29 de junio de 2022
A 36 años de la consagración liderada por Maradona, perduran los recuerdos en el pueblo futbolero. De la gloria a los claroscuros y el sueño de Qatar.
Postal eterna. El Diez albiceleste, en andas, levanta la copa tras el inolvidable triunfo ante Alemania, el 29 de junio, en un colmado Estadio Azteca.
STAFF/AFP/DACHARY
El último argentino que tocó la pelota en juego de la final del Mundial de 1986 fue Sergio Batista. Transcurría el descuento del descuento, Héctor Enrique acababa de hacer su pique agónico luego de un taco de Marcelo Trobbiani y, sin resto para elaborar otra participación mítica como su tímido pase-gol a Diego Maradona en los cuartos de final frente a Inglaterra, dejó su derechazo en los dedos de Harald Schumacher, el arquero de Alemania. Batista puso la cabeza e interceptó, poquito atrás de la mitad de la cancha, un pelotazo desesperado de los rivales de camiseta verde. ¿Y si la pelota pasaba? ¿Y si, después de pasarlo, también pasaba a los otros argentinos y, por unos malos vientos o por unos méritos germanos, se transformaba en 3 a 3? Ese 29 de junio, debajo del sol de México, algo así había flameado en las vísceras del estadio Azteca cuando el 2-0 parcial se tornó –malos vientos o méritos germanos– en 2-2 embromado. Al ratito, un pase estilográfico de Diego y una corrida sin frenos de Jorge Burruchaga dibujaron una felicidad que dura para siempre. Argentina campeón del mundo por segunda vez en su historia. Y, de allí en más, todos los honores. Y toda la gloria merecida. Pero ni los honores ni la gloria obligan a olvidar que en el fútbol, como en las almohadas, los sueños y las pesadillas son naciones limítrofes. Al cabo, ese era un sueño gigante. Y la imposibilidad de que en los tiempos siguientes se repitiera suele ser presentada como una pesadilla.
La hipótesis sobre qué hubiera ocurrido si, hace 36 años, Argentina no salía campeón mundial, conmoviendo a la Tierra y en especial a un pueblo, no relativiza ni achica las dimensiones de ese equipo. Al revés, las reivindica contra la eventualidad de que los malos vientos o los méritos adversarios hubieran sido más certeros. Y pone en cuestión si, más allá de la tentación competitiva legítima de llegar a la cumbre, no abundaron las exageraciones y las condenas sobre la dificultad para repetir esa escalera al cielo. De nuevo: aun aceptando capacidades, preparaciones y otros atributos, en el fútbol la historia se cose y descose muy seguido con un hilo especialmente finito. ¿Fue penal el que determinó que Alemania se impusiera a Argentina en la final de 1990? ¿Hay modo de que un grupo procese positivamente la pérdida de su líder como pasó con Maradona en 1994? ¿Cuántos centímetros distanciaron seguir o estancarse en los mundiales de 1994 o de 2006? ¿Qué porvenires nunca conoceremos porque no entró el centro de despedida contra Francia en 2018 y porque tampoco entraron como quince amenazas sobre el maléfico y sueco arco de 2002? ¿No bordea la crueldad persistir en el «era por abajo, Palacio» para destriparse (y destripar a un gran jugador como Palacio) al aludir a la final de 2014?
Itinerarios
Otra vez la hipótesis de que el 29 de junio desembocara en frustración. ¿Qué títulos habría estampado mucha prensa, habitualmente oportunista y subordinada a juzgar según el desenlace y no según el camino? ¿Acaso «Argentina no supo cerrar la final» o fue, a tono con ciertas voces expertas en devastar, “Otra oportunidad desperdiciada”? ¿Y qué ferocidades discursivas podrían haber despedazado oídos y ojos si la eliminación que no sucedió se cruzaba antes en la ruta? ¿«Una Argentina impotente para frenar a Rubén Paz», por ejemplo, para retratar los cambios que el crack uruguayo generó frente a la excelente actuación argentina en los octavos de final? ¿Qué brutalidades circularían si, en el primer gol de la selección contra los ingleses, el árbitro detectaba la mano del 10, lo amonestaba y lo condicionaba para el resto de un duelo que, entonces, no acababa con una victoria épica como ninguna, tal vez más grande que el Mundial completo?
Ocho mundiales, trece entrenadores nacionales (incluido Carlos Bilardo, campeón el 29 de junio de 1986 y director técnico del segundo puesto de cuatro años más tarde), 162 partidos y 86 goles celestes y blancos de Lionel Messi, dos subcampeonatos mundiales, cuatro avances hasta los cuartos de final de los mundiales, una llegada a los octavos de final de los mundiales, un tope en la primera vuelta de un Mundial, tres vueltas olímpicas en la Copa América, dos medallas olímpicas doradas, cinco títulos mundiales juveniles, un escenario local cada vez más signado por la migración temprana de las grandes figuras y una pasión popular que cambia cierto rituales pero no la profundidad: eso y mucho más que eso recorre al fútbol de la Argentina desde aquel día iluminado en el que Diego alzó la copa delante del presidente de la FIFA, Joao Havelange, y del ministro de Acción Social de Raúl Alfonsín, Conrado Storani.
La otra punta del itinerario, por ahora, está edificada en torno de los muchachos de Lionel Scaloni y anuncia geografía en Qatar. Quizás la cuenta se detenga en 36 almanaques o en una de esas no quede más remedio que continuar aguardando. En cualquier caso, nadie dirá que, con los buenos argumentos que sostienen la experiencia que se viene, nadie dirá que no vale la pena hacer el intento aunque luego vociferen quienes no toleran las derrotas. En el sueño o en la pesadilla, en la cara o en la cruz, lo que en el fútbol jamás falta es la esperanza.