Desde los tiempos de la tragedia griega hasta la irrupción de la vertiente documental y el biodrama, pasando por las vanguardias y los clásicos del siglo XX, las tablas se convierten en campo de batalla. La relectura de Malvinas y otros conflictos recientes.
30 de enero de 2019
Militares en obras. The New Colossus, de Robbins; Arturo Ui, de S. Iñurrieta; Juegos de amor y de guerra, de Demaría; Campo minado, de Arias. (PRENSA)
Desde los inicios del teatro, la guerra tuvo un espacio destacado. No solo resulta significativa su presencia temática, sino también las múltiples estéticas y formas con las que los hacedores del acontecimiento escénico supieron retratarla. Ya desde los tiempos de la tragedia griega, los conflictos desatados en el campo de batalla se revelaron como un material ideal para ahondar en la experiencia humana. Pasarán los años y las representaciones de Las troyanas, de Eurípides, seguirán conmoviéndonos: la desmesura con la que actúan los personajes vencedores dice mucho sobre la soberbia de los poderosos del mundo.
Más acá en el tiempo, el siglo pasado fue testigo de la dos Guerras Mundiales, de la denominada Guerra Fría y de las luchas revolucionarias. La aparición del cine y el desarrollo de una nueva narrativa subrayaron su especificidad: mientras el medio audiovisual pudo gracias al montaje graficar la guerra en una franja temporal extensa, el teatro operó desde su matriz esencial, con la exposición del drama bélico en un único espacio escénico. Por otro lado, en comparación, las posibilidades económicas de las películas fueron superlativas.
Según el dramaturgo, director y docente Mauricio Kartun, el cine «suele comportarse como un nuevo rico que disfruta de ostentar su poder. Pone la guita en mostrar. El cine bélico es el porno de la guerra. Y como todo lo que se ve, a la larga desilusiona, rompe literalmente la ilusión, que es un acto imaginativo. Le corresponden las generales de la ley del espectador de porno, que salta de un video a otro buscando lo inhallable: una realidad que solo puede producir su mente. Por eso los recursos bélicos de un film de los 60 resultan hoy ingenuos», sostiene el autor y director de Terrenal. Y agrega, en relación con el arte teatral: «La alusión, en cambio, permite constituir la imagen total de la manera más brutalmente verosímil: construyéndola con fragmentos inobjetables del propio imaginario».
Según el docente, investigador y crítico Jorge Dubatti, «en un sentido canónico, dentro de las vanguardias encontramos distintas figuraciones de la guerra. Esto ya aparece en el texto fundador, Ubú Rey, donde se ve a un gobernante despótico y cómo es perseguido por la construcción de un conflicto que se parece mucho a las guerras de legitimidad shakespereanas. En Guillaume Apollinaire hay dos piezas muy interesantes sobre el tema: Las tetas de Tiresias, que muestra la idea de que como murió muchísima gente en la guerra hay que repoblar Francia. La otra se llama Color del tiempo y habla de un grupo de hombres y mujeres que huyen en un avión, pero la obra nos dice que es imposible escapar de la guerra».
Dubatti apunta que «también se puede destacar Víctor o los niños al poder, de 1928, escrita por Roger Vitrac. La dirigió Antonin Artaud y plantea una parodia de la figura de un capitán que vive resaltando las acciones de la guerra, pero que resulta absolutamente impresentable. Se trata de la guerra como negocio de los burgueses». Sin embargo, el crítico considera que las representaciones más fuertes no provienen de las vanguardias sino del expresionismo, un movimiento de modernización. «Pienso, sobre todo, en una obra de Ernst Toller, Hinkemann, “el hombre mutilado”: es quien regresa destrozado de la guerra y no puede reinsertarse socialmente», completa.
A mediados de siglo pasado, con la aparición del «teatro documental», surgieron nuevos modos de vincular la representación escénica y la guerra, como una de las manifestaciones del horror. Dentro de esta estética, el clásico ineludible es La indagación (1965), de Peter Weiss, en donde el dramaturgo alemán trabajó a partir de la elaboración de las actas de un proceso contra los nazis que participaron en campos de concentración.
