De cerca

Revolución rockera

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La salida de Artaud, la obra cumbre de Luis Alberto Spinetta, coincidió con el regreso de la democracia y la llegada de Héctor Cámpora a la presidencia. En su último libro, el reconocido historiador y periodista analiza las claves que hicieron de 1973 un año bisagra a nivel político, social y cultural.

Sergio Pujol disecciona la cultura popular de una manera tal –una equilibrada combinación de análisis, investigación, producción y amplitud temática– que no tiene parangón en la Argentina. Se editan muchos libros sobre fenómenos pop, pero Pujol destaca por un tratamiento que integra el rigor académico con una prosa fluida. En el breve espacio filtrado entre su tarea de historiador y de periodista cultural, se tensan biografías de María Elena Walsh, Enrique Santos Discépolo, Atahualpa Yupanqui, Oscar Alemán y ensayos desplegados sobre temas como el baile (de la milonga a la rave), el jazz argentino, el vínculo entre el rock y la dictadura, las claves de la década del 60 y el misterio medular del formato canción. Ahora acaba de editar un libro que, de alguna manera, sintetiza varias de sus recurrencias y obsesiones: El año de Artaud. Rock y política en 1973.
Ya el mismo planteo resulta apasionante y sugerente. ¿Hay manera de articular a Antonin Artaud o a Vincent Van Gogh con consignas como «Cámpora al gobierno, Perón al poder», el accionar de Montoneros y esa fugaz esperanza que representó el año bisagra entre la dictaura de Lanusse y las patrullas parapoliciales de José López Rega? La respuesta es afirmativa. El libro es fascinante, recrea una época que, como diría Borges, «no podemos entender», y está estructurado en capítulos que corresponden a los doce meses del año. Entre enero y diciembre de 1973 pasaron demasiadas cosas en la Argentina y también en el rock. Quedan así, juntos pero no revueltos, Nito Mestre y Chamizo, Allende y Pipo Mancera, Piazzolla y Firmenich.
Hemerotecas, bibliotecas, discos y testimonios clave de personajes como Gustavo Spinetta, Claudio Gabis, Billy Bond, Carlos Cutaia, Emilio del Guercio, Rodolfo García, Pipo Lernoud y hasta Jorge López Ruiz, que dio detalles de inconmensurable valor sobre la frustrada musicalización del regreso de Perón en Ezeiza, son la columna vertebral informativa de El año de Artaud. Una big data diluida en las reflexiones y la narrativa de Pujol, que se entrega a la entrevista con una disposición encomiable.
–¿Por qué elegiste 1973? Da la impresión de que es un trabajo suspendido entre dos libros que escribiste hace tiempo: La década rebelde y Rock y dictadura. Crónica de una generación.
–Al principio pensé en escribir un libro sobre los años 70 y la música argentina, en parte para «llenar el vacío» entre esos dos textos que claramente se inscriben en una línea bastante definida de mis investigaciones. Pero los 70 están cronológicamente partidos al medio por la dictadura; son muchos y pocos años al mismo tiempo. Y la música, como dice Nicholas Cook, es una palabra demasiado pequeña para abarcar algo que involucra tantas identidades culturales. Como sea, no le encontraba la vuelta como tema de investigación, como sí había sucedido con los 60 y con los años de la dictadura. Pero después me di cuenta de que 1973 significó para el rock un desafío diferente. Ya no le bastaba con ser la música de una generación soñadora como sugiere «La balsa», y aún no había una situación de hostigamiento extremo que la obligara a encriptar sus mensajes, como ocurrió, por ejemplo, con «Canción de Alicia en el país». Fue el primer año del rock argentino en democracia, sus músicos y sus públicos votaron por primera vez. Y era la música de los jóvenes en una época de protagonismo político de la juventud, en un contexto de grandes expectativas de transformación. Muchas cosas pasaron ese año, y muchas cosas le pasaron al rock, y especialmente a su artista máximo, Spinetta. Me interesaba conocer más en detalle cómo había sido la relación entre «la juventud maravillosa» y una música bastarda que, sin dejar de mirar a Londres y a Woodstock, ya tenía un historial local.
–¿Cómo conciliaste el «bronca sin fusiles y sin bombas», que cantó Pedro y Pablo, con ese instante histórico marcado por la violencia armada?
–No hubo una conciliación total, si bien es cierto que en 1973 las acciones guerrilleras disminuyeron, en virtud de que se había iniciado un período democrático después de una larga dictadura. De todas maneras, creo que en el 73 la esperanza de una gran revolución acercó el rock a la política de un modo que, viéndolo a la distancia, nos resulta bastante llamativo y nos ayuda a deconstruir la idea de una música lunática o totalmente alejada de la realidad política y social. No digo que no haya habido tensiones. Por lo pronto, la violencia armada como medio de hacer política marcó una diferencia clave entre la radicalización política y el hippismo implícito en la cultura rock de aquellos años. Pero en los recitales también se levantaban los dedos en V. Si revisás las páginas de Espectáculos de Noticias, un diario conectado con Montoneros, vas a encontrar muchos elogios a Sui Generis, Aquelarre o Invisible, y quizá no tanto entusiasmo por la canción de protesta, que podía tener una funcionalidad militante pero que se agotaba rápidamente. Además, hubo un festival en el estadio de Argentinos Juniors, en marzo del 73. Los únicos que festejaron con un festival el triunfo de Cámpora fueron los rockeros. No deja de ser curioso.


