24 de septiembre de 2022
Entre la tradición y la modernidad, el cantante cambió para siempre las reglas de juego del flamenco. Vida y obra de un artista único en su especie.
Corona vacante. Aunque dejó una huella que fue retomada por Morente, Ketama o Rosalía, nadie pudo ocupar su lugar en la música popular española.
En las bulerías de Rosalía está Camarón de la Isla. En el cante de Diego el Cigala también. En todo sitio y género por donde circule el fraseo flamenco, de alguna manera, está presente. Como nadie, José Monje Cruz encarnó la síntesis de la tradición y la modernidad de una música compleja, dominada por reglas rígidas. Creció espejado en viejas glorias en blanco y negro, como Manolo Caracol, y se consagró en tiempos en que el género se proyectó hacía un aggionarmiento que mereció el mote de «Nuevo flamenco», una escena desarrollada en la década del 90 que hizo equilibrio entre la revitalización y la fórmula pop.
Hace poco se cumplieron tres décadas de su partida: Camarón murió el 2 de julio de 1992, minado por un cáncer de pulmón, a los 41 años. Había nacido en San Fernando de la Isla, Cádiz, el 5 de diciembre de 1950. De chico intentó desobedecer los mandatos de la dinastía Monje, en su mayoría guitarristas y cantaores. Ambicionaba ser torero, pero le duró poco: no es fácil esquivar el legado, las misteriosas decisiones de la genética. Una noche de palmas y farra, un tío al que llamaban Joseíto le rebanó a su sobrino nombre y apellido cuando le dijo: «Eres blanco y rubito como un camarón».
Su madre, Juana Cruz Castro, sobresalía en las bulerías; su padre, Juan Luis Monje, albañil, murió después de una agonía estirada cuando su hijo tenía 12 años. Como casi todos los chicos del pueblo, el rubiecito cantaba a cambio de alguna peseta. Uno de sus primeros versos fue autorreferencial: «A la iglesia mayor fui/ a pedirle a Nazareno/ que me salvara a mi padre/ y me contestó que no/ que me dejaba a mi madre». Era el séptimo hijo varón: su transformación al estado salvaje ocurriría años más tarde, en los tablaos.
El niño que fue le dio paso a un adolescente nómade, que anduvo de aquí para allá descubriendo la noche y los rudimentos del cante. A los 13 años recorrió Sevilla de punta a punta, cosechando los primeros fanáticos. Uno de ellos, Miguel Reyes, vislumbró el diamante: lo cobijó, le dio para comer y, previa autorización materna, lo llevó a Madrid para varearlo, a cantar. Quería que la capital conociera a ese diamante andaluz.
Frontera de aire
En Madrid se chocó con Paco de Lucía. Formaron una dupla inmejorable: una matriz, se podría decir. Voz y guitarra representaron una química indestructible dentro de un género poco poroso a los cambios. Entre 1969 y 1977, Camarón y Paco de Lucía publicaron discos esenciales en la historia del género. «Camarón tenía un oído mágico. En todo lo que hacía, por disparatado que fuera, había afinación. La afinación es una ley física y estar dentro o fuera de ella lo marca una frontera de aire. Camarón sabía dónde estaba esa frontera», señaló el guitarrista el día que murió De la Isla.
Luego de un parate, regresó en 1979 con un trabajo que le hace honor a su nombre: La leyenda del tiempo. Es el título de un poema de Federico García Lorca y el punto de partida de un periplo intrépido por diez piezas incomprendidas en su momento. Una obra imperecedera que los puristas tacharon como una herejía. Fue producido por Ricardo Pachón, el Rey Midas del Nuevo Flamenco: de hecho, en el disco participan muchos de los artistas que luego encabezaron la renovación. Allí rodean a la garganta prodigiosa de Camarón, Raimundo Amador (que con su hermano formaría Pata Negra), Kiko Veneno, guitarras eléctricas, líneas de bajo cercanas a The Police, Tomatito, orquestaciones fusionadas con el funk y poemas de Lorca y el persa Omar Kayan. En breve, por ese surco abierto se deslizaron Ketama, Ray Heredia y tantos más.
Fue un fracaso de ventas. Los gitanos viejos iban a las tiendas indignados, con los discos, a exigir que les devolvieran el dinero. Pachón recordó que Camarón le dijo, riendo: «Ricardo, el próximo disco que sea de guitarrita y palmas». Fue una humorada porque, lejos de arrepentirse, el cantaor se sentía orgulloso de la audacia. Entendió que se había adelantado «al menos quince años» al desarrollo del flamenco. «Los dos meses que duró la concepción y la grabación del disco fueron los mejores tiempos que pasó Camarón. No era una persona expresiva, pero jamás lo vi tan feliz», contó Pachón. La leyenda del tiempo habilitó otras irreverencias como el disco Omega, de Enrique Morente con el grupo de rock Lagartija Nick.
En 1981 volvió en dupla con Paco de Lucía. Durante la grabación de Como el agua conoció la heroína. Fue la droga que dejó un tendal de caídos en aquella década de movida y destape español, y en especial en el marginal ambiente del flamenco. Lo que antes en su cante reverberaba como dolor ancestral, si se quiere artístico, pronto iba a ser un desgarro lacerante, profundizado por el consumo. Fue su etapa más exitosa y, paradójicamente, más triste. Se había transformando en el gran ídolo del pueblo gitano, su cachet era millonario, pero no tenía consuelo. Su leal mujer Dolores Montoya fue el sostén de los años de adicción. A ella le dedicó los versos de «Viviré»: «Qué feliz soy contigo, ay contigo/ tú me has quitao las espinas y las penas/ de mi negro camino».
En 1991 grabó Potro de rabia y miel con De Lucía: «Llevo dentro de mi sangre un potro de rabia y miel/ Se desboca como loco/ no puedo hacerme con él». Fue el último disco. No podía más. Cargó él solo con un dolor muy profundo, tal vez un estertor del dolor de su gente. Salió de la periferia y, cuando era una estrella internacional, fue vencido en salud y alma. Su muerte desató una procesión nunca vista en los tórridos pueblos del sur de España. El recuerdo permanece intacto y pervive en libros biográficos y documentales. «El condenado nos dejó marcado para la eternidad. Nos influyó a todos», señaló el granadino Enrique Morente, al que muchos señalaron como su sucesor.
Nadie ocupó el lugar de Camarón. La corona quedó vacante. En el cementerio de San Fernando los gitanos peregrinan frente a su tumba como si se tratara de la Virgen de la Macarena. Hay una escultura allí. No le dejan cigarrillos encendidos como a Gardel. Le cantan tanguillos, rumbas y bulerías.