15 de julio de 2021
La serie de Luis Miguel abona la nostalgia por un género que atraviesa el mapa latinoamericano. Postales de los 90, entre el melodrama y el neoliberalismo.
Grandes éxitos. El cantante posa junto a la tapa de Romances, su disco de 1997. (Henny Ray Abrams/AFP)
Terminó la segunda temporada de la serie de Luis Miguel y, como en la primera, las ventas de la banda de sonido se disparan, ponen a aquellas canciones nuevemente al tope de los rankings y proyectan aún más a Diego Boneta, el actor y cantante que personifica al ídolo mexicano, un prodigio de mimetización. Resulta curioso ver desfilar a actores y actrices que hacen de Armando Manzanero, Laura Pausini o Kiko Cibrián y, de fondo, observar la dinámica política-social de los años 90.
En la Argentina, esa década tuvo un nombre y un apellido que todavía provocan desconcierto y escozor: Carlos Menem. Sus dos mandatos pusieron de relieve como nunca las perversas contradicciones que pueden cometerse en nombre de la política: del caudillismo feudal al neoliberalismo feroz, de nobles ideas como las de Facundo Quiroga a la reivindicación de protagonistas funestos de la historia argentina como Álvaro Alsogaray o Isaac Rojas. Ese péndulo tuvo su expresión cultural.
Los boleros cantados por Luis Miguel marcaron la cadencia tropical de la época en la región. Después de la caída del Muro de Berlín no llegó el cacareado fin de la historia de Francis Fukuyama, pero sí una ola neoliberal que lo cubrió casi todo. En el país fue acompañada de la resignificación de fenómenos populares. Si la «televisión alfonsinista» fue acusada por algunos sectores de estar comandada por una «patota cultural», el menemismo fue, efectivamente, pizza con champagne.
La metáfora tiene la precisión del buen eslogan. Junto con el bolero, las clases medias y altas empezaron a consumir cumbia para sus fiestas. Estalló el llamado folclore pop que reunió pueblo y estancieros de 4 x 4 con Los Nocheros y Soledad Pastorutti. Y un cantante como Sandro salió de su confinamiento suburbano y comenzó a ser mimado por el rock y por los dueños de los canales de televisión. Las leales seguidoras de los arrabales contemplaron, atónitas, la mutación.
Y más: Alcides y Riki Maravilla sonaban en Punta del Este; Chico Novarro resurgía con sus implacables canciones y llenaba salas en dupla con Andrea Tenuta y Silvana Di Lorenzo; María Martha Serra Lima hacía giras aquí y allá; Roberto Yanés daba cátedra donde se presentara. Las esquirlas de Romance llegaban a sitios impensados. «El bolero, como el amor, nunca pasa de moda», dice ahora el propio Novarro. «Vi la serie, y muchos de los personajes que pasan por ahí los conocí. Por ejemplo Hugo López, el representante argentino. Yo creo que fue el responsable del gran éxito de Luis Miguel que, por supuesto, es un buen cantante. Yo nunca dejé de estar vinculado con el género. Y si te ponés a pensar, mis tangos son abolerados», agrega.
Explosión sin fronteras
Nadie sabe a ciencia cierta cuántos millones vendió el primer Romance del cantante mexicano nacido en Puerto Rico, pero todos coinciden en que fue un tsunami. El músico uruguayo Daniel Maza fue, dice, un seguidor fanatizado de las dos temporadas de la serie. Y cuenta que cada vez le piden más boleros. «También me acuerdo de los 90. En un local que se llamaba Tobago y que después fue La Revuelta, el dueño me propuso hacer un show de bolero. ¡Y rompimos todo! Le pusimos Noches de bolero y yo invitaba a artistas como Valeria Lynch, Jairo. Hacíamos dos funciones por noche. Fue por el fenómeno Luis Miguel, claro, pero también fue la evocación de una generación anterior a la mía. Muchas señoras de barrio venían a escuchar aquellas viejas piezas».
