Entre la novela, el cuento y el ensayo, la obra del autor se alimenta de temas históricos y de mitos argentinos que van de San Martín a Evita. La dimensión política de la literatura y una mirada crítica que incluye a David Viñas, Manuel Puig y Juan José Saer. El origen de sus dos nuevos libros.
29 de julio de 2020
Apasionado y de veloz pensamiento, reflexivo y de palabra franca, Martín Kohan se entrega a la charla con Acción para desmenuzar los principales vectores que atraviesan su obra. Egresado del Colegio Nacional de Buenos Aires y licenciado en Letras en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA (donde se doctoró con una tesis sobre la representación narrativa de los próceres nacionales), en la cual ejerce actualmente como profesor de Teoría Literaria, Kohan ha publicado siete libros de ensayo, tres de cuentos y diez novelas. Una de ellas, Ciencias morales, ganó el Premio Herralde en 2007 y fue llevada al cine tres años más tarde. Sus obras se han publicado en editoriales como Anagrama y Trotta (España), Seuil (Francia), Einaudi (Italia), Suhrkamp (Alemania) o Serpent’s Tail (Reino Unido). Últimamente, sus intervenciones en los medios de comunicación han ido en aumento, debido a su claridad en temas políticos e históricos, aunque no es su especialidad, si bien buena parte de su obra ficcional y ensayística discurre en especial por esos canales. En una conversación posterior a la entrevista, Kohan deja en claro que sus intereses permanentes han sido dos: la literatura y Boca Juniors.
–¿Percibís alguna constante en tu obra, un eje, una temática recurrente?
–Hasta cierto punto, porque no vuelvo sobre mis libros, no tengo un gesto de recapitulación sobre ellos, como si fueran de otro, para saber si hay alguna constante, excepto en ocasiones como esta donde me preguntan acerca de mi obra. Entonces me pongo a reflexionar, pero más bien tiendo a olvidarme de mis libros. Mi compromiso es con la escritura. Veo otras actitudes respecto de lo que ya se escribió. En algunos casos, el escritor envuelve lo ya escrito como si lo protegiera, como si le fuera necesario marcar y apropiarse de un territorio. En cambio, para mí publicar un libro es dejárselo a los lectores. Me interesan todas las lecturas que me interpelan. Por otra parte, mi cabeza está puesta en lo que voy a escribir, en lo que se me puede ocurrir, no en lo que escribí.
–¿Sin ninguna relación con lo anterior?
–Las relaciones aparecen solas, porque cuando me veo obligado a recapitular, me doy cuenta de algunas motivaciones, de algo que vuelve o que vuelve transformado. Me refiero a que mi obra anterior no es un objeto del que me ocupe.
–Digamos, todo lo contrario de Juan José Saer.
–Lo que pasa es que Saer tuvo el proyecto de una obra orgánica, un programa de universo completo y cada uno de los libros que escribía se conectaba con los demás. En mi caso, el efecto sería acumulativo, en el sentido de que un libro se sucede a otro y seguramente hay conexiones, afinidades, porque los escribí yo, aunque en distintos momentos. Y así el todo se va armando, sin que responda a un proyecto inicial. Para mí, publicar un libro es dejar de ampararlo como autor y no custodiarlo fijando sentidos y lecturas. Por mi parte, no tengo ningún interés en indicarle a los lectores qué deben leer en un libro mío. Hay escritores, por el contrario, que van por delante de sus libros para decir cómo debe ser leído. En mi caso, me desprendo de mi libro, aunque estoy absolutamente atento, al mismo tiempo, con las lecturas que origina, las cuales ya no son parte de mi jurisdicción.
–¿Con los ensayos te ocurre lo mismo?
–Con los ensayos no hay un grado de premeditación más alto, pero hay una conceptualización más alta que en una novela, lo reconozco. También es cierto que puede haber una motivación más fuerte. Por ejemplo, mientras escribía El país de la guerra me imaginaba interlocutores con los que entraba en disputa y respondía. En un ensayo las condiciones de lectura son diferentes a las de la novela, pero de igual modo me desprendo de esa pretensión de autoridad que a veces los autores tienen. De hecho, autor y autoridad remiten a la misma raíz. El autor como autoridad de su texto no es mi posición como escritor.
