12 de agosto de 2021
Las Leonas, el vóley masculino y los Pumas lograron las únicas medallas. El rol de los clubes y las políticas de Estado, aspectos clave de cara al futuro.
Volver con la de plata. Pese a perder la final con Países Bajos, el seleccionado de hóckey sobre césped femenino regresó a un podio tras 9 años. (Poujoulat/AFP/Dachary)
El 24 de septiembre de 2000, durante el medal round de los Juegos Olímpicos de Sidney, la selección femenina de hockey sobre césped salió a la cancha con una leona en el pecho. La Argentina le ganó 3-1 a Países Bajos. Nacieron las Leonas, que serían medalla de plata pero que, sobre todo, además de una leyenda, serían una organización y un concepto. La continuidad de esa historia en Tokio 2020 –otra vez con medalla de plata, con Países Bajos de rival en la final–, las ubica como una de las selecciones argentinas más influyentes, deporte por deporte, en los últimos 20 años; acaso junto con la de básquet. Seis Juegos Olímpicos, cinco medallas y, como efecto, el reflejo que generan en las pibas de todo el país a las que inspiran para jugar con una bocha.
La plata conseguida por las Leonas, bajo la conducción de Carlos «Chapa» Retegui, fue el lugar más alto en el podio para una representación argentina que en Tokio cosechó solo tres medallas. Además del hockey, el rugby nacional consiguió su primer bronce en la modalidad seven y el vóley repitió la medalla de Seúl 88, contra Brasil, 33 años después. Los equipos, una costumbre argentina, salvaron el final de estos Juegos Olímpicos en pandemia que habrían debido llevarse a cabo en 2020. Hasta el equipo de básquet, sin haber avanzado más allá de cuartos de final, entregó un momento de emoción con los aplausos a Luis Scola –quien ya se retira–, emblema del juego en equipo.
Un primer balance para el olimpismo argentino de tener un matiz: no solo se mide la producción en medallas. Básicamente porque no todos los deportes –y habría que decir que muy pocos tenían ese objetivo– fueron a buscarlas. Hay atletas y disciplinas que acaso tienen la perspectiva de superarse, encontrar su mejor versión, y eso puede ser un podio o no. En todo caso, no encontrar esa mejor versión, o incluso tener una marca o desempeño menor a la habitual, puede ubicarse en el casillero de lo negativo. Existe sí una excepcionalidad con los deportes por equipos, donde siempre se va por más. Ahí es donde se encuentra quizá la energía extra, donde se ve la tradición y el empuje de los clubes argentinos.
Paula Pareto fue a Tokio para defender el oro en judo, pero a pesar de la esperanza que siempre entrega su experiencia sabía que no iba a llegar en su mejor forma. Se alcanzó el diploma. Lo mismo que para la dupla Cecilia Carranza y Santiago Lange, campeones olímpicos en Río 2016 en Nacra 17, históricos en los Juegos pero con la claridad de que la preparación, debido a la pandemia, no pudo ser la mejor. La vela entregó otros diplomas con Victoria Travascio y María Sol Branz, en 49ers FX, y Facundo Olezza, en la clase Finn. Agustín Vernice, con debut olímpico en canotaje, K1 1.000 metros, también fue diploma. Al igual que Lucas Guzmán, que en sus primeros Juegos Olímpicos terminó quinto en taekwondo 58kg.
Delfina Pignatiello, a los 21 años, también tenía su primera experiencia olímpica. Quizá se trató de eso y nada más. Es cierto que estuvo por debajo de sus tiempos en 800 y 1.500 metros, pero le queda el recorrido. Para la cordobesa Romina Biagioli el logro fue haberse clasificado en triatlón y haber llegado a la meta. Lo hizo entre lágrimas. Había clasificado a Tokio 2020 después de haberse quebrado una costilla y fisurado otra. Su hermana, Cecilia Biagioli, terminó 12º en aguas abiertas y completó sus quintos Juegos Olímpicos a los 36 años. Es la atleta argentina con más participaciones. En 2012, tuvo que dejar de competir para ser madre. Quiso volver, pero no pudo clasificarse a Río 2016. Regresó en Tokio. Hay otras historias. La esgrimista Belén Pérez Maurice tenía como meta estar entre las primeras 15 de sable femenino. No logró su objetivo, terminó 30º. Fue su tercera participación olímpica.
Cuestión de sistemas
Pero más allá de las puntualizaciones, lo que queda es que se trata de la peor cosecha de medallas desde Barcelona 92. La etapa más difícil fue sin dudas la que transcurrió entre Montreal 76 y Los Angeles 84, y se logró una lenta recuperación en Seúl 88. Pero fue en Sidney 2000, con cuatro medallas (aunque sin oros) como no sucedía desde Helsinski 52, donde comenzó cierto despegue que tuvo su gran momento en Atenas 2004 (dos oros de dos equipos, el fútbol y el básquet) y Beijing 2008, las dos segundas mejores actuaciones olímpicas argentinas, con seis medallas en cada Juego, solo superadas por las que ocurrieron en Ámsterdam 1928, Berlín 1936, y Londres 1948.
Sin embargo, no es una cuestión de contar medallas que, muchas veces, se logran por el esfuerzo (además del talento) de atletas que atraviesan diversas dificultades. El último año una cuestión importante fue la pandemia y las restricciones que existieron para entrenar; pero el mundo todo fue un desorden. Otro aspecto del último tiempo fue la desfinanciación del Ente Nacional de Alto Rendimiento Deportivo (ENARD), cuya autarquía resolvió Mauricio Macri cuando le quitó el impuesto del 1% a la telefonía celular que lo alimentaba y comenzó a inyectarle dinero desde el Tesoro Nacional con presupuestos que año tras año perdieron frente a la inflación. El Gobierno de Alberto Fernández, atravesado por el golpe brutal de la pandemia, nunca lo repuso. Dicen que está en agenda.
Pero ni siquiera este último punto alcanza para explicar por qué el olimpismo argentino se fue de Tokio en el puesto 72. No es solo una cuestión de dinero, también se requiere infraestructura y políticas de largo plazo que permitan a los atletas enfrentar una carrera que tiene cuatro años de duración –serán tres hasta París 24– en algunos casos, ocho en otros, y quizá doce años para los más chicos. Se trata de políticas que equilibren desigualdades. Sin esas políticas, ¿cuál es la realidad del olimpismo argentino? La que se vio en Tokio 2020 y durante tantos otros Juegos. Es interesante lo que le dice Jon Uriarte al periodista Andrés Burgo en el sitio eldiarioar.com: «Trabajé ocho años en Australia, que solo tiene 25 millones de habitantes, y está sexto en el medallero. Y también conozco cómo trabaja Cuba, que en Tokio quedó en el puesto 13. Uno no tiene dinero y el otro sí, pero los dos tienen un sistema deportivo. En Argentina estamos en deuda en lo institucional».
Los clubes sociales, sin embargo, tapan esas deficiencias. Esa es la red que otorga competitividad cuando se trata de equipos. Pero la falta de sistema, cuando ya los clubes no alcanzan, deja a la intemperie a los deportes individuales, menos visibilizados por los grandes medios de comunicación, dedicados al show del fútbol. Las Leonas son un sistema en sí mismas. Son los clubes y es una continuidad. Para pensar en París 2024 hay que hacerlo desde ahora.