Cultura

Música y leyenda

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Grabado en 2000, «Lucerito» fue rechazado por varios sellos. El trabajo que por fin ve la luz muestra en toda su dimensión a una artista única, que dejó una huella imborrable en la cultura latinoamericana.

 

Estrenos. Sosa interpreta piezas de Yupanqui, Carnota y Miguel Abuelo, entre otros. (Télam)

A seis años de su muerte, el espacio que dejó Mercedes Sosa sigue impresionando como esos círculos de pasto quemado que dejan las naves que dicen que vienen de otras galaxias. La significativa presencia de su ausencia es mitigada por discos encontrados, grabaciones inéditas, reediciones y compilaciones. Tanta actividad crea una falsa idea. Como también ocurrió y ocurre con otros artistas esenciales, se crea la ficción de que fueron valorados en vida por el mercado. Pasó con Atahualpa Yupanqui, con Astor Piazzolla, con Luis Alberto Spinetta: el prestigio no siempre va de la mano de la recompensa de la boletería o las ventas de discos. Casi se diría que al contrario. La última «novedad» de Mercedes Sosa se llama Lucerito y es un disco grabado en 2000 que ningún sello discográfico importante quiso editar. Suena extraño, pero fue así.
Después de la edición de Ángel, en 2014 –13 canciones surgidas de las consolas de los teatros europeos donde en los 90 cosechó lo que sembró en el exilio–, la a esta altura legendaria «cajonera de la mama» de Fabián Matus –su hijo, el motor detrás de cada movida– revela otro material inédito, en este caso un álbum grabado de principio a fin. Lucerito fue realizado en el año 2000 en los Estudios ION, con Jorge el Portugués Da Silva como técnico de grabación y una de las agrupaciones más afiatadas de la trayectoria de la tucumana: Nicolás Colacho Brizuela en guitarra, Popi Spatocco en piano, Carlos Genoni en bajo y Rubén Lobo en batería y percusión, más los ocasionales coros de Beatriz Muñoz y el charango de Rodolfo Ruiz. Los arreglos, en tanto,  fueron realizados por Brizuela y por Spatocco.
Muchas de las canciones que quedaron suspendidas en el limbo de la desidia de estos 15 años fueron grabadas nuevamente para otros discos, como esa belleza titulada «Lapachos en primavera» (Marcelo Perea), «El olvidau» (la furibunda chacarera de Néstor Garnica, que registra como pocas las consecuencias de la casi terminal crisis argentina de cambio de milenio), el vals de Troilo y Manzi «Romance de barrio», «Esa musiquita» (Teresa Parodi), «Himno de mi corazón» (Miguel Abuelo y Cachorro López), «Como flor del campo» (Raúl Carnota) y «Romance de la luna tucumana» (musicalización de Aznar, esta vez de un texto de Yupanqui). Otras solamente se conocían en la voz de Mercedes en alguna esporádica actuación en vivo. Sorprenden los aires orientales de «Caja de música», canción que Pedro Aznar compuso sobre un poema de Jorge Luis Borges, o la canción israelí «Como Adán», de Nathan Zach y Shlomo Idov, o el festivo carnavalito firmado por Pablo Almirón que bautiza al álbum.
No es la primera buena noticia post mortem en relación con la cantante. Como ya fue dicho, año tras año se fueron escalonando una serie de acciones que no solo refrescan la memoria sino que, además, dejan en evidencia en un mismo gesto un legado imprescindible y un vacío abismal. Además, se pusieron en marcha muestras que llenaron de contenidos la Fundación Mercedes Sosa, inaugurada en el corazón de San Telmo. El momento político regional coincidió con el símbolo que encarna: latinoamericanismo, lucha y compromiso. No siempre fue así o, en todo caso, pensando en su trayectoria, Mercedes supo sintonizar cada uno de los tiempos.
Esa reflexión sobre su trayectoria puede resultar  una experiencia reveladora. Es asomarse ni más ni menos que a la trama más sofisticada y al mismo tiempo popular de la música argentina de raíz. Se deslizó por entre los péndulos de nuestra historia política y social y nunca desobedeció lo que dictaba su intuición, esa que le otorgó una sabiduría artística única, agreste, singular. Solo así se explica la cohesión de una obra marcada por la diversidad; un arco que incluye en su recorrido la canción política, el apunte histórico-pedagógico, la obra conceptual, la poesía latinoamericana, la religiosidad, la transversalidad de géneros, la fórmula del dueto, y más. La dirección fue unívoca y partió de un origen casi funcional –ser la voz de un movimiento que quiso mostrarse como la contracara intelectual, política y, por añadidura, estética, del boom folclórico de los 60, como el Nuevo Cancionero– para en pocos años configurarse, disco a disco, como una artista total.
Cuando se barajan herencias, su caso es similar al de Carlos Gardel: resulta imposible determinar una posta sin tropezar en la herejía. Hay muchas cantantes femeninas de mucho talento dentro de la música de raíz, y cada una a su manera se ha tenido que enfrentar con la proyección de la figura espectral y emblemática de Mercedes Sosa. Los espacios que han ocupado son, finalmente, bien diferentes: de Liliana Herrero a Luciana Jury, por mencionar solo a dos grandes artistas, la matriz de la tucumana permanece intacta. No tanto por lo estético, sino más bien por lo simbólico. La Argentina es un país que barniza a sus ídolos de condimentos ajenos a su condición, y los vuelve estatuas invulnerables, impolutas. Pensemos en la diferencia que podría establecerse con Brasil: Pelé no tiene la dimensión heroica de Maradona, como Elis Regina tampoco tiene la dimensión totémica de Mercedes Sosa, para citar dos casos que pueden resistir cierta analogía.
Mercedes Sosa rompió el molde, ya pertenece a ese especial  olimpo nacional y popular, fraguado de arte y épica, de música y leyenda. Cada novedad es una yapa bienvenida. Pero el camino ya estuvo pavimentado por gestos contundentes y una voz invicta. A seis años de su muerte, esa marca circular de fuego en el césped sigue irradiando calor.

Mariano del Mazo

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