5 de agosto de 2021
El pianista, compositor y gestor cultural revisa los cimientos de su obra y analiza la esencia del jazz local. La pandemia y los cambios en su vida personal.
La pandemia fue para todo el mundo una bisagra en la vida cotidiana, un tajo. Pero para el pianista, compositor, arreglador y gestor cultural Adrián Iaies significó un poco más. En plena peste, fue padre a los 60 años y le declararon diabetes. Dos noticias contrastantes que lo movilizaron: una provocó un replanteo existencial; la otra funcionó como una alerta. Además, la pandemia lo obligó a contener su tendencia a la hiperproducción. Iaies es un hacedor nato y debió ralentizar muchas de sus inquietudes, que se reparten compulsiva, infatigablemente, entre los conciertos en vivo, la grabación de discos, la organización del Festival de Jazz de Buenos Aires y la dirección de La Usina del Arte.
Corrió mucha agua bajo el puente entre aquel muchacho que pasaba horas diletantes en la disquería Minton’s escuchando vinilos de jazz –rutina melómana que motivó el título de uno de sus discos más celebrados, Las tardecitas de Minton’s– y este protagonista de la escena cultural argentina. Porque además de músico y gestor, Iaies es un partícipe –polémico, por momentos desafiante– de debates que circulan en las redes sociales. Parado alternativamente en cualquiera de los márgenes de la hastiante grieta, tal vez la palabra que mejor lo define política e incluso musicalmente sea «librepensador».
Relajado, siempre dispuesto, con un humor ácido, mechando comentarios y chicanas futbolísticas –es fanático de Estudiantes de La Plata–, por calidez y descontractura la entrevista podría titularse, parafraseándolo, «Una tardecita con Iaies».
–Tuviste una pandemia con noticias para todos los gustos.
–Sí, es cierto. ¡Encima me vi obligado, como todos, a dejar de tocar! El músico de jazz no es como el de rock, que piensa los shows, que espacia los conciertos. Nosotros tenemos la costumbre de «bolichear», necesitamos tocar todos los fines de semana. Y no pudimos hacerlo. Hasta cerró Café Vinilo, un bastión de la buena música en todos estos años. Para mí ese cierre significó una verdadera tragedia cultural. Y además todo lo que ocurrió en mi vida personal. Que no es poco.
–El nacimiento de Delfina y el episodio de salud.
–La llegada de Delfina fue impresionante. Los primeros meses de mi mujer, Mariana, fueron complicados. Ella ya había perdido dos embarazos. Fue duro. Y lo otro fue todo lo relacionado con mi salud. Yo corría siete kilómetros tres veces por semana, había bajado 25 kilos. Estaba bárbaro. Con la cuarentena se fue todo al demonio. Y se me declaró una diabetes de las jodidas. Fue todo junto.
–Desequilibrante.
–Y sí. Volví a terapia.
–¿Qué significó para vos haber sido padre a los 60?
–Es un paso a paso, es disfrutar cada mañana. Y resignifica la relación con los otros hijos. Tengo cuatro. El mayor, Martín, se fue hace relativamente poco, estudia para Master en Composición en una universidad de Austria y cumplió 31. ¡Y Delfina todavía no cumplió un año! Cuando Martín tenía la edad de Delfina yo lo miraba y pensaba un montón de cosas que ya no pienso. Lo tenía a upa y me preguntaba: «¿Me dará nietos?», esas cosas. Con Delfina es otra relación, hermosa también. Yo cada día tengo que hacer una actividad aeróbica, porque el diabético debe convertir el azúcar en energía. Y bueno, salgo con ella, con el cochecito. Chochos los dos.
–Mirando tu obra, resulta realmente impresionante tu produccion. Tenés prácticamente un disco por año.
–Y en el último tiempo he sacado dos discos por año.
–¿No es demasiado? ¿Qué oyente puede procesar tanta música?
