En el momento más auspicioso de su extensa carrera, el actor vuelve a interpretar al Sapo, el oscuro y magnético personaje de la serie El marginal. Después de atravesar una infancia difícil, asegura que encontró la salvación en el teatro callejero. Los pormenores de su candidatura a diputado en Salta.
24 de julio de 2019
Roly Serrano cita a Acción en su cuartel general, que es el Bar Británico, en el corazón de San Telmo. Es vecino y la mesita que está justo en la esquina de Brasil y Defensa es casi de su propiedad. El infaltable puchito, uno de los tres que tiene permitidos hasta el mediodía, el cortado en jarrito y la botella de soda natural. Nada de comer, por eso fuma, para distraer el estómago, dice.
Hace el mayor de los esfuerzos para no volver a pasarse de los 140 kilos, peso que acusa y al que llegó luego de tocar fondo y arañar los 190, que lo habían llevado a una depresión de la que parecía no tener escapatoria. La gente que pasa por la vereda lo saluda y a él se le ilumina la mirada. Roly está sorprendido de su popularidad más allá del barrio, circunstancia que lo gratifica sobremanera.
En el último tiempo fue entrevistado por el diario francés Le Monde, por la revista estadounidense Variety, por el matutino español La Vanguardia. Supone que El marginal, gracias a Netflix, lo catapultó a una fama internacional impensada, que había empezado a cocinarse a fuego lento en Europa cuando encarnó a Maradona en la película La mano de Dios, del italiano Marco Risi.
Sapo Quiroga es su temido y siniestro personaje en la serie de Underground, dirigida por Adrián Caetano, cuya tercera parte se emite por la TV Pública. «Esta temporada, de ocho capítulos, cuenta la parte del medio, entre lo que fue la precuela y la primera temporada: qué pasó en el medio, cuando los temibles Borges construyen su poder. Pero lo van a mostrar con dosis de crueldad y humor negro, que es lo que le dio su sello de fábrica a la serie», cuenta.
–Al Sapo lo mataron en El marginal 2. ¿Cómo recibiste la noticia de que volvías a la serie?
–Como si la Argentina hubiera ganado el Mundial. Estaba chocho, tenía una alegría indescriptible, que contrastó con esa sensación de orfandad cuando filmé la escena final. No te das una idea lo difícil que es para un actor cuando se despide de un grupo de trabajo, cuando se disuelve un personaje que vos sabés que gusta al público, al productor, al director y a los actores. Y entonces te preguntás: «¿Y ahora qué vendrá?».
–¿Estabas agrandado?
–Me sentía Gardel con guitarra eléctrica.
–Alguna vez dijiste que para condimentar al Sapo te inspiraste en el coronel Kurtz de Marlon Brando en Apocalypse Now.
–Por favor, con todo respeto lo dije. Lo único que me falta es que digan que me comparé con el insuperable Brando. Ese coronel hablaba del horror de la guerra y de alguna manera elaboré esas características. No es sencillo entender lo que significa estar dentro de la cárcel, donde los códigos no existen, donde la vida pierde valor, el hombre se transforma en un animal, con el perdón de los animales.
–¿Hiciste trabajo de campo, fuiste a las cárceles?
–No quiero que suene a soberbio, pero no necesito compenetrarme con el lugar. Entiendo que haya jóvenes que, si tienen que hacer un cartonero, quizás se juntan con cartoneros, pero yo lo voy armando desde adentro, desde las entrañas, desde mi verdad. Así hice siempre, no me saldría de otra manera.
–¿Cómo recibiste este reconocimiento pasados los 60?
–¡Qué te parece! Cuando estaba más cerca de colgar los guantes que otra cosa, me aparece este regalo del cielo, porque todo actor necesita en su vida un programa como El marginal. Y por suerte me agarra en un momento de estabilidad emocional, maduro y sabiendo que este oficio es así: cuando parece que no pasa nada, emerge una propuesta que te cambia la vida.
–¿Qué te cambió?
–Mi relación con la gente, mis motivaciones, mis ganas de laburar y, también, me surgió un deseo de querer verme mejor. Como que tengo más ganas de vivir. ¿Es un buen título, no?
–¿El trabajo es un motor anímico para vos?
–Sí, obvio. Pero a mí nunca me faltó trabajo, a veces afloja, pero soy un autogestor. Así me enseñaron, a rebuscármelas como se pueda. Tuve que esperar 40 años para que me reconozcan, para que un taxista me toque bocina o un peatón se quiera sacar una selfie conmigo. Quizás no tuve el ángel suficiente.
–¿Te parece?
–Hay pibes que tienen ángel, carisma, que son tocados por la varita mágica. Como el chiquito Lorenzo Ferro, que la descosió en la película El ángel, pero que jamás había tenido relación con la actuación ni había estudiado nada. Son destinos, hay algunos que tienen estrella.
–¿Y eso da algo de bronca, de celos quizás?
–No, por favor. Yo no puedo quejarme, soy un privilegiado. En mi época de pendejo no trabajaba en televisión, en realidad la tele no era para los jóvenes, sino para los consagrados, que eran veteranos. Hoy las cosas han cambiado y son los pibes los que laburan y los consagrados están en sus casas mirándolos por televisión. Es una cosa de locos.
–¿Por qué pensás que pasa esto?
