28 de mayo de 2023
Luego del cierre del Sportivo Teatral, su mítico laboratorio escénico, el dramaturgo y director estrenó una obra en el Teatro Cervantes. Docencia, trabajo y pasión.
Ricardo Bartís espera en un bar de Palermo junto a su inseparable Rocco, un perro pachorra y callejero que adoptó en las arenas de Valeria del Mar, donde tiene «una pequeña casita», dice lacónico. El encuentro con el dramaturgo, director y docente transcurre en un atardecer de sábado, mientras escudriña el detrás de escena de La gesta heroica, su más reciente obra, estrenada en el Teatro Cervantes.
Suéter de lino oscuro, con su porra azabache despeinada se asemeja a una versión teatral de Marcelo Bielsa: reflexiona de manera inteligente, con parlamentos extensos y rara vez observa a su interlocutor. Bartís se inspiró con una relectura muy libre de Rey Lear, de Shakespeare, para volver a escribir y dirigir después de cinco años, cuando había hecho Hambre y amor, una versión de Hedda Gabler de Ibsen.
«Me basé en Shakespeare pero creé una trama cercana a nosotros, a la Argentina», cuenta. «Es la historia de un padre, interpretado por Luis Machín, que vive en Santa Teresita junto a sus dos hijos. Hay un tercero que se fue a Buenos Aires luego de una tormentosa relación. Al que se fue lo están esperando porque el padre adelantará la herencia, ¿o será una deuda para sus tres hijos?», acota con intriga. «Se trata de los terrenos donde está asentada la vieja casona, donde hoy se encuentra un derruido parque de diversiones, que fue soporte y sostén de esa familia y que se llama La gesta heroica».
Bartís metió mano en la escenografía, como solía hacer y deshacer en su simbólico Sportivo Teatral, y decidió invertir la posición del escenario. «La platea está en la parte más profunda del escenario. ¿Por qué? Como no podíamos tener el parque de diversiones por razones presupuestarias, el público advertirá toda la belleza de la sala María Guerrero, con sus luces y palcos encendidos, que ofrece una suerte de imagen mágica y poderosa, que bien podría simular ser el parque de la puesta en escena».
–Le diste tu impronta de entrada al invertir el lugar del escenario.
–Principalmente lo hice porque pensé un espectáculo cercano, en el que se puedan ver hasta los detalles mínimos. Me importa que la gente capte los gestos, los ojos y hasta los rictus más pequeños de los actores, porque allí pongo un foco. Por otro lado, escenográficamente me interesaba contar con ese fondo que aludía, poéticamente, a La gesta heroica. No se trató de una cuestión caprichosa o arbitraria. Y hoy, con la obra estrenada, fue una decisión estéticamente bella, al servicio de la construcción de un relato poderoso.
–¿Por qué pensaste en Luis Machín como protagonista?
–Porque Luis es un gran actor, complejo y muy personal, que tiene mucha comprensión de la necesidad de un lenguaje no sólo eficaz técnicamente, sino con una capacidad distorsiva en el sentido más profundo del término. Luis posee una capacidad de lateralización actoral, puede abarcar la amplísima gama de variantes que tiene Horacio, el personaje que interpreta, quien, enfermo, advierte que su ciclo existencial se está derrumbando y que sus días están contados.
–¿Por qué La gesta heroica transcurre en Santa Teresita?
–Porque pretendí introducir parte de la historia argentina, sin que sea un elemento central. En 1979, en sus costas, aparecieron los cuerpos de varios desaparecidos, que habían sido detenidos en la ESMA y que fueron arrojados al mar desde los aviones enviados por la dictadura asesina. En un fragmento de la pieza, Horacio recuerda ese instante que él vivió con su padre, mientras caminaban por la playa y comían medialunas del Atalaya, cuando se toparon con esa escena espantosa. Es una reflexión de cómo la Argentina sufrió en carne propia el horror.
