Con un estilo novedoso, se abrió camino en el ambiente del género y fue reconocida recién después de triunfar en Francia. El apoyo decisivo que recibió de Aníbal Troilo y de Julio Cortázar. La situación actual del país y la lucha feminista analizadas por una cantante con una fuerte vocación política.
10 de abril de 2019
Por expresión, por temperamento escénico y por trayectoria, Susana Rinaldi es una de las figuras más formidables que dio el tango. No le fue fácil imponer su avanzada: surgió en las agitadas décadas de 1960 y 1970, cuando la patria tanguera se mordía la cola intentando modernizar su sonido frente a las nuevas generaciones que le daban la espalda. La cantante constituyó una novedad, pero iba demasiado lejos: irrumpió en ese panorama con actuaciones performáticas, un repertorio nuevo y un estilo notable que, mucho tiempo después, sería consagrado por la prensa francesa como un mix entre «la amplitud vocal de Édith Piaf y la presencia de Liza Minnelli». Sin embargo, en la Argentina le llevó mucho más tiempo ser aceptada. Tal vez por eso, sentencia de entrada con honestidad brutal: «Los tangueros no me soportaban».
Ya de regreso de mil batallas, Rinaldi rememora aquellos tiempos con lujo de detalles, como si no hubieran pasado 50 años: se apasiona, se muestra enérgica, habla sin medias tintas. La ayuda una memoria prodigiosa y una historia que es un auténtico aleph: se cruzan todas las coordenadas de las últimas décadas de la Argentina. Allí están los años de explosión en el café concert y en las salas porteñas más sofisticadas, como La Botica del Ángel, 676 o Michelangelo; el respaldo de unos pocos quijotes del tango y el recelo del resto; el exilio, el acecho de la Triple A, la consagración europea y la presencia fundamental de Julio Cortázar; su fugaz paso por la televisión con La cigarra en la primavera alfonsinista y el éxito de la revista de tango Gotán en pleno menemismo. Está también su pasión por la política: la militancia en el Partido Socialista de la mano de Alfredo Bravo y el regreso definitivo al país con el triunfo de Néstor Kirchner en 2003. Mientras se recupera de problemas de salud y prepara proyectos de música y teatro, redobla la apuesta: «El tango era un ambiente muy resentido y machista».
–¿Qué le criticaban?
–Eran insolentes. Nunca me voy a olvidar del cantor Ángel Cárdenas: dijo que yo era necesaria por mi elegancia para vestirme. A mí me daban ganas de darle una patada. Otros me preguntaban qué me llevaba a homenajear a Cátulo Castillo o a Homero Manzi, como diciendo que no me metiera con los próceres. También se agarraban de tangos bellísimos que yo interpretaba de Eladia Blázquez, solo por el hecho de criticarme. En el fondo, no soportaban que fuera mujer, que viniera del teatro y que encima me gustara interpretar textos dentro del espectáculo, como si se tratara de un juicio de valor, enfrentando la palabra a la canción.
–Su modo de cantar era toda una novedad frente a la tradición de las cancionistas. ¿Cómo la tomaron ellas?
–Hubo algunas que se acercaron con buena onda. Se dieron cuenta de que lo que hacía era una cosa diferente, a la que le podían prestar atención. Pero en líneas generales fue una relación complicada o de bronca, directamente, con Nelly Omar y Libertad Lamarque. No me pasó lo mismo con Mercedes Simone, la mejor de todas. Ella fue una cantante con una coloratura espléndida que no necesitó poner la voz finita para llamarse mujer. Con tripas, sentimientos y talento tuvo un estilo fantástico. A mí nunca me interesó cantar el tango parándome delante de un micrófono y punto. Siempre me gustó plantarme en el escenario, soy lo que los portugueses llaman una expresadora.
–¿Quiénes la defendían?
–Cátulo Castillo fue uno de ellos. Habló maravillas sin conocerme. Después nos tratamos mucho, le dediqué un disco completo a su obra y él escribió una carta memorable donde ponía la cara por mí. Aníbal Troilo también fue muy generoso, actuó como el padre que no tenía. Yo sentía un cariño enorme por Pichuco y por su mujer, Zita.
