9 de marzo de 2016
El delantero del Barcelona se convirtió en un fenómeno global, gracias a sus goles en abundancia y a su especial carisma. La devoción en Uruguay y sus polémicas dentro de la cancha.
En la terminal Tres Cruces de Montevideo, dos chicos corren, bajo la mirada de sus padres, por la plataforma a la espera de los micros. No se conocen. Hay un punto en común: uno tiene la camiseta del Barcelona con los colores tradicionales, la blaugrana, y el otro con la de la senyera, la bandera catalana amarilla y roja, y ambos un apellido en la espalda: Suárez. Luis Suárez, el delantero uruguayo que integra el mejor tridente de la historia del club, con Lionel Messi y el brasileño Neymar, es un boom en su país y en el mundo. Un jugador que destella por sí solo. Suárez es el goleador de la Liga de España y se encamina a superar su mejor registro en una temporada: 49 goles en el Ajax de Holanda en la 2009/10. Ya pasó, ahora, los 40. En la temporada 2013/14, antes de llegar al Barcelona, marcó 31 goles en la Premier League con el Liverpool y compartió el Botín de Oro, que premia al máximo goleador de las ligas europeas, con Cristiano Ronaldo.
«El fenómeno Suárez ha trascendido generaciones. Acá es lo más parecido a lo que sucede con Maradona. Es el ídolo que hacía tiempo el uruguayo buscaba, en el que los chiquilines depositan esa energía que otros no pudieron, no supieron o no quisieron cargar. Es un personaje literario, de inspiración popular, como la murga y la canción. Sabe ser ídolo, y también sabe que no es ejemplo porque no debe serlo», dice Agustín Lucas, defensor de Miramar Misiones y poeta, desde Montevideo. Además de Cruzando la línea, su autobiografía, se publicaron los libros El pistolero, de Luca Caioli; La fuerza de un sueño, de Antonio Fuentes; y Ser Luis, de Ana Laura Lissardy. En la presentación de los Rolling Stones en el estadio Centenario de Montevideo, Mick Jagger dijo: «Luis Suárez me mandó su camiseta, la de la Celeste. Gracias, Luis. Todavía sufro tus goles…». Porque en el Mundial de Brasil 2014, Uruguay le ganó 2-1 a Inglaterra con dos goles de Suárez.
De chico, Luis González, el coordinador de las inferiores de Nacional, lo llamaba el Bruto, por la potencia y la fuerza con que encaraba a los defensores y los pasaba por arriba. Pero cuando tenía la edad de los chicos que usan hoy la camiseta del Barcelona con su apellido, Suárez cuidaba coches para ayudar a su madre y 6 hermanos. «Ahora lo valoro todo mucho más, y no me avergüenza explicar las cosas que hacía para tener un plato de comida». Estuvo a punto de dejar el fútbol después de que sus padres se separaran y Sofía, su novia, se mudara con la familia a Barcelona. Tenía 15 años, a veces no le alcanzaba para viajar de Solymar, su barrio, a Montevideo, y recorría los más de 20 kilómetros a pie. «¿Cómo voy a poder ir a visitarla a Barcelona desde Uruguay?», se preguntaba por las noches, mientras veía los goles de Gabriel Batistuta, su referente. Suárez vive hoy con Sofía en Barcelona. Con su hija, Delfina, juega en los ratos libres a la pelota.
Fuera de juego
«Sofi me salvó la vida –admitió en su autobiografía–. Antes de conocerla tenía la costumbre de salir hasta tarde sin preocuparme del entrenamiento. Siempre lo lamentaba, y los compañeros que no habían salido de noche y habían entrenado jugaban mejor y yo quedaba afuera». Es que en la carrera de Suárez figuran, también, episodios críticos. Su ímpetu para jugar, por caso, una vez se transformó en furia para morder al rival. En Holanda, le clavó los dientes al marroquí Otman Bakkal, en 2010. En Inglaterra, al serbio Branislav Ivanovic, en 2013. Y en el último Mundial, al italiano Giorgio Chiellini, lo que derivó en una suspensión de 4 meses y 9 partidos sin jugar. También fue penado con 8 fechas por insultos racistas al francés Patrice Evra. «No, absolutamente no soy racista. Me dolió mucho. La palabra negro no significa lo mismo en español que en inglés», sostuvo. Este año, el 7 de enero, en el clásico catalán ante el Espanyol, le enrostró sus títulos al arquero Pau López y protagonizó una pelea camino al vestuario. «¡Vengan, son todos una mierda!», les gritó. La competitividad, en ocasiones, le juega malas pasadas.
Suárez encajó a la perfección con Messi –y Neymar– en el ataque del Barça después de las salidas de importantes jugadores. «Messi y Neymar tomaron como una señal que yo haya venido a ayudarlos y no a competir. No hay envidia entre nosotros. Sabemos de nuestras fortalezas y jugamos para que Barcelona gane trofeos», comentó. El penal que ejecutó Messi como una asistencia para Suárez es el resultado de la química que existe entre los sudamericanos. «Messi y Neymar son los mejores. Yo soy uno del montón», suele repetir. Suárez es un delantero que corre como un desaforado, que cree que carece de talento, y podría ser considerado, en cambio, como el futbolista más destacado de la actualidad. De jugar descalzo en su Salto natal, trabajar de cuidacoches y estar demorado en el aeropuerto la primera vez que viajó a Barcelona a los 16 años para visitar a su novia, a ser un crack entre cracks. «Jugar con esos monstruos y encima llevarse bien y hasta ser amigos es un aliciente fenomenal –cierra Agustín Lucas–, pero hace años que Suárez brilla con su propia luz. El jugador nace para ser ídolo, y el ejemplo más tácito y auténtico es equivocarse y volver a nacer como el Ave Fénix».
—Roberto Parrottino