Después de un disco debut que la dejó poco conforme, la compositora y cantante inauguró una curva ascendente en su carrera que la llevó a ser reconocida por la crítica en Estados Unidos y Europa y, finalmente, a conquistar al público local. Ideas estéticas y método creativo.
3 de abril de 2018
Habrá imaginado Juana Molina cuando empezó su carrera musical que iba transformarse en lo que es hoy? Difícil. Corría el año 1996 y ella decidía dejar a un lado, por tiempo indefinido, a los singulares personajes de Juana y sus hermanas, el ciclo televisivo que le había permitido hacerse popular y merecidamente celebrada como actriz. El primer paso de una carrera que ahora luce sólida como una roca fue fallido: un disco, Rara (1996), producido por Gustavo Santaolalla, artífice sonoro de la explosión del rock latino en aquella década (el ex Arco Iris estuvo detrás de los éxitos de Los Prisioneros, Café Tacvba, Divididos, Molotov y Bersuit Vergarabat, entre otros), que no la representaba en absoluto ni permitía advertir lo que vendría después. Tan es así, que hoy es el único álbum grabado por Juana que no aparece en la discografía disponible en Spotify.
Cuatro años más tarde de ese mal trago, grabó Segundo (2000) y llamó la atención de David Byrne, quien se deshizo en elogios y la invitó a acompañarlo como telonera en una gira por los Estados Unidos. Al cabo, fue consagrada por The New York Times como la figura emergente del momento. Fue entonces que inició el largo camino que desemboca en este presente inmejorable: no hay tantos músicos argentinos que puedan jactarse de contar con el reconocimiento de la prensa especializada, nacional e internacional, que hoy tiene ella. Su música se desarrolló notablemente, incorporó nuevos matices y, sobre todo, comenzó a sonar indiscutiblemente singular. Todo un logro. Más si se tiene en cuenta que, sin entregarse a ninguna fórmula, su convocatoria ha crecido de manera excepcional.
En febrero, explotó el enorme patio de Ciudad Cultural Konex para despedirse por un tiempo del público argentino, antes de una gira por los Estados Unidos que incluye conciertos en Savannah, New York y Chicago. Fue un concierto intenso, pero castigado por algunas dificultades con el sonido, que le produjeron una impaciencia indisimulable. Nada que afectara seriamente el entusiasmo de sus cada vez más numerosos seguidores, ni arruinara la imagen del repertorio aventurero y sugestivo que ha sabido edificar con sus actuales compañeros de ruta, Odín Schwartz y Diego López de Arcaute, en Halo, el disco que editó el año pasado. «La paso bomba tocando, pero sufro mucho con los problemas técnicos», reconoce ella, que ya es número habitual en España, Francia, Inglaterra Bélgica, Alemania, Polonia, Estados Unidos, Japón y Chile.
Como pasa buena parte del año viajando, Juana puso en práctica un modelo de trabajo propio, que le permite componer durante las giras, sin necesidad de parar y recluirse para escribir canciones. «Siempre llevo la loopera a los ensayos», cuenta. «Los temas pueden nacer en una prueba de sonido en Tokio, por ejemplo. Hablo de la melodía, el ritmo y la estructura. Después vienen los arreglos, obviamente. Pero germinan ahí, en medio de un tour. Cuando no estoy de gira y tengo algún show aislado, en los ensayos suelen aparecer cosas. Como muchas veces me aburre ensayar los mismos temas, toco cualquier cosa y de ahí salen canciones. Con Halo pasó bastante: no tenía tiempo para parar y ponerme a hacer el disco porque estaba siempre de gira. Me tengo que esforzar para empezar a hacer un disco, pero una vez que arranco ya no paro. Y siempre empiezo sin preconceptos. Tener una idea previa de lo que vas a grabar coarta la libertad para crear. Hasta que no dejo de pensar, no me sale nada bueno, porque cuando pienso estoy juzgando. Para llegar a lo que quiero tengo que trabajar mucho, eso sí. Caminar, caminar y caminar hasta un lugar que nunca sé muy bien dónde queda. Una vez que llego, me doy cuenta de que de ahí pueden salir grandes verdades. Las verdades que están en la pureza de lo que emerge de ese proceso. Diría, para sintetizar, que lo mío es cero cálculo y mucho trabajo».
