Tuvo su gran entrada en el panorama literario hace veinte años, con una novela premiada que alcanzó su versión cinematográfica. Después de probar con géneros como el cuento, la poesía, el ensayo, el guion y la crónica, encontró un nuevo impulso creativo en la composición de canciones.
25 de julio de 2018
Este otoño se cumplieron dos décadas desde que Pedro Mairal (Buenos Aires, 1970) debutó en las arenas de la literatura argentina ganando el Premio Clarín de Novela con Una noche con Sabrina Love. El número redondo le trajo de premio un año de reediciones: a su última y muy exitosa novela, La uruguaya, se suman nuevas versiones de El año del desierto, Salvatierra y aquella primera obra narrativa que lo colocó para siempre en las bibliotecas. Todo de la mano de Emecé, sello que se propone recuperar próximamente sus cuentos de Hoy temprano y sus libros de poemas (Consumidor final y Tigre como los pájaros). Además, volverán en reunión sus tomos de Pornosonetos, publicados con el seudónimo de Ramón Paz por Eloísa Cartonera y Vox.
Como si eso fuera poco, Mairal también se pasó estos años escribiendo columnas, notas y conferencias (reunidas y editadas por Leila Guerriero en el libro Maniobras de evasión), guiones, una «novelita en sonetos» (como llama a El gran surubí), conduciendo programas de televisión y viajando por el mundo con escalas en distintas ferias y festivales. Su creatividad, siempre hambrienta de nuevos canales, ahora está embarcada en otra aventura. Esta vez es sonora: hace un tiempo, le robó el ukelele a su hija pequeña y se puso a componer canciones.
–¿Cómo te llevás con las reediciones?
–Me gusta que los libros salgan con otras tapas, les da un nuevo aire, pero no los corrijo. Por ejemplo, se reeditó Una noche con Sabrina Love y no me animé a tocarlo. Me pareció que el cuarentón escéptico que soy ahora no tiene por qué meterse con el veinteañero entusiasta que escribía de otra manera. Si yo me ponía a corregir ese libro, por ahí le arruinaba la frescura que tiene. ¿Cómo intervenís eso, veinte años después? Me parece que es un poco desleal con el que fuiste. Es una teoría posible: después está Borges, que corrige todos sus poemas escritos a los 20.
–O Bioy Casares, que escondía sus primeros libros. En tu caso no hay ninguno «borrado», ¿no?
–Escribí bastante antes de publicar, cuentos y poemas que cayeron a la nada. La primera carpeta de poesía, que después se convirtió en Tigre como los pájaros, cambió de título muchas veces y era como un árbol: caían poemas, salían nuevos, como hojas. Pero es necesario eso, creo. La verdad es que no siento que tenga que esconder cosas.
–Cuando publicaste tu primer libro, ¿ya estabas estudiando Letras?
–Eso fue en el 98, yo estaba yendo a la facultad, pero ya estaba terminando. Trabajaba como adjunto en una cátedra. Iba a lo de Félix della Paolera, que fue mi primer y único taller. Era un muy buen taller. «Grillo» te dejaba equivocarte, no intervenía mucho en los textos. Le importaba más que escribieras, que fueras para adelante. Te hacía algunas marcas con lápiz, poco, como para que te dieras cuenta de que lo había leído; pero no era de decirte que estaba todo mal. Hay talleristas más agresivos, que se meten más. Y él quería que vos desarrollaras tu estilo, a tu manera, que te fueras equivocando en tus cosas. El taller es para eso: es un lugar de trabajo. En realidad, ir al taller y estudiar Letras fue en paralelo, y a la vez es algo que casi no se toca. Es que estudiar Letras y escribir es como estar loco y estudiar psicología. La carrera de Letras te convierte en un muy buen lector, y es cierto también que eso decanta en la escritura, en la medida en que leas mucho, pero por la lectura, no porque te hagan escribir ahí.
