9 de marzo de 2016
El cantautor cubano saca a la luz temas de amor que quedaron en el camino, porque había otras más urgentes como «Playa Girón» o «Te doy una canción». Una vez más conjuga coherencia y calidad.
En el año en que cumple 70 años, Silvio Rodríguez sacó un disco con 13 canciones inéditas compuestas mayormente en la década del 60. Se titula Amoríos, y cuesta pensar en un chico de 15, 20 años escribiendo un repertorio romántico de una madurez tan desarmante. Nacido en 1944, en el período de su primera juventud tuvo una inspiración extraordinaria que fue registrada en trabajos como Al final de este viaje y Días y flores. En un mismo período de mutaciones existenciales como es la adolescencia, Silvio Rodríguez fue atravesado por la Revolución Cubana a los 15 años y esa experiencia determinó toda su obra. En el medio, sus padres se separaron y se reconciliaron en varias oportunidades, lo que motivó mudanzas entre su pueblo natal –San Antonio de los Baños– y La Habana. Lo rodeaba un marco social y personal al menos movilizador: los últimos estertores de la dictadura de Fulgencio Batista, una familia en crisis, los revolucionarios que avanzaban desde las sierras y de fondo el canto de Violeta Parra y Atahualpa Yupanqui y los primeros discos de Bob Dylan y Los Beatles, todo un caldo de cultivo que completó sus conocimientos de la riquísima música de la isla. Así, su vasta obra combina elementos tradicionales, de vanguardia, poéticos, sociales, experimentales y hasta psicologistas. Amoríos, entonces, está compuesto al fuego de estos influjos. Sin embargo, es un disco diferente. Está integrado básicamente por las canciones de amor que dejó en el camino en el fragor de la coyuntura. El momento histórico exigía otro tipo de repertorio. Pese a que (casi) nunca condescendió al panfleto y a la literalidad, al menos los dos primeros discos tienen un fuerte quiebre poético y musical, pero bajo el paraguas de las urgencias políticas. Temas como «Playa Girón», «La era está pariendo un corazón», «Canción del elegido», «Te doy una canción», «Debo partirme en dos», naturalmente «expulsaron» a los que ahora salen a la luz. Los títulos de los temas de Amoríos hablan por sí solos: «Una canción de amor esta noche», «Tu soledad me abriga la garganta», «Con melodía de adolescentes», y más. Se trata de bellísimas canciones, pero escritas a destiempo: Silvio Rodríguez siempre ha tensado sus temas entre el pasado –el bolero, el danzón, la vieja trova– y la vanguardia –el manejo del surrealismo, la ciencia ficción, la estética del cómic–, y aquí se desliza por una temática amorosa más uniforme. Hay una idea que en tiempos de las organizaciones armadas de los años 60 y 70 estaba muy presente y que ahora, observada desde otro contexto, roza el delirio: considerar la relación amorosa como una manera de distraerse de los objetivos supremos de la revolución, como una «desviación burguesa». El mismo Silvio lo planteó en muchísimos temas. Si en «Te doy una canción» conjuga guerrilla y amor («Te doy una canción y hago un discurso sobre mi derecho a hablar,/ te doy una canción con mis dos manos, con las mismas de matar/te doy una canción y digo patria y sigo hablando para ti,/te doy una canción/como un disparo/como un libro/una palabra/una guerrilla…/Como doy el amor»), en «Hoy mi deber era» la pulsión revolucionaria se debate con la sexual: «Hoy mi deber era cantarle a la patria/alzar la bandera, sumarme a la plaza/Hoy era un momento más bien optimista/un renacimiento, un sol de conquista./Pero tú me faltas hace tantos días, que quiero y no puedo tener alegrías/Pienso en tu cabello que estalla en mi almohada, y estoy que no puedo dar otra batalla». Raíces e influencias Es muy habitual que cuando se piensa en la figura del «cantautor» se soslaye lo musical. El caso de Silvio Rodríguez pulveriza ese prejuicio. Cuando ya había construido los cimientos de lo que se llamó Nueva Trova, con Pablo Milanés, Nicola