11 de mayo de 2022
El cantautor uruguayo presenta disco nuevo en una serie de recitales en los que saca a relucir ritmos diversos y una fuerte empatía con un público entusiasta.
Desde el escenario. «La canción fue una vía de comunicación para mí, no solo de expresión», sostiene el artista.
TÉLAM
«Yo empecé a vivir de la música a los 30 y empezó a irme bien a los 40. Me dio tiempo para pensar en tomar decisiones vitales, como dejar la Medicina. La música aún me hace muy feliz y nunca pensé en dejarla, pero sí pensé que no iba a hacer este disco, que no tenía un disco. En la pandemia perdí perspectiva, perdí capacidad de juicio, perdí amor propio, como tantos. Siempre dejaba sin terminar las canciones, no completaba ese último 20 por ciento que es el acto de tocarlas ante las personas y terminarlas. Siempre la canción fue una vía de comunicación para mí, no solo de expresión. Yo soy una persona que necesita comunicarse». La frase de Jorge Drexler explica lo que ocurrió el sábado en un Gran Rex en llamas: un ida y vuelta con el público, amoroso y catártico. Una ceremonia. Pura empatía y comunicación.
Poco queda de aquel cantautor electrónico reconcentrado y tímido de fin de siglo, cuando empezó a hacerse conocer a través de Frontera, un disco de canciones maravillosas. Creció, se multiplicó y, como un flautista de Hamelin parado en el medio de David Byrne y Caetano Veloso, comenzó a convocar a un público mayormente femenino y, de acuerdo con lo que se vio el sábado, adolescente. Como suele ocurrir con los artistas masivos, fue él el que empezó a ser cantado, interpretado por la gente. A través del puente tendido entre el escenario y las butacas se deslizaron grandes canciones de autor y, también, se corporizó un sistema de seducciones e histerias más afines a los héroes del pop melódico.
Sencillez y ductilidad
El concierto sirvió de presentación del flamante Tinta y tiempo. Con una puesta bellísima –austera, mínima, sutil, definida por algunas pocas luces y la disposición espacial de los músicos–, la banda conducida por el guitarrista argentino Javier Calequi tiene el protagonismo exacto. La forman las coristas Alana Sinkey y Miryam Latrece, la tecladista Meritxell Neddermann, el bajista y programador Carles Campón, y el baterista Borja Barrueta, y maniobra como si fuera un mecanismo de relojería la ductilidad que la fantástica heterodoxia rítmica de Drexler exige. El uruguayo se deslizó, ensayadísimo, por el nuevo repertorio y mechó temas de otros álbumes. Largó con el tema que abre el disco, «El plan maestro», que en vivo partió de unos audios de su prima a Alejandra Melfo, que graciosamente expone algunas consideraciones sobre la evolución del Hombre y la unión de las células con el amor, y finalmente lo torea para que haga una canción con la palabra «Mesoproterozoico». La inserción de esos audios son una muestra de la capacidad de Drexler de reírse de sí mismo: siempre ha incluido palabras estrafalarias en sus canciones, provenientes de la geografía, la medicina, la física y la tecnología. La respuesta al planteo de su prima es, justamente, «El plan maestro»: «Corría la era del Mesoproterozoico / cuando aquella célula visionaria/ en un acto inaudito, tirando a heroico/ tuvo una idea revolucionaria», canta, y confirma su destreza.
Tinta y tiempo es un gran disco, con momentos altísimos como «Bendito desconcierto» (una adhesiva manifestación de lo que podemos llamar «pop uruguayo» compuesta junto con Martín Buscaglia), «Cinturón blanco», y las íntimas «El día que estrenaste el mundo» (dedicado al nacimiento de sus hijos) y «Duermevela» (para su madre, Lucero), acompañada por el sonido de piano de Neddermann. Algunas canciones clásicas son reformuladas y provocan la aceptación instantánea del público: el lúcido candombe –más electrónico que nunca– «Aquellos tiempos», la popular «Me haces bien», la bluseada «Inoportuna» y la inapelable «Todo se transforma» («Cada uno da lo que recibe/ Y luego recibe lo que da/ Nada es más simple/ No hay otra norma/ Nada se pierde/Todo se transforma»). La letra de esa canción se puede entender como parte del plan estético que Drexler definió en más de tres décadas de trayectoria. Debajo de la propuesta global del presente late la música de su tierra: murga, candombe, milonga y, también, zambas y sambas. Nada se pierde: el ADN de «el sur del sur», como dice una de sus canciones, perdura como un acento inevitable.
El cierre de cara al público, al borde del escenario, con «Amor al arte» –palmas flamencas, algunas otras percusiones– se siente, también, como otra definición. Más allá de la comunión que logra con el público, más allá de un optimismo a prueba de balas y guerras y pandemias, se escucha a un artista extraordinario que conoce cada uno de los rudimentos del oficio. Drexler sigue refrescando la escena de la canción inteligente y confirma disco a disco lo que es: un soberbio guitarrista, un notable compositor y un buen cantante. En los últimos años agregó una desenvoltura escénica que lo realza como músico y showman. No tiene techo y sí lo que necesita para seguir conquistando corazones: tinta y tiempo.