–¿Tuvieron que elogiarte en el exterior para que empezaras a ser reconocida en tu propio país?
–Los elogios de afuera y el hecho de que el sello inglés Domino Records me editara, sumados a la nota de The New York Times, ayudaron a abrir puertas. Yo creo que hay mucha gente a la que le gusta algo porque le tiene que gustar, como si hubiese una especie de mandato de la moda. Para mí no es lo mismo si te gusta de verdad que si te gusta por algo impuesto, aunque sea de una manera inconsciente. Yo, por ejemplo, tengo muy claro qué me gusta y qué no. Hablo de la música. Con la literatura es cierto que tengo que confiar en el consejo de los demás. Me acuerdo de que hace unos años Fernando Noy me recomendaba mucho a una escritora que yo no concocía, hasta que me trajo unas fotocopias y empecé a leerlas. Venía medio mal aspectado, ¿leer fotocopias? Leía a escondidas porque me daba un poco de vergüenza. Hasta que un tío que lee mucho se enteró y me contó quién era Marosa di Giorgio. Y fue como si eso la hubiera legitimado. Terminé haciendo un tema que la tiene como referencia, «Los hongos de Marosa», y disfrutando mucho con toda su obra. Hay una especie de temor muy común, también: si te gusta algo que les gusta a todos, sos un idiota. Es mejor si sos un canchero al que no le gusta lo mismo que a todos. Capaz que en algún momento alguna gente se acercó a mi música por eso. Otros tenían prejuicios o pensaban que era medio de maricones que les gustara lo que hago. El oído, el cerebro y la capacidad de escuchar cosas nuevas se van anquilosando, porque ponés la radio y suena siempre lo mismo. De a poco eso fue cambiando, por suerte.
–¿Cómo te llevás con la crítica?
–Son muchas las veces que leo caprichos. Entiendo que son interpretaciones, porque cuando alguien escucha algo con atención quiere descubrir cómo se hizo, cómo se llegó hasta ahí. Pero es muy común que las descripciones de lo que hago estén llenas de vericuetos y palabras raras. Tengo que estar con el diccionario al lado cuando leo algo sobre mis discos.
–No siempre será así.
–No siempre, lógico. Me pasó lo opuesto con una nota que escribió Tom Moon para NPR, la National Public Radio. Fue como si me conociera, parecía enchufado con lo que hago. Todo lo que describe en esa nota está bien, siento que es así. Me acuerdo de otros elogios, pero no de cosas que me hayan abierto un camino, sinceramente. Ah, sí… En la revista inglesa The Wire alguien dijo que escuchar mi música fue como tomar un vaso de agua sin saber que tenía tanta sed. Eso me encantó.
–Siempre se ha hablado de Eduardo Mateo como una influencia clave para vos. ¿Sentís que es así?
–Mateo es claramente una influencia, pero hoy lo escucho menos porque ya lo tengo muy incorporado. El diálogo con otros artistas es siempre algo muy personal y creo que depende mucho de lo que sos vos en esencia. Mi hermana Inés y yo crecimos escuchando lo mismo, pero lo que ella produjo después, su propia música, no tiene nada que ver con la mía. Funciona un poco como un despertador: si yo no hubiera escuchado a Mateo, quizás ese costado mío hubiera permanecido dormido. Mateo es, efectivamente, parte de mí. Gasté el disco Mateo solo bien se lame… También Mateo y Trasante, que tiene unos temas que son una bomba. Aunque yo me haya ido alejando de sus formas más reconocibles, hay algo en lo armónico que permanece. Y él también se copaba con la música hindú, por ejemplo. Pero tuve muchas influencias y no sé cuáles me afectaron más. A Ravel lo escuché hasta el hartazgo. A Schubert también. Música pop no escuchaba mucho de chica porque vivía en Francia y no había demasiado de ese género que para mí valiera la pena.
