como inminente, Hummes le recordó: «No te olvides de los pobres».
Transformación en Roma
En Argentina, Bergoglio no habría sido señalado como un «progresista», aunque no se podría negar su sensibilidad por los temas sociales y su compromiso con los pobres. Tampoco tuvo elocuentes enfrentamientos con el poder económico o corporativo, aunque sí entredichos con la dirigencia política gobernante. Pero también es cierto que la designación como Papa lo transformó. La primera señal fue la elección de su nombre: Francisco, recordando a Francisco de Asís, un santo que en el catolicismo es paradigma de entrega a quienes sufren y nada tienen. El primer viaje de Bergoglio como pontífice fue a Lampedusa, el 8 de julio de 2013, para encontrarse allí con los «descartados», inmigrantes ilegales que intentan ingresar a Europa y denunciar allí la «globalización de la indiferencia».
Estos primeros pasos marcaron el rumbo. Sin abandonar su lugar de líder religioso, Francisco eligió ser vocero de los pobres y descartados, y de alguna manera lo certifican sus discursos en todo el mundo. También ante la asamblea de Naciones Unidas (25 de septiembre de 2015), donde criticó al sistema financiero internacional, la «pobreza extrema» de quienes viven «privados de cualquier derecho» y advirtió sobre la crisis del medio ambiente.
Dos encíclicas, Laudato sí, sobre el «cuidado de la casa común» y el medio ambiente (2015) y Fratelli tutti (2020) sobre la «fraternidad y la amistad social», sirvieron para fijar las bases doctrinarias del discurso papal.
Pero también la alianza que Francisco trazó con los movimientos sociales a cuyos representantes invitó a Roma en varias ocasiones y a cuyo encuentro acudió en Cochabamba (Bolivia) el 9 de julio de 2015. Expresando también su apoyo a propuestas como la reducción de la jornada de trabajo y el salario básico universal. A ello hay que sumar la constante denuncia de las injusticias y la –en muchos casos silenciosa– labor diplomática en favor de la paz en el mundo que convirtieron a Bergoglio en un referente indiscutible de la política internacional desde su lugar de líder ecuménico.
Francisco ha sido criticado en general por las derechas y los sectores conservadores que se sienten defraudados porque desde antaño consideraron al catolicismo como uno de sus principales aliados. Les molesta el discurso y la actitud del Papa «llegado desde el fin del mundo». Pero hacia adentro de la propia iglesia también resisten quienes desconfían de la apertura de Bergoglio hacia la Teología de la liberación –aunque no la promueva–, sus posiciones de respeto frente a las elecciones sexuales, la mayor incorporación de las mujeres en la vida institucional de la iglesia y la limpieza que produjo en los manejos financieros del Vaticano, entre otros muchos temas. Le reclaman que, pese a su «espíritu misionero», no ha logrado revertir la tendencia a la baja de la feligresía católica en el mundo. También están quienes desde otro lugar le reprochan la «tibieza» para resolver y condenar los abusos sexuales de los ministros eclesiásticos y la «lentitud» en generar transformaciones en la conducción de la iglesia. En torno a esto se han organizado varias campañas intentando incluso hacerlo renunciar. No parece ser el camino elegido por Bergoglio. Diez años después de asumir el Papa impulsa una instancia de tipo «asambleario» en un organismo jerárquico como es la Iglesia católica. Proceso que él mismo ha designado como «el camino sinodal» y que apunta a generar nuevas transformaciones en el ser y el quehacer de la institución católica. Mientras tanto y para disgusto de sus críticos, afirma: «no se me ha pasado por la cabeza renunciar», como le confió recientemente a los jesuitas de la República Democrática del Congo y Sudán del Sur.