–Porque son otros tiempos, porque se priorizan otras cosas, porque se exacerban la juventud y la belleza. Los viejos en la tele están mal vistos, no agradan, por más recorrido que tengan.
–¿Las exigencias hoy son otras?
–Al público hoy le importa más cómo das en pantalla que cómo interpretás tu personaje. Si el pibe es un queso pero pela lomo, lo aplauden, lo premian y gana mucha guita. ¿O no te acordás de Tito Mendoza, el musculoso que trabaja con Tinelli y tenía éxito por no hablar? Y el tipo terminó teniendo su obra de teatro y recaudando miles en la cartelera de Carlos Paz. Es la realidad.
–La triste realidad.
–La que nos toca. Chapeau por aquellos que aprovechan su momento, pero no los envidio, al contrario, admiro su capacidad para hacer guita con nada. Yo vengo de otro palo, ahora mi imagen explotó, pero soy un pesado que viene rompiendo las bolas hace tiempo. Pensá que tengo como 85 películas, casi dos por año, si tomamos mis 40 temporadas de trayectoria.
–¿85 películas?
–Sí, o más. Ojo, en muchas digo «la mesa está servida», pero no me importa.
–¿Hoy aceptarías decir «la mesa está servida»?
–Diría que hoy acepto hacer cameos, porque me gusta dar una mano a «operaprimistas» que no tienen un mango. Yo estoy para dar una mano, si me toca una escenita, qué importa, allí estoy.
–Sabés que tu nombre, tu imagen suman.
–Sí, claro, pero tampoco tengo que hacer caridad. A mí me pagan, poco, mucho, pero me pagan. A veces viene un realizador que es un pibe y que me dice que vendió los calzoncillos para hacer la película y le doy una mano, le cobro el pancho y la coca. Y le pongo la misma pasión y entrega que si fuera para el prime-time de la televisión. Te preguntarás por qué… porque para mí el laburo es sanador. Porque yo sé de dónde vengo y hacia dónde pude haber rumbeado.
–¿Hacia dónde?
–Podría ser un pibe chorro, un drogadicto, podría estar en otra vida. Yo tuve una infancia muy dura en mi pueblo, Guachipas, en Salta, criado por tíos golpeadores, que me fajaban con un látigo.
–¿Cómo saliste de ese infierno?
–Me fui a la mierda con 14 años y tuve suerte, porque caí en lugares donde me tiraron un cacho de pan. Y eso me curtió, esa infancia áspera y esa adolescencia amarga me fortalecieron. Pero así como dije lo de Lorenzo Ferro, que tiene ángel, yo de alguna manera lo tuve.
–¿Por qué?
–Porque no perdí las ganas de buscar un norte, aún pasando noches durmiendo en la calle y comiendo cartón, porque no tenía nada. Y encontré la salvación, justamente, en la calle, en el teatro de la calle de mi querida Salta. Pero podría haberme llenado de odio y rencor.
–¿Llegaste a pedir limosna?
–Estuve ahí, pero me ganó la vergüenza. Siempre daba algo a cambio. Te limpio el baño por un plato de comida, o te barro la vereda por un plato de fideos, o te lustro los zapatos. Siempre fui de poner manos a la obra.
–Hoy no existe esa cultura.
–Está la cultura del menor esfuerzo, la cultura de darte un papelito en el que te piden plata; me enteré que muchos alquilan a menores para llevarlos a upa y así inspirar más lástima.
–¿Hiciste terapia?
–Un poco, pero no tanta. Yo me considero un resiliente, una persona que se repuso a innumerables contratiempos pero no solo, sino con ayuda. Tengo que reconocer y agradecer que me han ayudado muchísimo y en los momentos más críticos de mi vida, por eso me acuerdo de devolver y tratar de ser generoso cuando puedo.
–¿Te convertiste en un profesional a la hora de salir adelante?
–Por mi contextura los problemas no terminan nunca, siempre hay algo aparejado, pero ya estoy resignado a ser así. A veces me pongo las pilas y veo que bajé un kilito, otro. Y soy Sarmiento a la hora de hacer una dieta o evitar los excesos.
–¿Es cierto que el viagra te devolvió las ganas de vivir?
–Sí, a full. El viagra me salvó el matrimonio. En una época descubrí que no podía tener bebés porque tenía un problema y me agarró una depresión muy grande. Hasta que mi mujer de ese momento me dijo: «Vení, Rolando, sentate acá. En esta casa se coge, ¿te queda claro?». Entonces fuimos a un psicólogo y me dijo que tenía que renovarme, buscar algún cambio. Y me recomendó la pastillita azul para que volviera a recuperar confianza. Y así me convertí en el toro que soy ahora (se ríe).
–Antes hablabas del teatro como algo sanador. Nunca dejás de subirte a un escenario.
–No quiero, trato de tener siempre una obra a mano. En los últimos dos años hice Casa Valentina, Búfalo americano, hace poco terminé la comedia Sé infiel y no mires con quién. Y ahora estoy ensayando la comedia Burundanga, con Bicho Gómez, Laura Novoa, Valentina Bassi y Roberto Peloni, con dirección de Corina Fiorillo. Sabemos que estamos atravesando un momento durísimo, en el que la gente no tiene un mango, pero esta es una obra económica, divertida y con un autor de peso como el catalán Jordi Galcerán, el mismo de El método Gronholm.