Trabajó con directores como Torre Nilson, Favio, De la Torre y Martel. Este año protagoniza las películas que estrenaron Campanella y Trapero. La actriz repasa los grandes hitos de su trayectoria en cine y se desmarca de la etiqueta de diva. Intimidades de una estrella que mantiene viva su vigencia.
26 de junio de 2019
El amplio living de Graciela Borges tiene un ventanal enorme que mira a la avenida Figueroa Alcorta. La dueña de casa dice que no sale a ese balcón, que prefiere el del otro ala, que da a la calle Tagle, porque es más tranquilo y menos invasivo. En las paredes, mesas y cómodas que pueblan el ambiente abundan las imágenes de la actriz, que remiten a diferentes épocas. En una de ellas se aprecia todo su esplendor, con el torso desnudo, en una escena de Pubis angelical, película de 1982. «Poco quedó de esa chica», desliza, con su voz más grave de lo habitual por culpa de una gripe.
Le llega un mensajito de Juan José Campanella, que se interesa por su salud. Y ella tipea con agilidad la respuesta en su teléfono. Dice que se está haciendo amigas a través de las redes sociales, que prefiere Instagram a Twitter. En la charla surge el nombre de Mara Ordaz, el personaje que interpreta en El cuento de las comadrejas, el último film de Campanella: una diva ostentosa. «La gente cree que yo soy así, que tengo ese divismo, ese glamour. Y yo no tengo nada que ver con Mara Ordaz: soy tímida, retraída, como la mayoría de la gente de cine, que no es como la de la tele. Tenemos otro tipo de ego, más modesto, menos efervescente», dice.
–¿Por qué pensás que la gente tiene esa imagen de vos?
–Porque soy conocida desde hace muchos años, por mi tono de voz, por un supuesto egocentrismo del que carezco, por el lugar donde vivo. Pero yo tengo una realidad austera, vivo aquí hace 43 años y, como decía Rodolfo Bebán, «no hay nada mejor para un actor que disfrutar pasar inadvertido».
–¿Qué tiene que tener un personaje para que te seduzca?
–Tiene que tener un director como Campanella, que construyó un personaje querible e ingenuo como el de esa vieja gloria de la actuación que es Mara Ordaz, una mujer muy metida en su casa, que nunca se dio cuenta de nada y que cuando alguien más joven la reconoce es como que vuelve a vivir, le cambia la cabeza y quiere regresar.
–En tu anterior película, La quietud, de Pablo Trapero, encarnabas a un personaje totalmente diferente.
–Esmeralda, sí, una mujer tremenda, oscura, turbia, con un pasado condenable. Me parecieron muy importantes estos dos trabajos, porque me desafiaron, me obligaron a hacer un esfuerzo y, de algún modo, me hicieron pensar para qué cosas todavía estoy en la actuación.
–¿Y qué conclusiones sacaste?
–Bueno, me siguen convocando. Tanto Trapero como Campanella me demostraron con su interés y su cariño las ganas que tenían de contar conmigo en sus películas.
–¿Te hace sentir bien?
–¡Qué te parece! A esta altura del partido, es un honor.
–¿Por qué decís «a esta altura del partido»?
–Porque ya no soy más esa nena, aunque todavía conservo el espíritu juguetón de aquella muchachita.
–Muchos cinéfilos coincidieron en que tus dos últimos trabajos se parecen a tu imagen fuera del set.
–No coincido en absoluto. Yo soy muy cuidadosa con ese tema, pienso mucho cada personaje antes de introducirme y soy consciente de que me tengo que despegar de mí, por eso no creo que tanto Esmeralda como Mara se me parezcan. Una sola vez sentí que el personaje se parecía a mí: fue en Heroína, de 1972. Y recuerdo que se lo comenté a Raúl De la Torre, el director. Le dije que no me había quedado conforme con mi trabajo porque no había logrado despegarlo de mí.
–¿Cuán importante es tener cierto vínculo con el personaje que se interpreta, aún tratándose de un ser reprobable?
