8 de julio de 2015
Más salvaje, menos sutil: así describe Leila Guerriero el proceso de escritura de una crónica. Reconocida por su trabajo periodístico, evoca sus comienzos y repasa las claves del oficio.
El periodismo, según Leila Guerriero, es una forma de contar el mundo para tratar de entenderlo. Mientras escribe y edita crónicas, perfiles y columnas que terminan reuniéndose en libros como Plano americano o Frutos extraños, hace malabares para llenar y vaciar su pequeña valija de ropa negra y así cumplir con festivales, mesas y charlas. «Me subo al avión como quien se sube al 60. Empieza el año y ya la tengo armada con las mismas cuatro remeras; saco las sucias, pongo las limpias, el mismo jean», dice. Como si hiciera falta subrayar esa personalidad determinada, pasional y esforzada –que se calca en su escritura–, Guerriero corre. «Corro porque me gusta sentir la furia de los músculos, la arrogancia del cuerpo, y porque cada vez es la primera. Corro para escribir. Corro porque escribo. Porque es igual de inútil, igual de necesario, igual de pavoroso», leemos.
«Creo que el estado de movimiento es uno muy estimulante», dice. Y quizás por eso estudió turismo, aunque a poco de recibirse ya estaba metida en la redacción de Página/12. Nació en Junín, hija de una ama de casa y un ingeniero químico. Hermana mayor de dos, creció como la única nieta mujer de un malón de primos. Sus abuelos maternos eran sirios y en su casa se hablaba árabe, idioma que nunca le enseñaron. De esa música descompuesta logró llevarse, sí, recetas. Su abuela paterna le leía clásicos infantiles en alemán, traduciendo sobre la marcha. Ella manoteaba revistas de historietas de la mesa de luz de su papá, libros del Marqués de Sade que robaba de la biblioteca de su casa, a la que describe como «muy clasemediera»: «Había un estante, arriba y atrás, del que me decían: “No leas eso que no es para vos”. Apenas mis viejos salían, ponía una silla y los agarraba. Estaban ahí, solo que un poco más arriba». Así parecen estar todas las cosas del planeta para Guerriero cuando explica cómo trabaja.
La autora de Una historia sencilla logra hacerse un rato en tierra firme para la entrevista. Está apurada, pero habla como si no lo estuviera. Ese es su último libro, la crónica del entrenamiento de un bailarín de malambo para un festival en el que premian al que mejor zapatea prohibiéndole que siga bailando después de consagrarse campeón. De algún modo, esos atletas de escenario son tan suicidas como los del fin del mundo que retrató en su primer libro. «Me gusta pensar en un texto que se sostiene a lo largo de muchos años y de muchos países. Las historias que valen la pena son las que tienen que ver con las cosas más universales: el amor, la muerte, la miseria humana. Grandes temas, tomando una excusa coyuntural para hablar de eso». ¿Qué hace que Guerriero, Premio Nuevo Periodismo, elogiada por escritores como Mario Vargas Llosa, guarde un recorte de diario en su «pilita de pendientes», investigue con método y rigurosidad arrolladores y se encierre a escribir para producir, al fin, una forma personalísima de contar el mundo? «Es muy difícil saber qué es lo que te dispara un grado de curiosidad. Ves algo y te llama la atención», dice. «Es como entrar a una disco, de pronto ver un tipo y decir ¡wow! Y hay 4.000 tipos. Y a ese que viste vos no lo mira nadie. Es eso: encontrar una singularidad».
–¿Es un proceso de enamoramiento?
–No, es más salvaje. El enamoramiento es algo demasiado lírico y sutil. Hay algo mucho más primitivo, de posesión de la historia: es una entrega. Cuando estás con un tema, el mundo es ese tema. En ese sentido, se puede parecer más a un amor obsesivo. Y es de un solo lado: al tema vos le importás tres carajos. Se establece una transferencia, una empatía, pero el periodista nunca debe creer que se ha transformado en importante para el entrevistado.
–Alguna vez dijiste que funciona como un pararrayos, que no se puede quedar con el «quiste emocional» de la nota.
–Sí, me preocupa cuando veo que el periodista queda convulsionado con la historia. Salió un libro de perfiles que edité, hecho por periodistas latinoamericanos, Los malos. Descuartizadores, torturadores, gente siniestra. Y viva. A mí todo eso no me afecta personalmente. El punto era no hacer perfiles levantando el dedito indignado, diciendo que esa gente era una porquería: había que dejar que la realidad lo mostrara.
–¿Juzgar no es tarea del periodista?
–Cuando editás y escribís cosas, estás llevando la realidad para donde querés. Podés contarlo de modo sesgado y arbitrario o contar lo que viste con una subjetividad honesta. Pero siempre trato de dejar lo personal afuera. A nadie le importa si a mí me conmueve o no escuchar al entrevistado, si volví a casa llorando o feliz. Cosa mía. El texto sí tiene que ser conmovedor, pero no desde mi conmoción.