–¿Cuándo llegó el reconocimiento?
–Cambió todo con la repercusión que tuve en Francia a partir de los años 70. Cuando me colgaron las medallas en Europa, me empezaron a tener en cuenta acá. Yo me fui del país echada por la Triple A, llegué a París sin nada, sin recomendación, sin saber si el director del Teatro de la Ville me iba a tener en cuenta. Tampoco sabía si podía mencionar que cantaba tango porque era una música desprestigiada. Me fui solo con cinco o seis copias de mi primer disco Mi voz y mi ciudad como carta de presentación. Julio Cortázar fue fundamental, me apoyó mucho. ¿Sabés como lo conocí? Él estaba frente a una librería, yo pasé caminando y lo saludé. Con su voz grave me dijo que hacía tiempo que me estaba buscando. Parecía una película. Escribió mucho sobre mí, a veces con seudónimo, porque decía que podía tener problemas políticos si se enteraban que era él. Acá creían que era el periodismo, pero era Julio.
–¿Era pesado el clima en París?
–Sí, porque había muchos militares argentinos camuflados y también montoneros exiliados. Un día en París apareció un señor que pidió hablar con el director del Teatro de la Ville, donde me presentaba, y le dijo que yo no podía seguir cantando porque había viajado a contar mentiras. Yo vivía con cierto temor, había mucho loco y resentimiento. Allá sabían todo lo que pasaba acá, no me hacía falta ver mucho. Cuando volví, me encontré con un país decidido a cambiar muchas cosas, con Raúl Alfonsín a la cabeza. Por esa razón, se dieron cuenta de que yo no venía a lucir nada y que además tenía el visto bueno de los europeos.
Clásica y moderna
A lo largo de su trayectoria, Susana Rinaldi tuvo un cuidado especial en la elección del repertorio, poniendo atención en sus discos y espectáculos a las nuevas composiciones, sin perder de vista las obras clásicas. En sus inicios grabó dos trabajos conceptuales extraordinarios dedicados a grandes poetas: A Homero, de 1969, consagrado a Manzi, y Cátulo Castillo, de 1973. Pero al mismo tiempo ancló en el cancionero contemporáneo escrito por mujeres: le puso voz a la obra de Eladia Blázquez, María Elena Walsh, Mandy y Carmen Guzmán, dando visibilidad a una generación notable de letristas y compositoras.
–¿El tango es machista?
–Sí. Pensemos que nació para ser bailado entre hombres que no eran gays y que no sabían cómo distraerse. Después ganó espacio el tango canción y se escribieron letras para ser cantadas por varones. ¿Qué espacio le quedó a la mujer? Ninguno. Yo desde mis comienzos tomé una decisión: les cambié el género a algunas letras para poder cantarlas desde mi lugar de mujer. Tuve mucha suerte, porque después conté con grandes letristas que escribieron para mí eliminando esa pauta machista.
–¿Fue difícil imponer ese repertorio?
–Sí, todas las mujeres tuvimos que pelearla en el tango. Porque en el fondo era como si le estuviéramos robando la esencia al varón al querer cantar. Fue un modelo que tratamos de modificar. Yo luché mucho porque siempre sentí que el tango no le pertenece a nadie. Con Eladia Blázquez pasábamos horas debatiendo sobre este tema. Yo le decía: «Nena, no voy a poder decir esto, cambiame el género». Ella lo hacía muchas veces a regañadientes. Con su tango «A un semejante» yo le pregunté: «¿Conocés a algún hombre que se anime a decir esa maravillosa letra?». A Eladia le costaba pasar a la mujer.
–¿Cómo vive la lucha feminista?