Noel y Vicente Feliú, entre otros, integró el Grupo de Experimentación Sonora junto con Leo Brouwer, un concertista de guitarra que buceó en las raíces musicales cubanas y que, en este grupo, incentivó la fusión entre cierto pop y las tradiciones de la isla. «Se me pregunta mucho sobre las influencias –dijo Silvio–. En un momento me sentí influido por la música folk. Oía mucho a Leadbeally, cantor negro norteamericano, y a Woody Guthrie; después fue que vino Dylan, que es quien recogió lo mejor de lo anterior, o lo ofrecía al menos de una forma muy atractiva para los jóvenes. Pero también debo incluir a los Beatles, mencionar la importancia que tuvieron para mí, por el rompimiento que hicieron de las estructuras tradicionales de la canción y la experimentación realizada por ellos para derrumbar las míticas barreras entre la música popular y la llamada música culta. De Cuba son las raíces. Recuerdo que en mi pueblo todos los sábados daban fiestas bailables a las que yo asistía. Me gustaba bailar con Benny Moré, con Roberto Faz, con la Orquesta Aragón y me quedaba bobo oyendo a los viejos trovadores». El cubano detesta cualquier tipo de distinción respecto de la canción. En algún momento se pensó que la Nueva Trova era un movimiento que le respondía a la Vieja Trova, una suerte de «guerra del cerdo» caribeña. Para plantearlo en términos casi futbolísticos sería como oponer a Silvio Rodríguez con Compay Segundo. Más allá de las ínfulas de la juventud, pareció una ruptura pero fue una fina continuidad. Ocurre que, como él cantó, «se fue enredando en más asuntos». Y su arte se depuró en capas y capas de influencias. La política y la canción tuvieron una férrea integración, con la funcionalidad de defender la Revolución. «Yo no sería lo que soy si alguna vez no hubiera querido parecerme al Che y a Yupanqui. Don Ata por ser el arquetipo de cantor latinoamericano; el Che, por ser el arquetipo de hombre», dijo Rodríguez. Y cuando un periodista le preguntó cómo definía su canto, si se sentía cómodo con el rótulo de Nueva Trova, fue contundente: «A mí me gusta más decirle canción. Simplemente canción. La canción nació del pueblo y ya fuera su tema amoroso, político o cualquier otro, respondía a los auténticos sentimientos populares; pero luego, la canción, junto con casi todas las manifestaciones del arte, sufrió en el pasado el proceso de mercantilización alimentado por el incremento de los medios masivos de comunicación. El movimiento de la nueva canción fue un intento de que la canción volviera a ser lo que era en sus orígenes, que volviera al pueblo, y aunque los empresarios de las más importantes casas de discos desataron una gran campaña para asimilarla y tuvimos que ver ediciones de lujo de canciones protesta, insertadas en esa mercantilización, no se puede negar que el hecho cierto es que esta manifestación escapa a los patrones establecidos por los mercaderes de los medios masivos. Cuando en el proceso de creación intervienen elementos ajenos a la intención artística –donde se incluye la ideología que la sustenta–, cuando se compone para gustar, para caer bien, para que pegue, para estar “en la onda”, entonces estamos en presencia de una manipulación mercantilista de la canción, del arte y del artista. Si he caído en facilismos ha sido de manera inconsciente: constantemente me propongo huir de ellos». No se puede escuchar Amoríos, lanzado al amanecer de este 2016, aisladamente de estos criterios éticos y estéticos que Silvio Rodríguez ha manifestado a lo largo de 50 años de trayectoria. Medio siglo en los que edificó, aun con sus meandros, una obra de una solidez que quizás no esté reconocida en su justa medida. Como Bob Dylan, como Atahualpa Yupanqui, como algún otro más, conjugó calidad y coherencia como un lobo estepario que sabe que el camino de la canción puede ser –más que letra, melodía y armonía– una de las más altas formas de la honestidad o la pureza.
—Mariano del Mazo