Para muchas fans adolescentes parecía que el género había nacido con la edición de ese disco. No es un dato tan conocido que su origen se lo disputan México y Cuba, y que una de las primeras canciones, «Tristezas», data de 1886. La escribió el poeta cubano Pepe Sánchez, un trovador que derramó su corazón herido en un puñado de versos pioneros. En los años 40 y 50, el bolero tapizó América Latina y disputó el mercado regional con el tango. En esencia, ambos manejaron idénticos elementos de melodrama.
Clon. Boneta personifica al ídolo mexicano.
«Los boleros están ahí», opina Sergio Pujol, escritor e investigador de cultura popular. «Sucedió que durante años se refugiaron en las discotecas anacrónicas de quienes habían sido jóvenes en los años 50. Como se sabe, un día llegó Luis Miguel bien producido por Manzanero y cerró su disco Romance cantando “Cómo imaginar, que la vida sigue igual”. Fue una explosión: dicen que 15 millones de placas vendidas en todo el mundo». Como señala Pujol, el fenómeno claramente trascendió las fronteras de la América hispana. El tenor Plácido Domingo grabó clásicos del género; Caetano Veloso lanzó su disco más vendido, Fina estampa, en español, con boleros y otras piezas afines.
«Ventilados por la onda retro de la posmodernidad, los boleros sonaron en las películas de Pedro Almodóvar, los recitales otoñales de Chavela Vargas y eventualmente la relectura de las novelas de Manuel Puig», dice Pujol. «Pero también se dio la revisión de los grandes compositores del género romántico por parte de intérpretes de otros palos. Pienso en la portuguesa Misia, la española Buika o los dos discos del jazzero Charlie Haden con Gonzalo Rubalcaba. Y también, por qué no, en Buena Vista Social Club, que ancló en el son y la guajira pero dejándose tiempo para algún que otro bolero», completa.
Mientras tanto, en la Argentina se deshilachaba el modelo menemista. Aumentaba la desocupación a un ritmo galopante y ya la pícara cumbia que salía de las mansiones se iba transformando en una vertiente dura, marginal, de protesta. Ese sonido áspero musicalizó las estéticas crudas, directas del emergente Nuevo Cine Argentino. Y el rock empezó a brotar en las esquinas: chicos del Conurbano que no tenían nada que hacer más que tomar cerveza y garabatear canciones configuraron lo que se llamó, algo peyorativamente, rock barrial o chabón. Los Redonditos convocaban a esos «pibes de los barrios desangelados», como los definió el Indio Solari, a recitales que eran catarsis colectivas.
El mapa cultural de los 90, entonces, se configuró con estas manifestaciones: de la burbuja del 1 a 1 y la fantasía burguesa de viajes baratos alrededor del mundo del primer lustro de la década a una multitud arrojada fuera del sistema en el segundo mandato de Menem. Algún día habrá que revisar sin pasiones los contrastes culturales de esa década. Por un lado, la serie deja entrever una época de empresarios que multiplican ganancias mientras las diferencias sociales se profundizan; por el otro, los cambios tecnológicos hicieron que mucha gente empezara a hacer cine o música con pocos elementos y sin necesitar demasiado dinero. En el medio, un clima de fotos aleatorias en las que desfilan Diego Maradona y el Mundial 94, la cocaína en todos lados, los atentados a la AMIA y a la Embajada de Israel y la Ferrari presidencial.
En la piel de Luis Miguel, Diego Boneta canta «El día que me quieras» abolerado. Las chicas desfallecen. El disco vende. La serie también. El bolero fue retro en los 90, con el rescate de una música antigua. Ahora el sistema retro se fagocita a sí mismo. Los 90 asoman, ¿es la nueva nostalgia? Parafraseando el famoso poema de Borges, esto pasó en un tiempo que, de tan cercano, «no podemos entender». Maza conoce de cerca el fenómeno: como músico, como fan, como protagonista. «La globalización todo lo puede. Con La casa de papel terminó todo el mundo cantando “Bella Ciao”. Ahora es el bolero. La diferencia es que el género es sólido, tiene historia, es una música buenísima. Y no, no es que vuelva: nunca se fue».