–Hice terapia tres veces en mi vida. Como te contaba, estoy haciendo psicoanálisis en la actualidad: empecé porque no podía lidiar con la paternidad y el encierro. Otra vez fue cuando enviudé, en 2002, fui dos años y me hizo muy bien. La tercera me llevó mi vieja: yo tenía cinco años y le tenía miedo a la muerte. La psicóloga, como todas las que atienden niños, me hacía dibujar, me contaba cuentos. Un día le pregunté: «¿Pero vos no le tenés miedo a la muerte?». «Y sí. Pero no tiene remedio», me dijo. A partir de esa respuesta, le dije a mi mamá que no quería ir más. Creo que uno hace las cosas para no pensar en la muerte. Pero hay otras respuestas de la causa por la que saco tantos discos.
–¿Cuáles?
–Vivimos en un país sin memoria. Me ha pasado como maestro tener que explicarles a mis alumnos quién fue Horacio Larumbe, Osvaldo Tarantino o Baby López Fürst, tres de mis pianistas preferidos, y no tener nada para hacerles escuchar. Solo podía contarles anécdotas: que a Larumbe, que era ciego, le gustaba manejar su auto y que estacionaba como nadie, esas cosas. Después apareció alguna grabación perdida por ahí. A lo que voy es que si vos no te ocupás de documentar lo que producís, nadie lo va a hacer. La nuestra es una sociedad de corto plazo: por eso se cometen los mismos errores en términos políticos y económicos. Ese cortaplacismo también se aplica a la cultura. Afuera no es así. Durante su peor época, a partir de los 70 y hasta que murió, Bill Evans dejó ciento y pico de grabaciones. Ya ni podía caminar solo, se inyectaba heroína debajo de las uñas porque no le quedaban venas. Sin embargo, hubo alguien que se ocupaba de grabarlo.
–Aquí el que se encarga de tu música sos vos mismo.
–Y sí. Si yo no documento mi vida, no lo hace nadie. Quiero que mi música quede. Quiero que algún día mis hijos digan: el viejo hizo todo esto. Pero más allá de lo personal, me importa lo colectivo. La otra vez hablábamos con Horacio Fumero sobre algunas políticas de Finlandia. Ellos tienen programas de educación que contemplan jazz para chicos de 3 años. Y no es cuestión de dinero. Es cuestión de ideas, de proyectos: apostaron a algo. Acá nadie gana una puta elección por un programa cultural. Antes hacen bicisendas. Y hablo de Nación, de CABA, de la provincia de Buenos Aires. No hago distinciones políticas.
Raíces argentinas
Iaies ha tocado y grabado con Fumero, Oscar Giunta, Pablo Mainetti, Liliana Herrero, Rodrigo Agudelo, Roxana Amed, Mariano Loiácono, Pepi Taveira, Pablo Aslan. Destacan algunos títulos como Esa sonrisa es un santo remedio, Cinemateca finlandesa y Como si te estuviese viendo. En los últimos años estuvo llevando adelante el Colegiales Trío, que completan Facundo Guevara en percusión y la colombiana Diana Arias en contrabajo. El primero de tres discos del Colegiales es La paciencia está en nuestros corazones. El toque de Guevara le otorgó al grupo un matiz folclórico, que Iaies pone en foco. «Ahora estamos medio parados, pero es una agrupación que cuido mucho. No la quiero bastardear, no quiero tocar en lugares que no sean los adecuados. Es una formación que da para tocar en el exterior. De alguna manera cierro un círculo. Porque con el Colegiales nos despachamos con chacareras, zambas, tangos: es muy argentina. Yo estudié con Manolo Juárez, y él me hablaba de Yupanqui; y cuando actuaba con Liliana Herrero, ella me hablaba de Leguizamón. Es más: yo aprendí a tocar al Cuchi con Liliana, que me contaba historias de él, me enseñaba el sentido de las canciones. Ahora volví a esa frecuencia. Y pienso que Facundo Guevara es de alguna manera un hijo dilecto de Manolo Juárez y del Chango Farías Gómez. Manolo y el Chango para mí son los que desmalezaron el camino».