–Me encanta. Pero quiero aclarar: es una lucha que viene desde hace muchos años. El primer programa de la televisión argentina con una auténtica mirada femenina se emitió en 1984 con el regreso de la democracia. Se llamó La cigarra, salió en Canal 11 y lo hicimos María Elena Walsh, María Herminia Avellaneda y yo. Vine de Europa para hacer el ciclo y por suerte no levanté la casa allá. Duró tres meses porque los mismos que nos pusieron, los radicales, se cagaron de miedo por todo lo que decíamos. Fue el primer programa de televisión donde entraron las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo. También invitamos a Carlos Menem, que era gobernador de La Rioja, cuando todo el mundo se lo quería sacar de encima. La libertad que tenía ese programa, en un momento histórico en el que ni siquiera estaba instaurada la Ley de Divorcio, era absoluta. Teníamos tanta libertad que ninguna sabía lo que iba a decir la otra. Todavía hay gente que me dice que no se movía de su casa para ver el programa.
–¿Pero no la alegra la lucha por la igualdad de género?
–Es algo maravilloso. Los galones que se ganaron las mujeres no tienen parangón con nada. Son una multitud de diferentes procedencias y edades defendiendo causas que son justas. Todas necesitábamos que pasara. Lo que lamento es que ninguna me haya invitado a participar, lo siento en el alma, quizá no creyeron que me fuera a interesar. De todos modos, me alegra lo que pasa, ahora hay que mostrarse fuertes para que todas estas batallas tengan sentido.
Un país que está de olvido
La política es otra de sus grandes pasiones. Entre 2011 y 2014 se desempeñó como legisladora porteña por el Frente Progresista Popular y, en 2014, fue elegida por Cristina Fernández como agregada cultural de la Embajada de Francia, cargo al que renunció cuando asumió como presidente Mauricio Macri. La cantante es una mujer de acción: actualmente ejerce como vicepresidenta de AADI (Asociación Argentina de Intérpretes) y es embajadora de Buena Voluntad de la Unesco.
–¿Cómo ve al país?
–Muy mal, hay una gran desolación. A veces pienso que me voy a despertar y voy a encontrar que todo fue una pesadilla. Pero no solo no lo es, sino que hay para rato. Pensé que mis nietos no iban a recibir al país en estas condiciones. Siento que no pertenezco a un pueblo determinado a ganar la parada. Siempre estamos esperando que venga el otro a salvarlo. Ahora, quién es el otro, no se sabe. Nos hemos dejado y eso me duele muchísimo.
–¿Qué opciones encuentra?
–Con el kirchnerismo no sé qué pasa. Hay gente que no me gusta para nada. Andá a saber si vuelve con la misma actitud. Me gustaría que Cristina tuviera la posibilidad de aparecer para desmentir todas las acusaciones judiciales, que pueda salir a decir «mentira mentira» como la letra del tango. Tiene que hablar. Néstor Kirchner murió por luchar, por el costo de pagar la deuda externa con el FMI y ahora la cuenta es mucho más grande. Es muy triste. Y debo decir que extraño a Alfredo Bravo, quien me enseñó política. A él no se le podía achacar nada. Pero no era peronista. Y en este país si no sos peronista, sos una mierda. Yo se lo digo a los peronistas: el día que entre ustedes se dejen de garantizar la corona que el santo padre les metió en la cabeza, van a surgir otros peronistas. Hay que escribir otra historia. Es muy desgraciado lo que nos pasa: después de haber creado tantas cosas maravillosas, la ciudadanía tiene miedo. Percibo ese único sentimiento.
–¿Miedo a qué?
–Nadie habla porque no vaya a ser que la semana que viene necesite un trabajo y no se lo den por lo que dijo. Creí que eso se había ido para siempre. En los años 90 hice el espectáculo Tiempos del mal vivir en el Teatro San Martín. Por esa razón nunca más me volvieron a convocar. ¿Cómo no tener miedo? Lo que pasa es que yo soy una bestia que me puedo parar en la esquina de Corrientes y Talcahuano a decir mis verdades. Hay gente que me tiene miedo porque tengo memoria. Yo nací como actriz en el Teatro San Martín, pero no soy digna de tener un espacio ahí. Tampoco en el Cervantes. Soy una persona que no conviene, de esta mujer no se habla.
–¿No se siente reconocida?
–Sí, pero es porque tengo 83 años. Si no tuviera esta edad, no me pasaría. Cuando subo al escenario siento que recupero aquella vieja pasión de cantar.