18 de mayo de 2022
Cada vez más obras se alimentan de la experiencia vital de bailarines y coreógrafos. Deseos y obsesiones que borran el límite entre realidad y ficción.
Autobiográficas. Micelias, Grub, Hoy bailamos para siempre, Fuck me y Ejercicio de libertad, las piezas que se inscriben en la tendencia.
«Yo también salí del closet bailando», dice Federico Fontán en un pasaje de su obra Hoy bailamos para siempre. La cita es un ejemplo de la diversidad de proyectos de danza contemporánea argentina que giran en torno a las experiencias vitales de sus intérpretes. Sueños, miedos, obsesiones, deseos, prejuicios y certezas que se plasman, con mayor o menor grado de ficción, dentro de los espectáculos. Una tendencia que comenzó años atrás y que parece acentuarse en lo que va de 2022.
Rodrigo Arena hizo Mis días sin Victoria en 2016 a partir de la ruptura con su pareja de entonces; siguió con Parresía en el desierto, donde expuso sus conflictos familiares y denunció abusos, y luego vino Testimonio trans masculino, que reflejó el proceso que lo llevó a descubrir su identidad trans. En el reciente Festival Internacional de Buenos Aires (FIBA) presentó El caso Arena, Rodrigo contra la danza contemporánea, y en abril estrenó El arte es amor en la Planta de Investigación y Creación Transversal.
Además de los mencionados, en la vertiente también se anotan: Micelias, de Andrea Servera, que durante la Bienal de Performance convocó a intérpretes para abordar cuestiones de género; Grub, la pieza de Ana Frenkel en El galpón de Guevara; Fuck me, de Marina Otero, que fue incluida en el FIBA y a lo largo del año hará una gira por Portugal, Holanda, Francia, Bélgica y Polonia. Por su parte, durante el Festival Internacional Danzafuera, en La Plata, Quillen Mut hizo una residencia titulada Fricción, y Natalia Tencer mostró su Ejercicio de libertad.
La disciplina parece un espacio propicio para que los intérpretes se piensen, se expresen y se transformen. «En El caso Arena hago una denuncia contra la danza contemporánea porque me da muchísima bronca, angustia», advierte Arena. «Partimos de un posteo en Instagram muy polémico, que tuve que archivar, y lo ficcionalizamos como si la comunidad independiente se organizara e hiciera una denuncia en mi contra, aunque en realidad yo les estoy haciendo una denuncia a ellos», completa.
La descripción del coreógrafo y director muestra los confusos y fascinantes límites entre la realidad y la ficción, especialmente cuando suceden sobre el cuerpo vivo del intérprete, que exhibe y analiza su intimidad, su autopercepción, la relación con su propio yo. Y también da cuenta de la tensa relación que muchos de los hacedores de la danza tienen con su propio arte, como lo plantea Servera: «Antes habría dicho que la danza como lenguaje expresivo era imprescindible para ser mejores humanos, habría hablado sobre su valor, su potencia, la infinita riqueza de entrenar el cuerpo sensiblemente. Ahora, en este presente tan incierto y extraño, no sé dónde se apoyan mis pies, ni en qué creo. La percepción sobre el planeta cambió, los vínculos también. La danza es aún más fronteriza, marginal y, en la precariedad que habitamos los artistas, me pierdo, no sé qué pensar, no tengo certezas. Me pregunto todos los días por el sentido de lo que hago».
Ser y representación
Con confianza en la disciplina o sin ella, el encuentro con el pasado y la actualidad del intérprete sucede en muchas de las obras, a veces con enorme crudeza. La danza es un espacio donde, con mayor o menor fidelidad, circulan la sensibilidad, el sufrimiento, la resistencia de sus protagonistas. En Fuck me, Otero recorre el antes, el durante y el después de la operación a la que debió someterse por una triple hernia de disco. «La creación fue atravesada por la dificultad del dolor y de la inmovilidad para una bailarina», describe. «En el momento presente, en la construcción, uno no se da cuenta de todo lo que el propio proceso transforma: la conciencia trae eso después y lo lleva al cuerpo».
Surge entonces un apasionante juego entre la vida y el arte, entre el ser y su representación. «En Ejercicio de libertad, mi persona, lo que soy, mi historia, ocupa un lugar fundamental. Luego están la ficción y la imaginación, ya que nada de lo que hago, incluso si estoy usando hitos de mi propia vida en la escena, son reales; los uso, tomo distancia y hago ficción», explica Tencer. «La danza es un arte que me permite estar en escena, desear ser vista, más allá de mi propia autopercepción. Todo lo que uno use como materia tiene que estar al servicio de algo más grande, que es la obra, la improvisación, la performance. Allí no soy yo Natalia, no es mi vida, son datos que me sirven para ser escénica y ser vista».
A su turno, Otero reconoce que la «apasiona el juego de cuánto hay de ficción en el yo de la vida real y cuánto hay de verdad en el yo escénico. El escenario te da permisos que la vida real no ofrece. Y esa libertad hace posible un desdoblamiento, para alejarse y repensarse a una misma».
En cambio, Servera parece haber trabajado desde el plano de lo real. «Todo lo que sucede en Micelias es material y vida de las intérpretes: bailamos lo que somos, con el cuerpo que tenemos, la historia que nos trajo hasta acá, la información que acumulamos y también la que desechamos. La imaginación es un refugio necesario para poder respirar. Luego esta todo lo demás: el espacio, la ropa, los objetos, la música, todo en red construyendo fantasía. La consigna fue estar blandas, vulnerables, dejarnos sostener, acariciar, permitirnos brillar y no preocuparnos por qué cosa somos: ser micelio es ser parte de un todo que está cambiando».
Un yo presente, pero que se funde en patrones universales también recorre la coreografía de Ana Frenkel. «Cada bailarín representa un ser único e irrepetible, pero todos compartimos el mismo groove, un pulso que nunca para, una continuidad que se representa con el latido del corazón, con el swing o con el tempo», describe.
Por su parte, Fontán construyó un espectáculo con bailarines profesionales y amateurs que ofrecen su autobiografía: lo individual e irrepetible de cada uno coexiste con experiencias similares en torno a la danza. «Todo está construido a partir de la vida de lxs intérpretes», señala. «La obra no solo es el pasado de cada unx, sino también las relaciones que se fueron armando a lo largo del proceso, las frustraciones, miedos, obsesiones. La danza es un arte para expandir la autopercepción, y se trabaja en relación: primero con uno mismx y luego con lxs demás y todo lo externo».
De esta reflexión se desprende, además, que el proceso de realización de una pieza puede modificar a sus intérpretes, incluso antes de producir efectos en la subjetividad del público. En ese mismo sentido, Quillen Mut concluye que «la danza es la condición de posibilidad para hacer y deshacer cuerpos; es para mí un modo de construcción, de investigación del saber sobre nuestros propios cuerpos y los entramados afectivos que nos constituyen».