El Sportivo, una vida
Paradojas de la vida, Bartís terminó de escribir La gesta heroica en coincidencia con el cierre del Sportivo Teatral, el laboratorio escénico que había fundado en 1986. «He sufrido, cerrarlo resultó una decisión de mucho dolor y tristeza, pero fue muy pensada y encontré dos razones fundamentadas, no se trató de algo al voleo. La primera es que yo sentía que se había agotado mi recorrido con el Sportivo: ya no tenía el sentido que había tenido en un momento dado, cuando fue un centro de discusión y formación, que les sirvió a muchos actores y directores para generar un teatro alternativo para contrarrestar el modelo dominante de la ciudad de Buenos Aires. La segunda es que advertía que ya había cumplido su ciclo y se repetía en esto de tener que dar muchas clases para mantener el lugar. Cada vez demandaba más esfuerzo y más tiempo sostenerlo, y empezaba a pasar algo que nunca había sucedido en más de treinta años: la necesidad de tener un contador, una secretaria, abrir cuentas bancarias. Formalidades que lo convertían más en un espacio protocolar que teatral», enumera agobiado.
–¿A quién se lo vendiste?
–A una gente del área artística que está armando un centro cultural, con lo cual se ha mantenido mucho el espíritu edilicio, la infraestructura conocida del Sportivo y su destino estará ligado a actividades artísticas como danza, pintura y, en el futuro próximo, también habrá teatro. Fui varias veces a ver cómo estaba y lo tienen bien cuidado, incluso hay muchas plantas, como en nuestra época.
–¿Qué se siente no tener más ese techo contenedor?
–Lo sentí un poco como un retiro mío, un corrimiento de la actividad.
–¿Cómo definirías al Sportivo Teatral?
–Fue un espacio determinante durante, al menos, veinte años para la formación teatral. En ese espacio de tiempo, entre 1990 y 2010 especialmente, se generó un nivel de modificaciones del canon de la escena teatral de la ciudad muy nítido, permitiendo que surgiera una cantidad muy importante de directores y de actores, hombres y mujeres, que entendieron que quedar sujetos al texto como práctica era inaceptable. Se discutió tan fuertemente y con resultados tan óptimos en términos de producción, que la hipervaloración del texto y la reducción del lugar de la dirección fueron quedando al margen.
«Pensé un espectáculo cercano, en el que se puedan ver los detalles. Me importa que la gente capte los gestos y hasta los rictus más pequeños de los actores»
–¿Qué te enorgullece más?
–La reivindicación del territorio de la actuación. El Sportivo le dio un lugar importante al actor y al orgullo por actuar. Se trató de un espacio social, que no tuvo nada que ver con el discurso político, sin embargo cultivó un gesto afirmativo y crítico de la realidad argentina. Cada vez que un actor actuaba allí, si actuaba bien y generaba belleza, posibilitaba querer cambiar el mundo, aunque fuera algo de lo más pequeño, no importa.
Casi al pasar Bartís desliza la posibilidad de un posible retiro o un «corrimiento de la escena». Pero prefiere no ser grandilocuente con sus expresiones. «Sería un poco pedante, y hasta solemne, decir que La gesta heroica es la última obra, pero una vez que terminen las funciones me volveré rápidamente a Valeria del Mar, meditaré y veré qué hago. Porque es tan fuerte la idea de la última obra como las ganas de volver a ensayar un próximo trabajo. Y veremos cuál de esas fuerzas triunfan. Lo que ocurre es que al no tener un espacio físico, ahora no es tan sencillo empezar a trabajar cuando nosotros lo dispongamos».
–¿Qué es lo que más te gratifica del trabajo teatral?
–El ensayo es algo que sigo disfrutando con los años, me divierte. Por más que el material, como en esta obra, sea de una enorme tristeza, yo me divierto y gozo. Soy muy trabajador, obsesivo y no concibo el ensayo sin un estallido de alegría e intensidad a la hora de construir otro mundo. Me gusta hacer mucho lío.
«El Sportivo fue un espacio determinante para la formación. Entre 1990 y 2010 se generó un nivel de modificaciones del canon de la escena teatral muy nítido»
–¿Cómo te llevás con la mirada del otro y de la crítica?
–La mirada del otro es muy importante para mí, muy constitutiva, porque lo exitoso está en las antípodas de lo que yo hago y de lo que yo soy. Siempre he tenido una experiencia minoritaria y he contado con el privilegio y la suerte de que mi trabajo fuera aprobado. En general no pienso ni me importa el juicio del otro, salvo de mi gente más cercana. Pero el pensamiento de la crítica no me ha preocupado nunca, y mucho menos ahora, cuando se verifica que no genera ninguna definición del gusto del espectador. Yo pertenezco a una generación en la que la crítica parecía tener una incidencia mayor en el destino de un espectáculo y que, según el caso, podía levantarlo o hundirlo.
