La cantante salteña tomó la caja en su infancia y desde entonces recorrió un largo camino, que la llevó de los Valles Calchaquíes a los grandes escenarios del folclore, de la picaresca inicial a los versos que sostuvieron la campaña por el derecho al aborto. La lucha feminista y la vocación artística.
25 de septiembre de 2019
Mariana Carrizo es una coplera salteña, nació en Angastaco, una pequeña población rural en los Valles Calchaquíes. La copla es una forma poética que se usa como letra de canciones populares. Hay distintos tipos de coplas. Nosotros tuvimos un coplero extraordinario, Aledo Meloni, que nació en Buenos Aires pero vivió la mayor parte de su vida en el Chaco. Federico García Lorca y Rafael Alberti han cultivado también la copla. La variedad que hace Mariana Carrizo es la llamada «copla andina», un arte considerado milenario que en las provincias del norte argentino practican las mujeres casi con exclusividad.
Dijo Mariana cuando le preguntaron de dónde salen sus coplas: «Yo sé lo dura que es la vida en los cerros, no es como la muestran las postales. La gente baja para vender sus cositas, quesos, charqui, pasan días enteros durmiendo a la intemperie, con frío, lluvia, tormentas. Y por ahí cuando llegan, lo que sacan no les alcanza para comprar lo que necesitan, o la novedad que llegó al almacén del pueblo. Esa impotencia se hace copla». Repito esa última frase que creo es una marca de identidad en el trabajo de Carrizo: «La impotencia se hace copla». Con esa impotencia soportó las cinco horas que estuvo en un cuarto minúsculo en el aeropuerto de Barajas porque no la dejaban entrar a Europa, según ella deduce, «por portación de trenzas y rasgos autóctonos».
Este fragmento es del perfil que trazó la escritora Claudia Piñeiro en su discurso en el Congreso de la Lengua, desarrollado en la ciudad de Córdoba, entre marzo y abril de este año. Piñeiro no mutó en una insospechada investigadora del folclore argentino. Su interés por Carrizo –que en el discurso se extendió a las cantantes Charo Bogarín y Miss Bolivia– se basa en la obcecada lucha por la reivindicación de la mujer que la enjuta coplera viene librando desde los 8 años. A esa edad tomó su caja como un arma, y nunca más la dejó.
Asomó jovencita y enseguida destacó por una picaresca que rompía con cierta letrística tradicional. Carrizo decía, morosamente, coplas de mujeres que engañaban a sus maridos, de hombres con escaso vigor sexual, como si fueran charlas de peluquería pero en el contexto de los inabarcables paisajes de valles y quebradas, en los festivales de esos pueblitos que salpican las desolaciones de Salta y Jujuy. Por los contenidos de su canto, no tardaron en definirla como «la coplera feminista». «Eran años bien diferentes a los actuales. Ser feminista era mala palabra. Yo no aprendí copla por YouTube o por las investigaciones de Leda Valladares. Yo nací prácticamente con la copla. Mi mamá cantaba, todos cantaban en mi pueblo. Soy de San Carlos, Angastaco, un departamento de los Valles Calchaquíes. Conozco bien de qué hablo. Y también conozco, porque lo viví, el terrible poder que tiene la Iglesia Católica en toda la región», afirma.
Está sentada, con gruesa trenza que atrapa un cabello negro noche y una sonrisa que combina con sus ojos inquietos. La caja, siempre a un metro. Su rostro define una postal perfecta de la belleza norteña. Tiene una edad indefinible. De diferentes padres, fue madre a los 16 de un varón, Cristian, y a los 17 de una mujer, Fernanda. Ninguno de los dos se hizo cargo de sus hijos. «Se esfumaron», dice, como si se tratara de una resignación añeja.
–¿Por qué las coplas y, además, con ese sentido de género?