–Algo de lo que dice Foucault sobre el autor.
–Por supuesto, he leído a Foucault y creo eso, que los autores no deben ejercer una función de autoridad sobre su obra, una especie de potestad de sentido. He ido a una gran cantidad de encuentros con lectores y lo seguiré haciendo, por esa intriga que me despiertan sus lecturas, además de que muchísimas veces me sorprenden. Una vez, a propósito de Ciencias morales, en una entrevista con gente de la revista El monitor, del Ministerio de Educación, me hicieron una observación muy iluminadora para mí respecto de los dispositivos del miedo que hay en la escuela de la novela. Sin embargo, me dijeron, los estudiantes no tienen miedo. Lo cual me sorprendió, porque yo no había advertido eso. Otra vez, en un colegio secundario, sobre Dos veces junio, una novela sobre la dictadura militar de los años 70, los pibes se interesaron más por el autoritarismo del padre sobre el hijo y la represión de la sexualidad, es decir, por la microfísica del poder, que por todo lo demás.
–En tu obra hay varias coordenadas que se relacionan con lo político, quizá de modo constante.
–Sí, eso lo advierto. Y en cada caso se me presenta el problema de cómo resolverlo, ya que no adhiero a la novela política tradicional, donde la cuestión se explicita como una realidad reconocible. Entonces, para no caer en una relación mecánica e ideológica entre la ficción y la realidad, yo procuro evitar el realismo. En Ciencias morales, la situación política general entra como un eco, una insinuación, un fantasma y nunca se explicita. En la literatura de compromiso, por llamarla así, el narrador toma partido y así direcciona lo que hay que entender políticamente. Hay muchas alternativas a este tipo de literatura política. Sin ir más lejos, novelas como Glosa o como Cicatrices, de Saer, que no son realistas ni representativas de lo social, son políticas, pero de otro modo al tradicional.
–¿De qué otro modo?
–Del modo en que hay política en El beso de la mujer araña, de Manuel Puig, donde la macropolítica no está como en la tradición realista. La política se juega de otro modo, tanto conceptualmente como en términos estéticos, aclarando que la dimensión estética es también política. El realismo está demasiado cristalizado en las posiciones de izquierda. El punto es cómo encontrar nuevas formulaciones estéticas para una literatura política.
–El libro de Manuel, de Julio Cortázar, es una novela directamente política.
–Demasiado directamente, para mi gusto. El ejemplo es interesante, porque no le sale del todo bien, incluso para él mismo. El libro de Manuel es un libro que Cortázar sintió como fallido y casi no hay crítico que no lo considere de ese modo, porque Cortázar buscaba una variante desde una tradición antirrealista en la que él ya se encontraba. Las primeras novelas de David Viñas, a quien admiro mucho, no dejan establecer el formato tradicional, donde el texto adquiere sentido a partir del contexto político. Viñas, por eso mismo, organiza magistralmente y de modo insuperable la crítica literaria argentina del siglo XIX y comienzos del siglo XX, pero no avanza más allá de Rodolfo Walsh y Cortázar, quienes, a su modo, buscaban nuevas formas para la literatura política. Glosa, de Saer, siendo una novela de exacerbación formal para el paradigma tradicional, es fuertemente política, y no pese al alto grado de estilización del lenguaje, sino gracias a eso. En Glosa se cuenta un secuestro y desaparición, en una ráfaga de diez páginas. En Nadie nada nunca, otra novela de Saer, donde matan caballos, la realidad política también entra fantasmalmente. Cicatrices, publicada en 1969, donde hay páginas y páginas que describen un parabrisas en un día lluvioso, y otras menos de extraordinaria formalidad, sin embargo, gira en torno de la muerte de la mujer de un sindicalista. Y ese mismo año en que Saer publica Cicatrices, Walsh publica ¿Quién mató a Rosendo?