–¿Alguna vez sentiste culpa por tomar la historia de alguien y contarla?
–No, culpa no. Sí ha habido gente, poca, que no ha estado de acuerdo con lo que escribí. Se han enojado dueños de canales de televisión, empresarios, congregaciones religiosas, alguna actriz, pero nunca he tenido un problema serio. La mirada del otro sobre la vida de uno siempre es una mirada alienígena, como cuando te sacan fotos: uno no se reconoce. No todo el mundo entiende que un periodista no tiene por qué estar escribiendo para agradar; no va a escribir lo mismo que escribiría la mamá de esa persona. No tiene por qué ser una mirada complaciente, que además es poco interesante. Eso no quiere decir ser sarcástico: el sarcasmo no es necesariamente inteligencia, a veces es solo agresión defensiva, el equivalente al bullying en la escritura. Hay una especie de sobrevaloración del cinismo. Cada vez me interesan menos esas posturas, me resultan chatas. No creo que un periodista tenga que ser cándido, pero me molesta mucho el que cree que la única manera de ser inteligente es siendo dañino con una realidad determinada.
–Entraste al periodismo por la ficción, con un cuento en Página/12.
–Sí, fue rarísimo. Lo llevé pensando que lo iban a publicar en el suplemento literario, y cuando llegué el chico de la recepción me dijo que ya estaba cerrado. Me debe haber visto la cara de decepción, y me recomendó que lo dejara igual, a nombre del director del diario, Jorge Lanata. Página/12 era en ese momento un lugar muy aspiracional: los que escribían bien escribían ahí. Pensé que nunca le iba a llegar. Tres días después, mi papá lo encontró publicado en la contratapa y me lo trajo a mi dormitorio. Lanata me pagó muy generosamente, yo no lo podía creer. Leído a la distancia fue como una señal, la de decirle a alguien: se puede vivir de esto. Mi viejo tenía un supermercado y yo laburaba como cajera y reponiendo mercadería. Cada tanto llamaba al diario temblando, con el teléfono a disco, pensando si se habría olvidado de mí. A los seis meses me dijo: «Venite a Buenos Aires que tengo que hablar con vos. Te tengo un trabajo en Página/30». Me quedé paralizada. Le dije: «¿Vos tenés en claro que yo no soy periodista?». Y me dijo: «Sí lo sos, pero no te diste cuenta. El único consejo que te voy a dar es que vayas ahí, te defiendas como puedas, y las puertas que no se abran tiralas abajo a las patadas». O sea: defendete. En la redacción me medían, era como un paracaidista gaucho que llegaba colgado de una vaca. No tenía ni grabador, no había hecho nunca una entrevista, pero no recuerdo haber tenido el menor pavor. Me sentía como si hubiese hecho eso toda la vida. Era una redacción muy competitiva, y hubo una exigencia enorme, pero a la vez una gran generosidad y una gran libertad, que tenía que ser correspondida con trabajo.
–¿Seguiste escribiendo narrativa?
–No, esa fue la última cosa de ficción que escribí.
–¿Por qué?
–Empecé a hacer periodismo y se me desapareció la pulsión o la necesidad. Creo que era al revés, escribía ficción porque quería escribir, pero no encontraba otra manera de hacerlo que no fuera sobre cosas imaginarias. Porque, ¿con qué excusa te metés en la casa de la gente a preguntar? Cuando descubrí que podía hacer eso… ¡Contar historias de verdad! Recuerdo cómo escribía ficción y muy pocas cosas salían con la fluidez con la que puedo llegar a hacer una pieza de no ficción. A mí los límites de la no ficción parecieran darme más alas.
–¿Te definirías como una «cronista»?
–Nunca me digo cronista, sino periodista. Prefiero términos como «periodismo narrativo» o «periodismo literario». La palabra «crónica» está bien empleada, lo que no me gustan son los fenómenos parasitarios que surgen en torno a esa idea. Siento que cuando se habla de crónica se está hablando de una especie de instancia superior, de un género superador. Lo que hacemos es periodismo y, en el fondo, se trata de periodismo bien o mal hecho. El riesgo es que se transforme en una especie de moda.
–¿Cómo pensás a los lectores de estos materiales?
–Me parece que se comparten con el universo de los lectores de novelas, es un tipo de lector más musculoso. No es un lector apurado, que quiere leer algo en 140 caracteres, si bien la capacidad de concentración a todos se nos alteró con la tecnología y el cambio de velocidad de los tiempos.
–No tenés Twitter.
