11 de enero de 2023
Los jugadores y los hinchas alimentaron un idilio que se sostuvo más en las redes sociales que en los medios tradicionales. El corazón de la fiesta popular.
Foto: Télam
Van a pasar las décadas y se seguirá hablando de los agónicos penales contra Países Bajos y Francia, del «¿qué mirá bobo?», del Topo Gigio a Van Gaal, de la bella arquitectura de muchos de los goles argentinos, del milagro del pie del Dibu Martínez en el último suspiro de la final y, sobre todo, de la consagración de un héroe definitivo: Lionel Messi. Qatar 2022 fue, qué duda cabe, la postal de la felicidad: nunca el pueblo argentino se mostró tan exultante en un mundial. Nunca existió tanta cohesión entre la gente y un equipo.
Fue una identificación instantánea, transversal y policlasista. Chicos y chicas, desocupados, pobres y ricos, jóvenes, ancianas y ancianos vibraron en una misma sintonía. Fueron los protagonistas de la «Fiesta» de Serrat, pero durante infinidad de días. Las millones de almas que salieron a las calles, cuidándose los unos a los otros, con la esperanza de saludar la caravana de los campeones, representaron el corolario de un mes suspendido en la montaña rusa de la pasión.
¿Por qué semejante amor hacia estos muchachos, muchos de ellos con más kilometraje en Europa que en Argentina? Fue una conjunción de factores. Primero, el factor Messi: el capitán cosechó la siembra de casi dos décadas de descollar en el fútbol de élite y, con la precuela de la Copa América obtenida en el Maracaná, llegó a Qatar con la consciencia de que era su última oportunidad con la selección argentina. En la nobleza y gallardía del rosarino –para jugar, para declarar, para procesar críticas– se condensó un deseo global: casi todos –hasta brasileños, chilenos y uruguayos– necesitaban verlo levantar la copa.
Comunicación directa
La justicia poética del final feliz no debería hacer olvidar que Messi fue defenestrado por cierta prensa local, la misma que vio en Qatar cómo se debilitó su poder. Los jugadores optaron por priorizar su propia vía de comunicación en posteos que los muestran cercanos y cotidianos. Vulgares, para utilizar un término con que un escriba al acecho calificó a Messi. Los mejores momentos periodísticos –en su frescura e impacto– ocurrieron por fuera de la órbita de los Liberman y los Vignolo.
La nota que el Kun Agüero hizo por streaming a Messi, De Paul, Paredes y Papu Gómez fue, por caso, extraordinaria. En su espontaneidad, el intercambio «casual» dijo mucho más que las respuestas «de casete» con las que los jugadores suelen enfrentar a los periodistas. El intercambio del Kun con sus amigos de la «vieja guardia» fue la constatación del clima que campeaba en el medio del mundial. Chicos simples, unidos como en una estudiantina, en busca de la gloria. La gente percibió esa realidad, en las antípodas con las crispaciones y conflictos palaciegos del mundial anterior.
Se creó un lazo de complicidad extendida a la gente, a los chicos y las chicas. Sobre todo a las chicas, que vivieron a tope este Mundial como ningún otro. Es la generación de los pañuelos verdes y los cambios de paradigmas de género, y se apropiaron de la competencia global con autoridad y naturalidad. Constituye un público nuevo, pasional, tal vez menos contaminado que el masculino futbolero argentino.
La empatía no fue solo con Messi. En su sobriedad e, incluso, en el llanto, Scaloni ganó un lugar de admiración como si fuera un jugador más. Su modestia y sentido común hizo que recibiera un extraño elogio: «No parece argentino». Tuvo carácter para meter mano entre los títulares cuando lo creyó necesario y logró algo maravilloso: que los desplazados, algunos de ellos históricos del proceso iniciado hace cuatro años (Lautaro Martínez, Leandro Paredes), no manifestaran ni media mueca de disconformidad. Todo lo contrario.
Estos elementos convergieron en el proceso de identificación con el equipo. La simbiosis despertó un sentimiento de argentinidad inaudito. El péndulo en que la Argentina se mueve en su autovaloración como nación, ese registro siempre enfático, no deja de ser narcisista: «Somos los peores» o «somos los mejores», jamás el discreto encanto del andar con paso inadvertido. De pronto se enaltecieron sentimientos adormecidos, como cantar el himno a viva voz, y se reavivaron viejos dolores como el de la guerra de Malvinas a caballo del hit «Muchachos». Se volvió a entronizar a Maradona, pero de una manera diferente: ya no en contraste con Messi, si no ubicándolo en un podio celeste, alentándolo. El rosarino, ahora sí, funciona como una eslabón indisoluble a la figura de Diego: una posta, una continuidad.
La gente –una gran mayoría sometida a índices de pobreza impúdicos– quiso ver en estos chicos una luz al fondo del túnel. ¿Y si otra historia fuera posible? ¿Cuánto vale el llanto desesperado –primero de alegría, después de tristeza, finalmente de alivio– de Di María? ¿Y el esfuerzo de De Paul, la locura dislocada del Dibu, la sonrisa pueril de Julián Alvarez? ¿Cuánto vale, sobre todo, la organización, la solidaridad, la voluntad?
«Ahora nos volvimos a ilusionar», dice la canción. Aunque ya se obtuvo el campeonato, esa ilusión sigue viva. Apenas se corrió de lugar. En la calle, en los bares, en los clubes, en las casas, el mundial no terminó. Nadie quiere que termine. Quedó ubicado en un sitio idílico, sin tiempo: es como una ensoñación. Los años no borrarán estas sensaciones. Qatar se clavó en el centro de la memoria colectiva. Ya se sabe: el pueblo no olvida a los que le dieron un poco de felicidad.