–A la pregunta «de qué vive un escritor», ¿cómo te respondiste al principio?
–Yo empecé a dar taller literario en la facultad. Y durante once años di un curso de redacción para abogados. Lo fui desarrollando solo. Primero, corrigiendo textos me fui dando cuenta de que había patrones de errores. Fui viendo que algunas cosas las hacían a propósito –lo de la ambiguedad a veces deliberada, lo de la letra chiquita–, pero muchas veces porque estaban atrapados en ese estilo. Era un lindo laburo porque me llevaba medio día, estaba bien pago, no me consumía una parte creativa en mi cabeza muy grande, y me permitía escribir a la par.
–¿Cómo fue recibir el Premio Clarín a los 28 años?
–Pensaba que no iba a ganar, pero había una cláusula en el concurso que decía que algunas novelas les podían interesar a los editores, aunque no ganasen, para ser publicadas. Entonces me dije, «bueno, a lo mejor les gusta el libro y me lo sacan». De hecho, había terminado la novela y la había tirado en un cajón en mi escritorio, no sabía qué hacer con eso. Pero un amigo me pasó las bases del Premio Clarín, y la mandé. Fui a llevarla el último día. Eran más de 700 novelas y había que mandar tres copias, así que eran torres y torres de anillados. Dejé el mío con muy poca fe y me fui a casa. Después, salí entre los finalistas en el diario del domingo anterior. Y ahí ya me puse muy nervioso.
–¿Cuál era tu seudónimo?
–«Simón». Por Simón Pedro, el apóstol. De hecho, después me confesó Gabriela Liffschitz, que fue una de las primeras lectoras del libro, que al principio pensaron que podía llegar a ser autoría de una mujer, por Simone de Beauvoir, y porque parecía una mujer mostrando muchas cosas del machismo. Es que al personaje, un chico que va a encontrarse con una estrella porno, distintos tipos le van diciendo todo lo que le tiene que hacer a «las minas», que las minas son esto o lo otro. A mí me gustó eso, que pudiera ser un libro escrito por una mujer. La novela salió en Anagrama enseguida, y yo no estaba listo para eso. Fue muy explosivo todo. Después me guardé un poco, me puse a escribir poesía y cuentos.
–Con tu última novela, La uruguaya, también tuviste un tramo largo de espera. ¿Cómo vivís esas pausas entre novela y novela?
–La gente dice «volviste a la literatura» cuando saco una novela, y no, siempre estoy haciendo cosas, lo que pasa es que algunas son más visibles que otras. Yo voy escribiendo lo que tengo ganas. No sé si podría sacar cada año un libro como La uruguaya. Un amigo me dijo: «A La uruguaya la escribiste de taquito», y yo le respondí que sí, pero que ese «taquito» me llevó diez años de práctica. Fueron diez años de la época de los blogs, de desarrollar un tono más coloquial, el tono de las columnas, de las crónicas de viaje que escribí. Y después, un matrimonio chocado, haberme divorciado. Bueno, todo eso está puesto en la novela. La escribí rápido, es cierto; la tipeé rápido, pero me llevó mucho tiempo escribirla. Yo no escribo narrativa hasta que no hay algo que decanta. Me gusta que haya una verdad íntima, no necesariamente autobiográfica. Que tenga una especie de peso, de respaldo oro, como un respaldo vivido.
–En Maniobras de evasión hablás sobre cómo tomar descanso de la escritura.
–Cada uno lo hace a su manera. A mí me sirve mucho cruzar géneros. La idea de un tipo sentadito, solo, escribiendo novelas, a mí me aterra. Hay gente que lo puede hacer, pero yo necesito estímulos distintos.
–Van a reeditar los Pornosonetos, y también trabajaste el soneto en El gran surubí. ¿Te sirvió esa experiencia con rimas para hacer canciones?
