27 de marzo de 2015
Ganadora de importantes premios por su obra como cuentista, la escritora publicó su primera novela, que indaga en la relación madre-hija a la sombra de los agroquímicos.
Samanta Schweblin publicó recientemente Distancia de rescate, su primera novela. Hasta acá solo había escrito cuentos y cosechado distintos galardones. Su primer libro, El núcleo del disturbio (2002), obtuvo el primer premio del Fondo Nacional de las Artes; Pájaros en la boca (2009), el segundo, ganó el Premio Casa de las Américas. En 2012 ganó el Premio Juan Rulfo y el año pasado obtuvo el Diploma al Mérito de la Fundación Konex por su labor como cuentista durante el quinquenio 2009-2013. Distancia de rescate, en rigor, es una nouvelle. Es, por así decirlo, su cuento más largo.
El amor por inventar historias fue anterior a que aprendiera a escribir. Según cuenta, interrumpía los libros que le leían sus padres para inventarles su propio final. A los 8 años comenzó a escribir historias y, si bien su búsqueda era narrativa, las redactaba como poemas: una frase debajo de la otra. Y si alguien le preguntaba al respecto, ella contestaba que escribía poesías. Pero eran historias. El germen de los perturbadores y adictivos relatos que publica hoy.
Desde hace tres años, Schweblin vive en Alemania. «En Buenos Aires lucho contra muchas cosas, necesito trabajar casi el triple de lo que trabajo en Berlín para comprar mi tiempo para escribir», explica. «Pero también es una lucha viajar, hacer trámites, conseguir comida de calidad sin que te arranquen la cabeza: son cosas cotidianas las que te insumen una tensión, un estrés y un tiempo exagerados. No creo que Berlín sea mejor que Buenos Aires, son dos ciudades muy intensas. Pero cuando se puede dejar de luchar contra eso, se obtiene mucho tiempo libre. Y el tiempo es uno de mis bienes más sagrados».
La escritura de Schweblin transforma lo contado en imágenes, en donde lo que no se dice, la ausencia, es tan importante como lo dicho. «Creo que es una necesidad narrativa. Flannery O’Connor dice que, para la mayoría de la gente, es más fácil expresar una idea abstracta y las emociones que describir un objeto que está viendo realmente. Pero en cambio, contra lo que comúnmente se espera, el mundo del narrador está lleno de materia. Lo poético, lo abstracto, las revelaciones, pueden estar presentes –y sobre todo calculadas– sobre el papel, pero ocurren principalmente en la cabeza del lector. Y para que la magia se produzca necesitan del mundo material. Necesitan de acciones, objetos y observaciones muy precisas», puntualiza. Como escritora, se reconoce en lo anómalo y, aunque la crítica literaria la ubica como referente del género fantástico, ella prefiere correrse de ese lugar. «Ya me resulta un poco confuso que se me siga asociando con ese género. Me encanta la literatura fantástica, la leo y muchos de mis escritores preferidos incursionaron en ella. Pero hace rato que mis historias se enmarcan más en un clima de anormalidad y extrañeza que en el género fantástico», sostiene.
Distancia de rescate es una novela que da nombre a esa necesidad de (¿sobre?) protección que tienen las madres, que procuran reducir al mínimo la exposición al riesgo de sus hijos. Amanda, la protagonista, lo explica así: «Yo siempre pienso en el peor de los casos. Ahora mismo estoy calculando cuánto tardaría en salir corriendo del coche y llegar hasta Nina si ella corriera de pronto hasta la pileta y se tirara. Lo llamo “distancia de rescate”, así llamo a esa distancia variable que me separa de mi hija y me paso la mitad del día calculándola, aunque siempre arriesgo más de lo que debería».
Esa distancia parece ser objetiva, medible. Sin embargo, a medida que avanza el relato, se transforma en una sensación, una especie de sentido extra, que se le impone a Amanda: podría pensarse como un segundo cordón, que sobrevive al corte del umbilical. «Me gusta pensarlo como el hilo de las cañas de pescar. Es liviano, casi invisible, pero ultraresistente: puede cargar mucho peso y, mal enroscado, hasta podría matarte. Parecido a ese hilo imagino la distancia de rescate, una pista rápida para llegar al otro, pero también una carga de la que nunca más podrás separarte, una carga que pesa, duele y lastima. Y solo se corta con la muerte».
La tensión que propone la novela es igual a la del hilo que describe y, cuando esta se corta, termina el relato. Una tensión permanente, también presente en sus cuentos, pero que resulta más inquietante sostenida en el tiempo. «No puedo narrar sin tensión», dice la escritora. «Por eso el desafío, porque por un lado sabía que, sin la posibilidad de construir constantemente una línea de tensión, el texto ya no iba a interesarme. Pero, por otro lado, no estaba segura de si podía mantener esa tensión de 10, 15 páginas –con las que
ya me siento cómoda y tengo cierto oficio–, en 120 páginas más».
La novela es, además, una indirecta denuncia sobre el envenenamiento de los alimentos y sus secuelas. «No es una preocupación ecológica, los pesticidas se meten con el medio ambiente pero sobre todo se meten con nosotros: los estamos comiendo y nos estamos muriendo y enfermando. Pero más allá de eso, es un tema que elegí porque era funcional al relato, sin ninguna duda», advierte. «Si fuera un texto de denuncia, estaría nombrado el glifosato, la empresa que lo monopoliza y otros cuantos agentes que muchas veces estuve tentada de nombrar. Pero el texto no los necesita, y confío en todo caso en la inquietud que pueda generar en los lectores entender que el peligro letal que acecha a estos personajes es real y que los puede tocar también en la ciudad».
—Javier F. Rodríguez