Sensibilidad contemporánea
Campo minado se instala dentro de una tendencia contemporánea que consiste en trabajar con actores no profesionales, responsables de llevar a escena acontecimientos vinculados con sus propias vidas. Su creadora, Lola Arias, propone el encuentro en escena entre excombatientes de Malvinas (tanto argentinos como ingleses). Campo minado retoma, de algún modo, las experiencias teatrales del teatro documental. Después de un recorrido por festivales internacionales, el espectáculo se pudo ver el año pasado en el Teatro General San Martín, adonde regresará en octubre próximo.
La investigadora Pamela Brownell señala que «lo que sucede en las experiencias recientes es que el tema suele usarse no solo como fuente de información, sino también a partir de elementos que se llevan a la escena. A su vez, se ve un creciente interés por lo biográfico y autobiográfico, lo que ha dado lugar a una centralidad aún mayor de lo testimonial». Y agrega: «El interés actual en el teatro documental, con su estética fragmentaria y el modo en que pone a los espectadores en contacto directo con una variedad de materiales, tiene mucho que ver con nuestra sensibilidad contemporánea, acostumbrada a transitar simultáneamente entre distintos medios».
Inscripta dentro de este tipo de propuestas, The New Colossus, la obra de Tim Robbins que el 23 de enero abrió el Festival Internacional de Buenos Aires en el Anfiteatro de Parque Centenario, cuenta la historia de doce refugiados que hablan idiomas distintos. El espectáculo fue concebido por Robbins y el elenco de la compañía The Actors’ Gang en medio de las traumáticas consecuencias de la guerra en Siria. Por otra parte, funciona como una forma de recuperar el sentido de la dignidad, el respeto y la memoria frente a la figura del otro.
Más allá de los mencionados, la actual cartelera ofrece múltiples formas de graficar los conflictos bélicos. Además de las adaptaciones de los grandes textos trágicos y de los espectáculos de tipo documental o biodramático, existen obras de formato no experimental en las que el asunto es motivo de reflexión, aún de manera más tangencial. Sirva como ejemplo la reposición en el Centro Cultural de la Cooperación de Juegos de amor y de guerra, de Gonzalo Demaría, en donde los ecos de la Segunda Guerra Mundial llegan a Buenos Aires.
La pieza de Demaría retoma un hecho real ocurrido a comienzos de la década del 40: el escándalo de los cadetes del Colegio Militar, quienes eran inducidos a tener vinculación sexual con otros hombres para luego ser chantajeados. Y a la distancia, la disputa entre aliados y alemanes ilumina, frente al inminente fin del gobierno de Castillo, otros mecanismos de poder, ejercidos por el más extremo conservadurismo.
Tradición y nuevas miradas también se aúnan en la poética del prolífico Manuel Santos Iñurrieta, miembro fundador del grupo El bachín. El responsable de obras como Teruel y la continuidad del sueño, en donde la guerra tiene un espacio nodal, es uno de los artistas que trabajan a partir de una línea de continuidad con el teatro épico brechtiano: ha adaptado y dirigido Arturo Ui, a partir del clásico del autor alemán.
«Escénicamente, la guerra es eso que sucede mientras los personajes viven, ríen y sueñan. Y son todo lo contradictorio que puedan ser, ya que en la contradicción advierto el movimiento, lo vivo, y por ende lo susceptible a modificar y modificarse», dice Santos Iñurrieta. «Mis personajes pueden no tener una opinión sobre el conflicto bélico en que están inmersos, pero mis actores sí. Y aquí está presente el elemento brechtiano: el intérprete pondrá en discusión aquello mismo que presenta y desnudará ante el público los elementos económicos que impulsan una guerra imperialista o los elementos ideológicos que impulsan revoluciones sociales».