–Para las canciones sí que me sirve el músculo cerebral ese de encontrar rimas y de meter ideas dentro de una métrica. Esa musiquita la tengo, puedo casi improvisar en endecasílabos: una vez que desarrollás mucho eso, después cae con naturalidad una frase dentro de la estructura. El que es un campeón en eso, y a mí me sorprende, es Hernández, cuando describe peleas en el Martín Fierro. El tipo está haciendo octosílabos y contando que uno tiró el poncho, que otro le tiró tierra en la cara, ¿cómo hacés para describir una pelea en octosílabos? ¡Es genial! Y son unas estructuras sintácticas perfectas, que suenan muy naturales. Es como si estuviera en estado de gracia. Intentar eso requiere de mucha práctica. Me ayudó mucho haber escrito Pornosonetos para escribir después El gran surubí. El soneto es como una cajita donde entra lo que entra, y eso es muy salvador para contar una historia.
–Manejás muchos géneros: ensayo, columnas, cuento, novela, poesía, guiones, ¿qué te falta?
–Nunca escribí teatro. Para hablar de esto tengo un ejemplo medio raro: en Karate Kid, al personaje lo entrenan en movimientos que no sabe bien para qué son, y después, en el momento de la batalla, de repente le sirven. Me parece que probar distintos géneros –un poco de poesía, narrativa, canción– hace que una idea, cuando aparece, encuentre su mejor canal en vos. A veces te equivocás; por ejemplo, hay un cuento en Hoy temprano que empezó siendo un poema y después se desbordó. No controlo tanto.
–¿En qué momento empezó esto de hacer canciones?
–A los 17 años ya escribía canciones, pero después la cosa musical cayó. No tenía desarrolladas la habilidad ni la armonía. Pero mantuve lo de las letras, me fui animando a escribir poesía. De la poesía pasé al cuento. Fui desarrollando toda la parte verbal y, mientras, tocaba la guitarra, medio de costado. Muy chiquitito comparado a la manera en que estaba desarrollando lo otro. A los 20, con unos amigos teníamos una banda que se llamaba Los estupefactos. Hacíamos temas en joda, graciosos. Recién con el ukelele, en 2014, empecé a componer de vuelta. Y yo creo que es porque el ukelele te saca el superyó. Es un instrumento en el que está simplificado todo, y nadie espera que toques el Concierto Aranjuez. Tiene mucho de juego. Y eso me despertó toda la parte dormida de componer canciones. Es que si abandonás la idea del juego, las cosas se secan un poco.
–Formaste un dúo, Pensé que era viernes, ¿qué planes hay?
–Ahora tengo una guitarra tenor, de cuatro cuerdas; tiene algo de ukelele grande. Con Rafael Otegui tenemos metas a corto plazo. Muy de a poquito, no estamos para el Gran Rex. Musicalmente, todavía estoy en un estado como de taller literario. La gente me dice «¡Pero si te va bien con la literatura! ¿Por qué te metés en esto?». Y bueno, no sé, necesito explorar, necesito expandir. Necesito desafíos.
–Y mientras tanto, ¿seguís escribiendo?
–No, ahora no. La misma energía creativa que invertía en escribir ahora está en la música. En algún momento van a confluir. Ahora de golpe se me despertó el monstruo musical. Ya se va a equilibrar. Escribir canciones, ahora, lo siento muy relacionado con lo demás. Ahí la letra está negociando con la música, entonces es distinto el proceso, pero el impulso de escribir un poema o una letra de canción es el mismo.
–¿Es más disfrutable arreglar una canción que corregir una novela?
–No. Cuando escribí El año del desierto, por ejemplo, fui muy feliz, a pesar de que la novela es muy oscura. Estaba en un mundo paralelo, fascinado. Yo no sufro cuando escribo. Disfruto de estar en esa arquitectura de palabras, me siento muy bien cuando estoy haciendo eso. Siento que todo está en su lugar y que soy digno de mi vida. Cuando no escribo no me banca nadie, me pongo muy tóxico. Ahora la música está encausando un poco la locurita.