–Ni Facebook. Preservo mucho mi posibilidad de concentrarme y no le veo ningún tipo de utilidad a las redes. No me interesa compartir nada con nadie, perdón. Lo que tengo que compartir va cuerpo a cuerpo o por mail. No voy a estar escribiendo en Twitter cada tres minutos, obligándome a ser ingeniosa. Es un camino de ida: si lo hacés, lo querés hacer bien. Si lo hacés bien te lleva tiempo, y si te lleva tiempo te lo quita para hacer otras cosas. No siento que decir cosas en Facebook sea más importante para mí que escribir.
–¿Desde cuándo te sentiste periodista?
–Muy rápidamente empecé a decir que era periodista, ¡y con un orgullo! Me sentía identificada, hasta el día de hoy. Mi familia reaccionó con felicidad, había encontrado una cosa para hacer que me gustaba y me permitía tener la vida que quería tener: viajar, vivir donde quería vivir y de lo que quería vivir, que era escribir.
–¿Cuántas horas trabajás por día?
–Y, no menos de 12… A veces más. Si querés hacer algo que marque un poco la diferencia, me parece que no podés trabajar menos.
–Da la sensación de que no te molesta.
–No, en absoluto. Estoy siempre en estado no diría de tensión, pero sí de escritura, de estar pensando.
–¿Qué periodistas disfrutás leer?
–Me gustan mucho Juan Villoro y Martín Caparrós, que son como plan A y plan B. Villoro es un tipo muy sedentario, Caparrós se pasa la vida dando vueltas por todas partes. Me encanta Daniel Titinger, peruano. Creo que lo que define a todo el que hace periodismo es la curiosidad. Estás todo el tiempo queriendo ver, meterte, saber. Los periodistas que me gustan piensan yendo contra el lugar común, contra la frase hecha, y no solo por ir en contra sino para abordar la realidad que, a lo mejor, ya fue abordada cien veces, pero con la ilusión de encontrar un punto de vista distinto. Es muy difícil, hay muy poca gente con esa capacidad de pensamiento. Establecer una idea original es muy difícil.
–¿Cuáles fueron tus primeras incursiones en la biblioteca?
–Recuerdo haberme metido en algunos libros como quien entra a un país. En su momento me marcaron mucho los clásicos, como Dostoievski, Los hermanos Karamavzov o Lolita de Nabokov. Y, por muchos motivos, uno de los libros más importantes en mi vida es Madame Bovary. Me pareció de una modernidad infernal, ¿cómo un tipo en el siglo XIX podía hacer una cosa así? Es tan difícil hacer algo realmente nuevo. Y, de acá, los dos autores más importantes para mí fueron Bioy Casares y Cortázar. Cortázar porque establecía una cercanía, medio que te enamorabas. Era muy juguetón, muy seductor y era un autor posible. Escribir como Cortázar era posible, en cambio escribir como Borges no. Bioy tenía algo muy interesante: hablaba siempre de la escritura como algo gozoso, no tenía que ser necesariamente una tortura. Leía mucho desde siempre y cuando empecé a hacerlo con mi propio criterio y abandoné un poco el paterno, arranqué con Kafka, Camus, toda esa oscuridad. Pero Bioy era vital, jugaba al tenis, estaba con 70 mujeres, no le costaba nada escribir. Y me parece un cuentista increíble, autor de dos novelas magistrales, La invención de Morel y El sueño de los héroes.
–Tu trabajo ha sido ya muy elogiado, ¿cómo seguir?
–Pienso en cómo seguir reponiendo ese entusiasmo, que este trabajo no se transforme en una cosa burocrática, que siga ofreciendo desafíos. Y que una vez que vos sientas que llegaste a alguna parte, eso no se transforme en verdad, porque si llegaste, estás muerto. Y eso sí tiene que ver con el elogio: cuando llega desmedido por alguna cosa lo agradezco, pero internamente trato de aplacarlo. Nadie nunca llega a nada, porque eso que tenés hoy lo podés perder en un minuto. Y el desafío es otro, es trascender ese tapial y ver qué hay más allá. Tiene que ver con la ambición, que en el trabajo no es un sentimiento bajo para nada, y se relaciona con el desafío.
–Ya tu primer libro, Los suicidas del fin del mundo, fue muy bien recibido.
–Fue bien recibido pero tampoco fue la revelación, no se vendieron 400.000 ejemplares. Eso, creo, puede ser aplastante para alguien, irrumpir de esa manera. He entrevistado mucha gente que se dedica a lo creativo y ha tenido un pico de máxima creatividad y después eso no se repitió nunca más, y yo estoy muy atenta a eso. Prefiero una cosa más pareja antes que esas explosiones. Debe ser muy difícil seguir después de una especie de consagración. Que la consagración sea todo el laburo que se haga a lo largo de una vida. Y que se defienda solo.
—Valeria Tentoni
Fotos: Martín Acosta