Cultura

Río de palabras

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Reunidas en el mismo volumen, una de serie de crónicas de Roberto Arlt y Rodolfo Walsh describen la experiencia de navegar por el principal curso de agua que atraviesa el Litoral. El escenario fluvial, un paisaje que fascinó a varias generaciones de escritores.


Inspiración. Allí transcurren ficciones de Juan L. Ortiz, Juan José Saer y Haroldo Conti. (Archivo Latino)

Nosotros, hombres de la ciudad, hombres de las calles con sombra de una vereda y sol de la otra, nos hemos olvidado de que existen ríos anchos y cálidos, orillas arboladas hasta donde se extiende la vista, incluso ignoramos cómo es el agua de río». El descubrimiento de Roberto Arlt, de viaje en un buque de carga por el Paraná, podría extenderse en múltiples direcciones a través de la literatura argentina. Más que un tema o una ambientación, desde el siglo XIX hasta la actualidad, el río atraviesa la narrativa, el ensayo, la crónica y la poesía para configurar una cartografía particular, la de «otra gente, otra lengua, otro país», como señala Cristina Iglesia a propósito de los artículos que escribió Rodolfo Walsh en exploraciones periodísticas por Chaco y Corrientes.
El río es ante todo el Paraná y el área implicada, el Litoral. Pero los escritores también se refieren a otros cauces de agua, desde el científico y narrador Eduardo L. Holmberg en su Viaje a Misiones, hasta Juan L. Ortiz, que dedicó un extenso poema y un libro al Gualeguay. «La zona irrumpe en el mapa de la literatura argentina a partir de la obra de Juan José Saer. Uno podría decir que novelas extraordinarias como Zama, de Antonio Di Benedetto, también transcurren allí, ya que está ambientada en el Paraguay durante la colonia y el agua es un elemento central», plantea Iglesia, quien estuvo a cargo de la edición de El país del río, volumen que reunió las «aguafuertes fluviales» escritas por Arlt durante un viaje emprendido en 1933 y las crónicas de Walsh. Publicadas entre 1966 y 1967 en las revistas Panorama y Adán, entre estas últimas se destacan «La isla de los resucitados», sobre el leprosario de la isla del Cerrito, en la confluencia del Paraná y el Paraguay, y «Viaje al país de los fantasmas», una excursión a los esteros del Iberá.
El país del río pertenece a la colección El país del sauce, publicada por la Editorial Universitaria de Entre Ríos y la Universidad Nacional del Litoral. Dirigida por Sergio Delgado, la serie presenta en ediciones provistas de estudios críticos (y a precios accesibles) textos literarios y periodísticos que conforman el paisaje cultural de la región comprendida por los ríos Paraná y Uruguay. Entre otros títulos incluye Derrotero y viaje a España y las Indias, la crónica publicada en 1567 por Ulrico Schmidl, integrante de la expedición de Pedro de Mendoza; El río Paraná. Cinco años en la República Argentina, memorias de Lina Beck-Bernard, una alsaciana que vivió en Santa Fe entre 1857 y 1862; y Nuevamente el camino y otros textos, compilación de relatos y poemas que rescata al escritor santafesino Luis Gudiño Kramer del casillero del realismo folclórico.
El nombre El país del sauce se inspira en un verso de Juan L. Ortiz, donde el poeta identifica su país con el sauce, un árbol que se aferra a la tierra pero que se encuentra en las orillas y participa también del ambiente del agua.«Arlt y Walsh parecían en principio extraños», dice Iglesia. «Son dos grandes escritores urbanos que se internan en una zona de ríos, de humedales, de calor agobiante, de personajes huraños y silenciosos, de leyendas rurales. Y salen airosos de esta aventura del lenguaje con nuevas y muy opuestas destrezas estéticas».