Muchos son los logros de la obra de Iaies. Uno de ellos, es haber reinterpretado con voz propia la tradición musical argentina, de piezas tanguísticas y folclóricas a obras de Charly García, Luis Alberto Spinetta, Ricardo Mollo y muchos otros. La apropiación de clásicos –algo común en los últimos años– tuvo en él a uno de los pioneros, en un gesto que combina desparpajo e identidad. «He hecho mucho, sí, además obviamente de temas de mis héroes jazzísticos y composiciones propias. Trato de no perder jamás la rigurosidad. No escribo un arreglo, ni grabo una música, si no estoy completamente convencido. Es cierto que si editás un disco cada tanto tenés más posibilidades de defenderlo. Pero eso funciona más con el rock o con las súper estrellas de jazz. Y también es cierto que ahora existen demasiados estímulos, más allá del género. Pienso en el primer disco de Almendra: creo que si sale un disco nuevo de una banda de barrio desconocida, como en su momento fue Almendra, pasa inadvertida».
–Escuchando tus discos, y también leyendo los títulos de los temas, se puede advertir una narrativa y, en algunos casos, una poética.
–Yo creo que eso proviene del rock. Mientras muchos de los músicos de jazz de mi generación iban a estudiar a Berklee, yo estaba en un teatro escuchando la presentacion de Brumas de Aquelarre. Crecí en un contexto rockero. Y hay cosas que quedan: las letras de las canciones, toda esa poética tan cercana, queda en la sangre. Necesariamente el pensamiento musical posterior está influido por esas marcas.
Alta fidelidad
Hace unos meses tuvo un intercambio en las redes sociales con Lito Vitale. El tema fue la ausencia del jazz en muchas de las programaciones oficiales. Fue un debate con altura, honesto, que tuvo amplia repercusión en el mundo de la música. La presencia del tango, el folclore y el rock es muy superior a la del jazz en cada una de las movidas culturales, desde siempre.
–¿Por qué perdura esa sensación de que el jazz no nos pertenece?
–Está considerado un género menor, como si no fuera música argentina. Es muy injusto, porque ya hay varias generaciones haciendo jazz con mucha seriedad. Pero asimismo, hay que decir que cuando ocurrió ese intercambio por las redes sociales con Lito ningún jazzero salió a bancar. Cada músico de jazz parece metido en su mundito: esa escasa participación es parte del problema.
–¿Extrañás las tardecitas de Minton’s?
–Muchísimo. ¡Cómo no extrañar tener tiempo! El tiempo es un aliado para pensar. Extraño estar una tarde entera en Minton’s con Guille, escuchando discos. Era como estar metido en la película Alta fidelidad. Con el diario del lunes, te digo que si pudiera volver el tiempo atrás me dedicaría más a mí mismo, a la música, y relegaría la función pública. Estaría más relajado. Siempre en mi vida la responsabilidad estuvo antes que el placer. ¡Otro tema de terapia! Me olvidé de vivir, como canta Julio Iglesias.
–El tema es la responsabilidad.
–Exacto. Nunca una canita al aire. Esa responsabilidad viene de mi viejo. Él era fierrero, tenía un taller de frenos en Juan B. Justo y Madero. Cuando el taller no dio más, para poder mantener a la familia se metió en la gastronomía. Tuvo varias rotiserías, pero no le gustaba. Haber cambiado los fierros por el pollo al spiedo no lo hacía feliz.
–¿Cómo te sentís ahora?
–Bien, estoy en el cambio. Armé un estudio acá en casa. Me pude comprar un Yamaha, que es el mismo que tiene La Usina, y eso me hace feliz. En algún momento el Festival de Jazz dejó de interesarme. Lo construí yo, lo defendí a capa y espada, y por ahora sigo. Tendría que haber dado un paso al costado, pero siempre pensé que si me iba dejaba de hacerse. Ahí está, con el presupuesto que tiene no se puede organizar por ahora. Con La Usina del Arte ocurre algo similar. Toda la guita se fue para el lado de la salud, y está bien. Pero a mí no me llena. Yo necesito inventar proyectos. Me muero si no me invento zanahorias. Tengo que estar constantemente creando.