–Muchos de los pioneros, gente como Pipo Lernoud, Miguel Grimberg y Javier Martínez, coinciden en que eran corridos por izquierda por imperialistas y por derecha por estrafalarios. A su vez, esos pioneros eran mayormente de clase media, clase media alta. Vos contás en tu libro el acceso al rock de cierto proletariado, que se sentía reflejado en Pappo’s Bues y La Banda del Oeste, entre otros grupos. ¿Cómo se desarrolló toda esa coyuntura a lo largo de 1973?
–Hay una crónica en la revista Panorama describiendo al público del BA Rock del 72 muy interesante. Se habla de un público diferente, que hasta entonces no asistía a los recitales: «Muchachones auténticos del suburbio», escribe el periodista. Esto se relaciona con la percepción del rock como una música «pesada», tanto en términos sónicos y de lenguaje como en relación con su público, ahora incrementado con jóvenes del Conurbano. Por otro lado recordemos que Landrú, un agudo observador de las clases sociales en la Argentina, calificaba al rock local como «mersa». De todos modos, no hablaría del rock como una expresión «de clase», como sucedería mucho más tarde con la cumbia villera. El eje de la identidad rockera era básicamente la juventud entendida como una categoría transnacional, predominantemente masculina, más allá de la diversidad social que esta categoría implicara. Del mismo modo que en la militancia política se reconocía cierta amplitud en cuanto a procedencia social (incluso, en los cuadros políticos, predominaban jóvenes de familias de clase media e incluso alta), el rock nunca dejó de tener un perfil policlasista y una mirada cosmopolita reñida con el nacionalismo. En realidad, si uno buscaba público mayoritariamente «humilde», tenía que ir a un recital de Leonardo Favio.
–Es notable cómo lograste vincular a un disco como Artaud, más ligado al surrealismo que a la política, con un momento del país tan particular.
–Dos cuestiones. En primer lugar, destaco la singularidad absoluta de Artaud, incluso dentro de la obra de Spinetta. Su lenguaje musical, sus letras, las formas irregulares, la interpretación vocal, la increíble variedad de materiales melódicos (cada canción es diferente al resto) y, obviamente, la tapa deforme: imposible exagerar el gesto vanguardista de un músico «popular». Asimismo, que su inspiración literaria viniera de un escritor maldito francés, dueño de un lenguaje revulsivo, un escritor que denunciaba a la sociedad de un modo tan radical al punto de culparla por la muerte de Van Gogh, ¿cómo no ver eso como dato de época de un momento tan cuestionador, por más que el disco pasara algo inadvertido en su momento? En segundo lugar, Artaud terminaría siendo el disco más célebre, «el mejor» según encuestas, de una música que en 1973 estaba en un momento especialmente creativo, en pleno crecimiento. Es decir, mi elección también tuvo que ver con el recorrido que el disco hizo a lo largo del tiempo, hasta terminar donde terminó. Así como siempre volvemos al 73 como referencia política, positiva o negativamente según las ideologías, siempre volvemos a Artaud como ideal o modelo de un rock que se atrevió a desafiar a la sociedad capitalista: el mercado de bienes culturales, la alienación del ser humano, las convenciones e hipocresías sociales, etcétera.
–¿Creés que, en general, se sobredimensiona o se subestima la conciencia política del rock de la década del 70?
–Creo que se tiende más a subestimarla. El error está en considerar «conciencia política» en un sentido esquemático. Si pensamos los 70 en términos de imaginación utópica, no hubo un género musical más comprometido con su tiempo que el rock.
–Es llamativa la relación entre un movimiento que era un gueto y, a la vez, tenía grandes picos de masividad. ¿Cómo se formó ese público? ¿Era la revista Pelo, el boca a boca?
–No es una pregunta fácil de responder. Hubo un estallido, una irrupción que sigue resultando bastante misteriosa. Entre 1968 y 1973 algo pasó con la música beat, pop o «joven». La recepción del pop post-Sgt. Pepper’s tuvo mucho que ver, pero no fue lo único. Spinetta siempre dijo que María de Buenos Aires, de Piazzolla y Ferrer, fue una de las grandes influencias de Almendra. Es verdad que creció el público, pero lo hizo porque hubo una generación de artistas que levantó la vara de la música popular tal como se la conocía hasta entonces. De lo contrario, ese público se hubiera orientado hacia otra música, como sucedió en otros países de la región que se «volvieron rockeros» algunos años más tarde. Luego operaron distintos factores: el clima de expectativa revolucionaria puso en valor todo aquello que significaba o prometía una ruptura con lo establecido. Todo lo que fuera una provocación, y el rock era una gran provocación animada. Desde luego, la revista Pelo tuvo también un rol importante. Y la industria del disco se avivó de que algo distinto estaba pasando con la música joven, y entonces Music Hall y Microfón tomaron la antorcha de Mandioca. Luego vendrían los festivales BA Rock, con la película Rock hasta que se ponga el sol.


–Tu libro es mucho más que revisionismo: por momentos parece estar hablando del presente.
–Puede ser. Creo que la leyenda de Artaud se explica por el potencial que entonces tenía una música relativamente nueva, pero también por las cosas a las que esa música renunció más tarde, por lo que fue dejando en el camino. Lo mismo pasa con la memoria política. Que aquello de «mañana es mejor» haya decantado en una cierta melancolía es algo decepcionante, pero al mismo tiempo ahí está el «mensaje» de Artaud como un despertador, algo que después de varios años nos sigue interpelando. Cuando Spinetta canta «las almas repudian todo encierro» nos habla a nosotros, ahora.

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