Geografía clásica
En su última casa, en Buenos Aires, Juan José Manauta tenía colgado un mapa de Entre Ríos al que miraba todos los días. La fidelidad a la provincia natal fue un motivo de su literatura. Quería escribir con el lenguaje entrerriano, cuyas particularidades relacionaba con las características geográficas, y su aspiración era «decir algo de su verdad y de su belleza». En su libro Entre dos ríos emprendió una descripción poética de la zona, que en su mirada alcanzaba la culminación en los campos de lino.
Así como Juan L. Ortiz veía sobre todo en el paisaje «aquellas dimensiones que lo trascienden, o lo abisman», Manauta hizo foco en el hambre, el dolor social, «el hombre que tiene su raíz en esta tierra». El río oscuro (1943), de Alfredo Varela, participa de esa visión al abordar la explotación de los trabajadores de los yerbatales, en una novela que asoció de modo experimental la ficción, la denuncia y la observación documental del entorno y sus habitantes.


Viajero. Las «aguafuertes fluviales» de Arlt. (Archivo Acción)


Orillas. Walsh retrató la vida en esa región. (Archivo Acción)

En otra gran novela, La ribera (1955), Enrique Wernicke presentó el ambiente de río en contraposición al urbano. El lugar donde vive el protagonista, exhabitante de la ciudad, «frente a una estrecha calle de tierra que corre paralela a un alto terraplén de ferrocarril», cuyos fondos «dan de boca, entre abruptas toscas, contra el río», es un mundo apartado donde «se es más auténtico, más sincero». Como en Sudeste (1962), la primera novela de Haroldo Conti, el hombre es parte de la naturaleza y, en tanto tal, su vida transcurre bajo los designios del curso del agua.
Sudeste sigue el deambular de un personaje, el Boga, por el Paraná. La historia, mínima, concierne a un hombre aislado en un paisaje que tanto le ofrece alimento y hogar como lo expone a las situaciones más peligrosas. Ya en «A la deriva», el cuento de Horacio Quiroga sobre un hombre que busca auxilio después de ser mordido por una víbora, la descripción del río asocia la «belleza sombría» del atardecer con un «silencio de muerte» que anuncia el fin del protagonista. En Conti aparece como un ente imprevisible, generoso y cruel, compasivo y brutal, que comporta un margen inescrutable y por eso peligroso: «El río teje su historia y uno es apenas un hilo que se entrelaza con otros diez mil».

Obra en construcción  
La novedad consiste en la actualidad de estas obras a partir de las búsquedas y los textos de escritores jóvenes. La revista Carapachay, de Luciano Guiñazú y Hernán Ronsino, toma su nombre de la forma en que Domingo Sarmiento llamaba al Delta. «Y el Delta en su imaginario era mucho más que una trama, era una construcción, una construcción del carapachayo y de las aguas, del hombre y de la naturaleza, laboriosidad y sedimentación», dicen los editores. Contra la especialización y la parcialización del conocimiento, la revista procura «la creación de nuevos espacios, de nuevas islas» y despliega el mundo del río a través de distintas formas de trabajar las palabras y las imágenes, donde la correspondencia se cruza con la fotografía, la nota de lectura con el ensayo y el relato de ficción con el poema.
Débora Mundani, en El río (2016), actualiza la tradición de Conti, que previamente retomó Carlos María Domínguez. En Escritos en el agua (2002), el escritor argentino radicado en Montevideo, relata un conjunto de «aventuras, personajes y misterios de Colonia y el Río de la Plata», en el que se cruzan pescadores, contrabandistas y cazadores, protagonistas de «una memoria dócil a la fantasía». Claudia Aboaf, en El rey del agua (2016), una novela de anticipación donde el agua reemplaza al oro como  valor, retoma a la vez la visión del Delta de la literatura del siglo XIX, a través de «los primeros cronistas fantásticos del territorio acuático».
Entre las metáforas más antiguas de la literatura se encuentra la del río como imagen del tiempo. En un diálogo con Claudia Aboaf publicado por Carapachay, Débora Mundani retoma la versión de Saer –«cada uno trata de entrar, infructuoso, como en un sueño, en su propio río»– en el ensayo El río sin orillas. «Quizás de esto se trate mi patria incierta», plantea, y la conjetura puede cifrar el sentido de la búsqueda, la inmersión de los escritores en sus aguas.

 

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