–¿Te gusta la música que se produce en el país? Hablemos del ambiente del rock y el pop, para no ser tan abarcativos.
–Mmm, veo muchas afectaciones. Son una característica de esta época. Nunca me gustó eso, pero cuanto más conocés los códigos es peor. Hay una manera de cantar que está de moda. Eso no me gusta nada. Me gusta que todo sea más natural, y el más natural ahora me parece Santiago, el cantante de El Mató a un Policía Motorizado. Él sí está diciendo algo propio, no está simulando. Como Luca Prodan, que tenía su estilo, su impronta, y encima estaba en una banda como Sumo. Para mí Diego Arnedo está en el Top 5 de los músicos argentinos. Es un genio, un animal. La musicalidad que tiene no puede más. A mí no me importa mucho el tema de la afinación. Estoy en contra del sordo que se quiere hacer el cantante, eso sí. Después, la desafinación puede amalgamar bien con un tipo de música. Lo que me parece importante es que tenga personalidad. Y detesto a los hablan de su «arrrrrte». Si te considerás un artista no podés estar dejándote llevar por esas pavadas. Tiene que salir todo de adentro para afuera, no al revés. Hay mucho reciclaje también.
–Tu música se fue complejizando con el paso del tiempo. ¿Sentís que progresaste como instrumentista, desde que empezaste hasta hoy?
–Antes que nada, creo que uno puede animarse con cualquier instrumento, aunque no lo sepa tocar bien. La combinación de ese sonido con vos siempre te va a dar algo original. Por eso me sirvió tanto ir a un estudio de grabación como Sonic Ranch, en Texas, con tantos instrumentos, con tantas posibilidades. Ahí trabajamos muy enfocados con Eduardo Bergallo, que me daba mucha confianza. Más de la mitad de mi último disco, Halo, tiene los instrumentos que encontré ahí. Al no dominar por completo ninguno, lo único que me queda es establecer con cada uno una relación especial. A mí me encantaría ser una gran pianista, porque el piano conjuga el ritmo y la armonía en un solo instrumento. La guitarra también, pero una mano hace una cosa y la otra hace algo distinto. Yo lamento mucho no haber estudiado piano, pero lo toco igual, no me importa. Sí tengo claro que siempre es mejor tocar por debajo de tus posibilidades. No da tocar algo que no te sale, porque ahí te delata muy rápido la pobreza, la falencia. Incluso hay cosas que toco en estado de trance y después no puedo repetir.
–Halo parece sintetizar todo el trabajo que hiciste en los últimos veinte años. Pero si pudieras volver por un instante a los inicios, ¿cómo ves hoy la experiencia de tu primer álbum, Rara?
–Lo tengo medio censurado porque le ejecución de esas canciones no me representa para nada. Las canciones sí, de hecho sigo tocando algunas. Pero lo que tenía en el demo que le di a Santaolalla es totalmente diferente a lo que terminamos grabando. Yo era completamente inexperta, estaba aterrorizada, llena de dudas. Y así entré al estudio. Entonces confié ciegamente en el productor. Santaolalla hizo lo que pensaba que había que hacer: en ese momento el mundo sonaba grunge y me armó una banda para estar a tono con la época. Yo creo que nos hubiese ido mejor apuntalando mi costado más intimista, aunque esa palabra pueda tener una connotación negativa para alguna gente.
–Un sonido menos anabólico, digamos.
–Sí, esa palabra está muy bien. Algo menos inflado, porque yo no tenía cuerpo para defender ese disco. El primer show que hice en mi vida lo hice para la prensa. ¡Un horror! Me decían «este bajo está mal porque no combina con el bombo». Ese tipo de cosas, sumadas a mi inseguridad natural en aquel entonces, eran como una bomba. Ya está. Ahora prefiero pensar en el presente.