–Fundamental. Por más que encarne a una asesina despiadada, yo como actriz debo cobijarla en un rinconcito de mi corazón, de lo contrario no llegás a buen puerto.
–¿Te gusta verte en pantalla?
–Siempre me veo una sola vez, no hay segundas vueltas porque sé que me va a molestar y descubriré defectos que, quizás, no quiero encontrar.
–Fuiste la musa de Raúl de la Torre, quien más te dirigió: Crónica de una señora, La revolución, Sola, Pubis angelical, Pobre mariposa, Funes, un gran amor y Heroína. ¿Es bueno para una actriz ser dirigida por el mismo realizador?
–De la Torre ha sido un gran profundizador de la mirada hacia los valores de la alta burguesía y, especialmente, se caracterizó por ser un detallista y estilista de la vida de las mujeres. Quizás Heroína estuvo muy pegado a otros films, por eso después le pedí sentirme más libre.
–¿Cómo te llevás con la edad?
–Yo digo el año en que nací, pero no hablo de números, ¿para qué? Sí menciono el año de nacimiento que, de paso, quiero corregir a Wikipedia, que pone que soy dos años más vieja. Y no se trata de si lo soy o no, pero sí me molesta, porque soy del 10 de junio de 1943 y ponen que soy de 1941. Y son 24 meses que no los he vivido, me los están robando. Claro, pero como arranqué a los 14, se piensan que soy Matusalén.
–¿Vivimos una época en la que se exacerba la juventud y la belleza?
–En la televisión pasa mucho, los viejos prácticamente no tienen lugar. Todos son chiquitos de 18, 20 años, con muy poca experiencia; eso sí, son divinos. En el ambiente donde me muevo, que es el cine, hay mucha gente grande y, pruebas al canto, ahí está el grupo de actores que me acompaña en El cuento de las comadrejas, como Luis Brandoni, Marcos Mundstock y Oscar Martínez.
–¿Sos de pensar en lo que viene?
–Miro de reojo, no estoy ansiosa pensando en la próxima película en la que trabajaré, pero sí me importa creerme que, más allá de los achaques, sigo en actividad. Eso sí, veo mucho cine y hay actrices que no dejan de sorprenderme.
–¿Por ejemplo?
–Mercedes Morán me parece una de las más completas de estos tiempos. Tiene todo, parece saberlo todo y resuelve con una facilidad pasmosa. También me sorprendió Sofía Gala, esta chiquita es cosa seria. Y Carla Peterson ha crecido mucho, tiene una comicidad muy bien lograda. Pero no quiero nombrar más, prefiero decir que las actrices están atravesando un gran momento.
–¿Sentís que hubo alguna película bisagra en tu carrera?
–Tengo muchas películas, más de 60, filmé con Torre Nilson, De la Torre, Favio, Polaco, Ayala, Antín. Y recuerdo grandes trabajos, pero prefiero hacer hincapié en estos tiempos, como La ciénaga, de Lucrecia Martel, una película muy emotiva, que fue una bisagra para el cine argentino.
–¿Podés remarcar algún director por encima del resto?
–No podría, no sería ecuánime, porque con cada director aprendí cosas. Sí puedo decir que todos me dieron lo más preciado para una artista: la libertad para hacer y deshacer. Lo subrayo porque ellos eran bien distintos, pero a todos los quise y les entregué lo mejor de mí, con el mismo amor y cariño.
–¿Hubieras aceptado que te coartaran esa libertad?
–A veces te embarcás en un rodaje y estás enfrascada, no vas para atrás ni para adelante, no podés salir. Es terrible no tener libertad para crear, casi tan fulero como la no aceptación del público. Ay, qué horror.
–¿Siempre la tuviste, o tuviste que transpirar para lograrla?
–Me la gané con trabajo, con paciencia y con la vigencia. La aceptación no se consigue en uno, ni dos ni cinco años, sino que se construye al cabo de décadas.
–¿Recordás algún personaje que te haya complicado más de la cuenta?