–¿Por qué abandonaste la actuación?
–Fue una barbaridad haberla dejado, pero en ese momento, mediados de los años 80, no veía un director al que pudiera asignarle a su mirada una confianza y una entrega total, ni tampoco me animaba a autodirigirme, no me sentía capacitado. El rol de la dirección me parece fundamental, siempre lo pensé como un aspecto determinante, no porque ahora lo hago con exclusividad. Es como la mirada abarcativa de todos los relatos que la escena tiene durante el desarrollo del ensayo. Pero si bien la abandoné hace mucho, la ejercito cuando ensayo: me gusta actuar todos los personajes.
–Quizás no todos saben que también actuaste en películas como Mirta de Liniers a Estámbul y Plata quemada.
–Es cierto, pero no tengo un buen recuerdo. En cine no la pasé bien, simplemente porque no tenía formación ni experiencia y, por consiguiente, no tuve resultados desde lo artístico. Me recuerdo como un actor recargado, que hacía de más, evidentemente ya era un actor de teatro por cómo encaraba la expresión. Siempre aposté al contacto con el otro, a estar con el otro, a comprometerme intensamente, por eso entiendo por qué nunca dirigí cine.
–¿Recordás en qué obra quedaste más conforme como actor?
–Por la magnitud que tuvo, diría que en Memorias del subsuelo, de Dostoyevski, dirigido por David Amitín en 1984. En esa obra tuve que afrontar un desafío complejo y de mucha responsabilidad por la intensidad del texto. Y unos años después actué en Pablo, de Tato Pavlovsky y dirigido por Laura Yusem. Compartí escenario con Tato y fue muy atractivo en todo sentido mi relación con él, que resultó dinámica, de mucho intercambio y aprendizaje, ya que tuvimos contacto con un teatro de mayor fractura y rupturismo, menos tradicionalista, y debo reconocer que hubo tremendos cortocircuitos. Un amor a todas luces, pero con un nivel de peleas y de violencia interpretativa importantes.
–¿Qué les ocurría?
–Es que en la actuación no es tan fácil frenar los circuitos asociativos y el campo imaginario. La actuación es como un grifo abierto que no es tan sencillo cerrar cuando termina la función, y así te vas a tu casa recargado y eso nos pasaba con Tato. La actuación perdura en afectaciones, tensiones y energías en dosis proporcionales a la intensidad que tuviste en la ficción. Pocas actividades, quizás el deporte o la vida sexual, tienen la bravura emocional de la actuación.
«Un excesivo rigor no sirve. Pero si no hay pasión, el trabajo teatral es una gimnasia sin peligro, una especie de dígalo con mímica un poco más elaborado»
–¿Tenés algún referente, algún maestro?
–Lito Cruz fue un maestro, me lo crucé mucho en la vida. Fue un actor con energía, simpático, pero no diría que fue un faro, ni una referencia. Yo siempre me guie por el trabajo y lo que iba experimentando con los pares con los que íbamos ensayando. Tuve el privilegio de dirigirlo varias veces a Pompeyo Audivert, a Alejandro Urdapilleta, a Vando Villamil, a María Onetto, a Analía Couceyro y al propio Luis Machín, con quienes hicimos espectáculos extraordinarios como El pecado que no se puede nombrar.
–Sos conocido por tu obsesión e intensidad, ¿considerás que son virtudes en el trabajo?
–A veces uno se puede haber pasado de rosca… Hay que ver en cada caso y en cada experiencia puntual. Un excesivo rigor o preocupación no sirven y generan en el otro una demanda que paraliza o que dificulta. Pero si no hay una extrema pasión, el trabajo teatral es una gimnasia sin peligro, una especie de dígalo con mímica un poco más elaborado. Si el alma no se tensa en el instante de la actuación, por más técnica e histrionismo que se tengan, no se logra esa vibración que produce estar en escena. Hay mucha gente que hace un gran esfuerzo por verte y, en función de lo que uno actúe, al otro día con sus hijos intentará repetir gestos que creyó haber visto en la función. La actuación se convierte así en la memoria colectiva de una ciudad.