25 de noviembre de 2021
Pese a la crisis de la industria del libro, una nueva generación de escritores, ilustradores y editores amplía la oferta para los lectores más pequeños.
Firmas. Wittner, Ruiz Johnson y Picyk.
Las editoriales de literatura infantil no escapan a la prolongada crisis que padece la industria del sector en todas sus ramas por el incremento de los costos, la caída de las ventas, los efectos persistentes de la política cultural del Gobierno de Cambiemos y las restricciones forzadas por la pandemia. La oferta de nuevos libros, el lanzamiento de colecciones, el surgimiento de pequeños sellos y la permanencia de otros ya establecidos, sin embargo, dan cuenta de una dinámica particular, cuya vitalidad aparece en correspondencia directa con la producción de una nueva generación de escritores, ilustradores y editores.
«El área de literatura infantil proporcionalmente ha salido mejor parada que el resto de la industria, lo cual no implica que esté en un momento de expansión. Pero dentro del mercado local hay una consolidación de la idea de que tiene que haber libros para niños y jóvenes», dice Lola Rubio, presidenta de la Asociación de Literatura Infantil y Juvenil de la Argentina (ALIJA). Esa base está sostenida por «la presencia creciente de autores locales, cada vez de mejor calidad, y una profesionalización muy acentuada», agrega Rubio, también responsable de literatura infantil y juvenil en el sello Fondo de Cultura Económica de Argentina.
ALIJA es una asociación no gremial que desarrolla acciones para la promoción de la literatura infantil y juvenil, como la convocatoria al premio Los favoritos, por el cual alumnos de distintas provincias eligen los libros que más les gustaron entre los leídos en el año. El rol de la escuela es central en la difusión, pero existe un público más amplio. «Muchos padres consumen libros ilustrados y álbumes. Y así como las películas de animación están llenas de guiños para los grandes, una parte de la literatura para chicos puede ser disfrutada tanto por el niñe como por el adulto que lo acompaña», afirma el escritor Nicolás Schuff.
Cada vez que se habla del tema parece obligatorio plantear la necesidad de incentivar la lectura de los más pequeños. «Los chicos leen muchísimo más de lo que leíamos nosotros a esa edad, pero no en el mismo soporte. A veces se confunde la idea de lectura con la lectura en un libro en papel. El problema no son las pantallas, sino en todo caso la cultura donde se valora lo instantáneo y la posibilidad de estar en muchas cosas al mismo tiempo, lo que va en contra de la atención plena que requiere la lectura», resalta Rubio.
Poco ortodoxos
Autor prolífico, Schuff ha escrito libros que ya son referencias en el género como Las interrupciones, ilustrado por Mariana Ruiz Johnson, o Cualquier verdura, con dibujos de Gabriela Burin. «Mis proyectos suelen ser poco ortodoxos. Entonces encuentro espacios en editoriales diferentes. Me siento más afín a la poesía y a géneros híbridos que a la escritura de oficio», dice.
Schuff trabaja en talleres de escritura para chicos –«lo importante es lo que sale, el proceso más que el resultado, y también trabajar con la música y el oído»– y aprovecha las visitas a escuelas para probar textos en elaboración. Así pudo comprobar que Cualquier verdura, rechazado como incorrecto por una editorial importante, entusiasmaba a los chicos, y de hecho el libro se convirtió en suceso al ser publicado.
En esta perspectiva no solo cae la segmentación convencional de los libros por edades –impuesta a los fines exclusivos del mercado– sino que se desdibuja el límite entre el niño y el adulto como receptor, para comprender al público de cualquier edad en la experiencia de la lectura. «Muchas veces las editoriales se anticipan a las críticas de padres o docentes y tratan de hacer el libro más plural posible. Entonces pasan cosas ridículas: una vez, por ejemplo, me pidieron que sacara la palabra enano porque parecía ofensiva», dice Schuff.
El ilustrador Pablo Picyk cuenta que «después de trabajar con diferentes formas en dibujo, pintura y escultura, encontré en los libros para chicos un modo de expresar y algo del contar y del ritual del libro y del objeto que me resulta fascinante». Entre otras obras, Picyk ilustró Así queda demostrado, un texto de Schuff que refuta lugares comunes a través del absurdo; también realizó integralmente Tierra encantada, una «historieta silenciosa» donde despliega un notable tratamiento del color.
Si bien las editoriales pequeñas suelen mostrarse más dispuestas para las apuestas innovadoras, Rubio relativiza la oposición con las grandes: «Es bueno que haya espacio para todos, pero no lo pondría en el terreno de los buenos y los malos. Una editorial grande le da otra continuidad al libro en el catálogo, otra difusión, la posibilidad de moverse por el mundo, otro espacio en los medios. Cada uno tiene lo suyo», afirma la titular de ALIJA.
La ilustradora Mariana Ruiz Johnson destaca el rol del editor. «Me interesa que aporte su mirada, siempre que sea respetuosa, y que sus exigencias vengan con argumentos que hagan crecer al libro. Y también que me ponga en conversación con el escritor o la escritora. Un buen editor genera buenos diálogos entre los autores de un libro», afirma la realizadora de Mientras tú duermes.
Ruiz Johnson, una de las nuevas autoras con mayor proyección internacional y una producción en constante experimentación, pone como ejemplo el proyecto de la serie Dinosauria con la poeta Laura Wittner y la editora Paula Fernández, del sello Ojoreja. «A veces el ida y vuelta no es solo del texto a la imagen sino también de la imagen al texto», dice. «Pensamos la colección entre las tres, tomando café y charlando, e incluso Laura escribió textos a partir de los bocetos. Esos procesos conversados y orgánicos son los más productivos», completa.
Palabras y colores. El trabajo de Pablo Picyk y los libros de Nicolás Schuff y Gabriela Burin, exponentes de la actual camada de autores.
Laboratorio creativo
La novedad de la literatura infantil parece consistir en la mayor importancia de las formas de contar y de situarse ante el lector. Si el alfabeto es un tema clásico del género, Pablo Picyk lo reversionó desde la narrativa en Una súper sandía. «El tema puede ser casi cualquiera», afirma Schuff, que plantea a la escritura como un laboratorio vinculado con el juego, un espacio que recrea el espíritu del principiante para mantener la frescura de la mirada.
«Un elemento nuevo es pensar qué mundo, qué tipo de familia, qué abordaje sobre el género se muestra en los libros. También hay una permeabilidad más grande a la hibridación de géneros, un mayor movimiento de los recursos visuales y una incorporación de distintos modos de ilustrar», comenta Ruiz Johnson, que hace de las redes sociales un banco de pruebas. «Eso me llevó a contar historias en viñetas, empleando el sistema de carrusel que propone Instagram. Me interesó para narrar a través de las imágenes y para ejercitar distintos tipos de humor gráfico o de poesía visual», puntualiza la ilustradora.
Un libro como Así es mi mamá, de Gabriela Burin, puede ser leído en línea con el impulso del feminismo y el cuestionamiento de los clichés sobre la maternidad. «Las ideas de la época permean todos los libros, de adultos, de jóvenes, de niños. El problema es si salís a buscar el tema de época para hacer un libro. El efecto de lectura en relación con la moda o la tendencia tendría que venir después de la construcción estética y literaria», observa Rubio.
«Es natural que el pensamiento y la transformación del mundo se vean reflejados en las historias, pero no creo que los libros para chicos deban tener una motivación o un para qué. Creo en la literatura», dice a su vez Ruiz Johnson. Esa línea orienta las mejores publicaciones que ofrecen las editoriales argentinas.