–Sí, uno que particularmente me mortificó pero a la vez me llenó de confort fue en Las manos, la película de Alejandro Doria sobre el padre Mario Pantaleo. Ahí interpreto a Perla, una mujer que lo conoció a partir de una dolencia en el cuerpo, que fue primero su admiradora y luego su colaboradora en la iglesia. Y recuerdo que me conflictuaba cómo debía encarnar a una mujer que vivía para ese maestro espiritual, y esa angustia me la traía a casa y le daba vueltas, hasta que creo que pude destrabarla. Pero fue uno de los trabajos más complejos y que más orgullo me dio.
–Una vez Ingrid Bergman se le acercó a Ingmar Bergman en un festival, y le puso un papelito en el bolsillo: «Teneme en cuenta». ¿Nunca te pasó algo parecido?
–Mmm, no, siempre fui convocada, doy gracias a Dios que pude hacer un film tras otro y así encadenar una trayectoria de ensueño. No puedo pedirle más a este oficio. Aunque reconozco que una vez le hice saber a Campanella que me encantaría participar en El hombre de tu vida, y me convocó para estar en el último capítulo de la primera temporada. Yo veía el programa, me encantaba y me alucinaba la manera en que Juan José pudo adaptar su estilo a la televisión.
–¿Qué pensás cuando se refieren a vos como «el último ícono del cine argentino»?
–Yo no sé lo que es ser diva y mucho menos ícono. No quiero vivir así, no quiero una estatua ni que me rindan pleitesía. Lo que piensan o dicen de mí no es asunto mío, ya no quiero perder más el tiempo dando explicaciones de quién soy o cómo soy. Los que me conocen lo saben bien.
–¿Hiciste mucha terapia?
–Nada más y nada menos que 25 años. Pero tuve la suerte de tomar cinco sesiones con Marie Langer, la única discípula de Freud en la Argentina, tan sabia, tan revolucionaria. Y esos encuentros me sirvieron más y fueron más determinantes que los 25 años de hablar con distintos terapeutas. Con la contención de su mirada, ella pudo llegar a mi alma y sostenerla. Atravesó la cuarta pared.
–¿Qué es lo que más te enamora de un hombre?
–La inteligencia es lo más sexy que hay en el mundo. Pensemos en Jean Paul Belmondo, Aristóteles Onasis, Carlo Ponti o Serge Gainsbourg, feos pero con una seducción, un tono de voz y una inteligencia que parecían bellísimos. Acá Juan Minujín es feo, pero tiene una actitud que lo posiciona como un sex-symbol. Hay gente hermosa cuya belleza se hace añicos cuando abre la boca.
–Pudiste explotar las dos vetas en tu carrera, belleza e inteligencia.
–Lo deberían decir los demás. Yo recuerdo que en mis primeras películas lo que más acentuaban era mi belleza y, francamente, a mí no me gustaba, aunque admito que es una bendición ser bello, como el amor. Siempre tuve el anhelo de que me considerasen una buena actriz.
–¿Con qué soñás?
–Poder mantener la autonomía, poder caminar, seguir disfrutando de mi nieta Jesús, de charlar con mi hijo Juan Cruz y de encontrarme con mis muchos y buenos amigos. La vida son las pequeñas cosas que nos pasan mientras estamos ocupados en grandes cosas. Yo soy feliz en las pequeñeces de cada día. Seguir teniendo eso me hace sentir millonaria. Después tengo claro que, así como vinimos desplumados, nos iremos desplumados.
–¿Pensás en la muerte?
–Sí, claro, la pienso y no me asusta. Me da mucha curiosidad, no me inquieta. Pienso en la muerte y no me angustio, más bien sonrío y me preguntó qué habrá del otro lado.
–¿No hay temores?
–No, para nada. La vida ha sido larga y buena conmigo, con defectos y virtudes, pero he tenido una existencia que me ha hecho una mujer plena. Estuvo bueno vivir.
Fotos: Soledad Lareo / Prensa Graciela Borges