–¿Cómo resolviste, en tus novelas, este problema estético de la literatura política?
–Creo que hay una solución distinta por cada novela, en gran medida porque no tengo un proyecto orgánico. Ciencias morales, Dos veces junio o Museo de la revolución, que son tres novelas políticas que escribí, son muy distintas. En Dos veces junio, que está hecha de fragmentos, la construcción más fuerte es la del personaje impasible, neutro, ante episodios del horror de la represión de la dictadura. Esta forma, que no cobija al lector, es en sí misma política, tanto como el material narrado. Museo de la revolución incluye ensayos y el foco está puesto en la militancia activa.
–De todas maneras, también hay al menos tres ensayos tuyos sobre temas políticos: los libros sobre Eva Perón, Walter Benjamin y San Martín.
–Han sido focos de interés en distintos momentos. El de Evita es mi primer ensayo acerca de la narrativa sobre ella, a excepción de un texto de Pedro Ara, el médico español que embalsamó el cadáver. Yo trabajé, sobre todo, su traspaso a la inmortalidad, como se decía, es decir, lo contrario de la muerte. Evita, quien ya era la jefa espiritual de la nación, al entrar en la inmortalidad también se eternizó su cuerpo, que significa detener la muerte, politizando el cuerpo y convirtiéndola en un mito.
–Admitamos que esa construcción del peronismo ha sido exitosa.
–Ha sido exitosa porque convirtió a Evita en un mito nacional, sin dejar de ser un mito peronista. Creo que eso tiene que ver con muchísimos factores, entre los cuales mencionaría a Madonna haciendo de Evita. Se produce entonces una circulación internacional que despierta el imaginario argentino. A la inversa ideológicamente, se produce algo parecido con Borges, un escritor antiperonista que ha quedado fuera de la antinomia peronismo-antiperonismo, sin que deje de ser antiperonista. San Martín también es un mito nacional, sobre quien, además, escribí una novela. Me interesan los mitos nacionales, la variedad de narraciones posibles de estos mitos. Es una dimensión política a la que vuelvo.
–¿De qué tratan tus dos nuevos libros, Confesión y Me acuerdo?
–Confesión es una novela que publica Anagrama, quizá mucho más resueltamente política que las anteriores. Lo que puedo contarte es que aparece Videla como personaje. Cuando estudié su biografía para la novela, una de las cosas que me llamó la atención es que él era el tercer hijo, pero sus dos hermanos mayores habían muerto antes, en 1923, de sarampión. Y sus padres le ponen el nombre de los dos muertos: Jorge y Rafael.
–¿La novela es sobre Videla?
–Solo en cierto sentido. La novela tiene tres partes. La primera transcurre en 1942 en Mercedes, la ciudad natal de Videla, a partir de la confesión de una chica de 12 años en la iglesia San Patricio, acerca de una serie de inquietudes y de transformaciones en su cuerpo: es su despertar sexual. Hay un vecino que pasa a la misma hora dos días a la semana por la ventana de su casa, y ese es Videla, que en ese momento tiene 17 años y estudia, durante parte de la semana, en el Colegio San José de Buenos Aires. La segunda parte narra, con total objetividad, el atentado fallido del ERP contra Videla en 1977 en el Aeroparque. La tercera parte vuelve a la chica de la confesión, pero a los 90 años, en una conversación con su nieto.
–¿Me acuerdo es un libro de ensayos?
–No sé cómo definirlo. No es ficción, pero tampoco ensayo, porque no hay ninguna hipótesis o teoría. Es un libro que toma el formato de Me acuerdo, de Georges Perec, quien a su vez lo tomó de I remember, del escritor estadounidense Joe Brainard, que no es memoria, ni autobiografía, sino una colección de recuerdos sin jerarquía. Pero no es autobiográfico. La sola idea de ocuparme de mi vida me espanta completamente.
Fotos: 3Estudio/Juan Quiles