–Lo mío se dio, no fue un plan. Crecí en un lugar que es un valle grande, muy lindo. La figura fuerte de la familia fue mi abuela, y creo que ella templó mi carácter. Era diferente a las otras mujeres. Una mujer muy especial. No solía estar de acuerdo con lo que hacían los hombres, con las conductas masculinas que se repetían de generación en generación, y ni siquiera se casó. Puso la vara muy alta en mi cabecita de niña en cuanto a lo que estaba bien o lo que estaba mal. Pienso que todo lo que soy se lo debo de alguna manera a ella, a sus enseñanzas, que muchas veces me daba sin que ella tuviera la intención de enseñarme nada. En cambio mi mamá era diferente.
–¿Por qué?
–Ella estaba sometida a mi papá. Mi viejo siempre fue muy jefe de familia. Él no quería que yo cantara. Pero yo, por supuesto, cantaba igual. Mi mamá me elegía las coplas, que siempre eran como muy filosóficas, pensando en cuáles no iban a molestar a mi papá.
–¿Viven?
–Mis padres, sí. Mi abuela ya murió.
–Y ahora que has tenido tanta visibilidad con las cuestiones de género, ¿cómo es la relación con tus padres?
–Es buena. Hay que tener en cuenta que son de un ámbito rural. Aunque es cierto que lo rural está muy intervenido por lo urbano, a través de la tecnología. Todos saben todo. Yo te puede decir que a mis padres no los entiendo, pero tampoco los cuestiono. Mi mamá, por ejemplo: es clarísimo cómo se la comió el machismo. Es una mujer muy inteligente, pero no puede salir del formato que dicta que la esposa tiene el deber de servir al marido. Mi padre algo parecido: puede darse cuenta de que algunas cosas están mal, pero no le resulta sencilla la deconstrucción. Yo los quiero, ya no los juzgo: hay que tener en cuenta los contextos. Lo mismo con lo que uno canta.
–¿Por qué?
–Y… las músicas populares tienen una raíz machista. A pesar de que en muchos pueblos originarios se practicaba el matriarcado, en los orígenes del folclore y el tango está muy presente el machismo. En el tango es tremendo, ya se sabe. Pero en el folclore también. «La López Pereyra», por ejemplo, es el gran himno folclórico de Salta y está dedicada a un juez en agradecimiento a la absolución de un tipo que había matado a su esposa.
–La zamba es hermosa. ¿Y qué hace una cantante, una coplera? ¿Deja de hacerla?
–Yo no la canto. No la puedo cantar.
Punto de partida
Mariana Carrizo es menuda, viste ropa colorida y tiene una sonrisa contagiosa. Persevera contra viento y marea en vivir en Salta porque, dice, todavía no encontró un lugar mejor. «Me gusta mucho Buenos Aires. Tengo un chip urbano en la cabeza. Pero quiero seguir en la ciudad de Salta. No por los salteños: por la tierra».
La diferencia que hace Carrizo está directamente relacionada con las agresiones que recibió el año pasado, en tiempos del tumultuoso e histórico debate por la legalización del aborto en la Cámara de Diputados del Congreso Nacional. La artista se plantó en una posición sin ambages y con el apoyo político puntual o tácito de distintas referentes –como la cineasta salteña Lucrecia Martel y la misma Claudia Piñeiro, más abogadas del Observatorio de la Mujer– cantó las cada vez más célebres «Coplas verdes». «¿Las conocés?», pregunta. Y entonces abre con parsimonia un estuche, toma su caja y canta dulce pero firmemente sobre «pájaros libertarios», «pañuelos verdes» y «aborto legal» (ver Que no muera ninguna).
Termina y recién en ese instante sale de un estado de concentración total. Entona las coplas casi con los ojos cerrados y en esa gestualidad se adivina un gen ancestral. «Aquel día del debate las canté y las trasmitimos en vivo por Facebook. Y no las hice en cualquier lado, elegí un lugar bien simbólico. Las canté en una gruta que recuerda el asesinato de Juana Figueroa, una mujer de principios del siglo XX que fue víctima de los celos de su marido y que con el tiempo se transformó en un alma milagrosa. La gente le adjudica milagros a la Juana. Cantar esas coplas en ese sitio tan significativo fue demasiado para una sociedad como la salteña».
–¿Qué ocurrió?
–Me gritaron cosas, me amenazaron de muerte a mí y a mi familia. Un grado de violencia que me provocó muchísimo miedo. Si bien nunca estuve sola, me asusté. Me gritaban: «¡Te vamos a prender fuego!», «¡Coya pata sucia!», «¡India de mierda, boliviana!». Y en las redes sociales, peor. Con el agravante de que ahí no sabés quién está del otro lado. Ya está, fue difícil para mí, pero no me arrepiento de nada.
–¿Y qué reflexión hiciste de todo eso?
–Que te llamen «pata sucia» no significa que no me limpio los pies. Quiere decir que pertenezco a la clase social de los «patas sucias», de los «indios de mierda», de, como se decía antes, los «cabecitas negras». Para mí es un orgullo que mi propuesta artística se haya transformado en discurso político. Un discurso claro, contundente, sin eufemismos. Mi reflexión es que la religión católica hace mucho daño: Salta tiene ese cáncer, aún en el sincretismo. En Salta tenés la Pachamama –que es mujer y que es un ritual muy arraigado–, y la gente se persigna antes o después de la ceremonia. Está todo anudado. Es muy difícil desenredar ese sincretismo. Pero puede haber un punto de partida: separar la Iglesia del Estado.
Carnaval toda la vida
Siempre trabajó, siempre cantó. Durante años, anduvo por los vagones del Tren de las Nubes realizando para turistas su acting coplero, que abundaba en suegras, adulterios y consumo de «muña muña» (una especie de tonificante sexual natural, muy popular en el Norte). Se hizo famosa a través de un boca a boca imparable y un hadado día su rostro empezó a aparecer en los diarios de tirada nacional y su canto en el circuito festivalero de las grandes estrellas del folclore. Grabó discos, recorrió el mundo, y ahora ve cómo su carrera transita una nueva etapa, de alguna manera abonada por la militancia feminista.
–¿Te ofrecieron cargos?
–Sí, me han ofrecido. Pero no me interesa. No es mi intención dejar el canto. Capaz, en otro momento.
–¿La militancia desplazó tu parte artística?
–Yo creo que la militancia integra mi canto. Pero es cierto que la lucha lleva tiempo y energía y que hace mucho que no grabo. Mi último disco es de 2008. Un poco me arrepiento de que hayan pasado tantos años.
–¿Por qué?
–Porque está bueno ir registrando los momentos. Varias veces estuve a punto de grabar pero di rodeos, estúpidamente. Una vez que uno encuentra qué decir y cómo, listo: hay que grabar. Yo me pasé de rosca. Es que hago muchas cosas, siempre estoy dando vueltas alrededor de proyectos diferentes.
–¿Ahora en qué andás?
–Llevo adelante encuentros itinerantes de copleros que, dicho así, parece sencillo, pero es una actividad maratónica. Voy buscando copleros pueblo por pueblo, esos viejitos y viejitas a los que el sistema se los devoró, que están rezagados, escondidos. Gente que porta un saber extraordinario. La idea es que muestren esa sabiduría.
–También estuviste en homenajes al Cuchi Leguizamón.
–Sí, en el CCK. Hice los 100 años del nacimiento del Cuchi y, muy cerquita, los 100 años del de Manuel Castilla. Todo eso forma parte de un proyecto más grande, que recién ahora se está armando. Se trata de una gran fiesta de culturas latinoamericanas, que se va a hacer en Tucumán el primer año, y el segundo en Salta, en mi pueblo. Yo soy la directora. Está complicado, como siempre, por la cuestión presupuestaria. Pero vamos avanzando. También estamos avanzando en un documental que está filmando mi hija Fernanda, sobre mi historia. Ella estudió cine, trabajó recientemente en el documental Acerca de mí, sobre Alfredo Zitarrosa, que dirigió Melina Terribili.
–No parás.
–No, no paro. Me falta tiempo y dinero, pero ¡me sobran carnavales!