La zona oscura de la familia tradicional, la violencia del mundo masculino, los paisajes naturales y la oralidad de las provincias litoraleñas confluyen en la obra de la escritora, que desde hace años se proyecta a nivel internacional. Un recorrido por los senderos que unen la vida y la literatura.
10 de junio de 2020
Desde que publicó El viento que arrasa, en 2012, Selva Almada se convirtió en un suceso editorial. Traducida al inglés, al francés, al alemán, al holandés, al sueco y al portugués, la novela recibió en noviembre de 2019 el premio First Book, otorgado por el público, en el festival de literatura de Edimburgo. Y no fue un episodio aislado. La novela Ladrilleros (2013), la crónica Chicas muertas (2014), el libro de relatos El desapego es otra forma de querernos (2015), donde reunió sus cuentos y novelas cortas, y El mono en el remolino (2017), notas sobre el rodaje de Zama, de Lucrecia Martel, confirmaron su lugar relevante en la nueva literatura argentina. Almada suele ser definida como una escritora de provincia, en alusión a su procedencia –nació en Villa Elisa, Entre Ríos, en 1973– y al ambiente de su narrativa, como el desolado paraje en que transcurre El viento que arrasa. «La crítica o el periodismo te ponen a veces una etiqueta, y que me nombren así no me disgusta», dice. En la Ciudad de Buenos Aires, donde vive desde 1999, asistió a los talleres de Alberto Laiseca, a quien reconoce como maestro (ver recuadro).
–Las cuestiones afectivas entre padres e hijos atraviesan El viento que arrasa. ¿Cómo aparecieron los personajes, tan marcados por el abandono?
–En principio trabajé una serie de relatos autobiográficos, con la idea de escribir poesía, pero el proyecto fracasó rápidamente y decidí transformarlo en un libro de narrativa, Niños. Ahí empezó a aparecer la idea de las familias menos tradicionales. Hoy parece que la familia es disfuncional per se, pero cuando yo era chica estaba la idea de papá y mamá casados para toda la vida y, si eso no sucedía, en un pueblo además, estaba mal visto. Mi primo era hijo de madre soltera, lo que también estaba bastante cuestionado. Y esas historias de familias monoparentales, donde en realidad no todo es tan bueno como parece, empiezan en esos relatos. Después me di cuenta de que era un tema recurrente y seguí trabajándolo. Me gusta citar un verso de Fabián Casas que es una síntesis de eso, «todo lo que se pudre forma una familia». La idea argentina de la familia unida siempre me pareció hipócrita y falsa: los primeros abusos sexuales suelen aparecer en esa escena, la familia desarrolla un pequeño microcosmos que reproduce lo que después te va a pasar afuera. En ese sentido, quise indagar en los textos y en las relaciones de los personajes, el enfrentamiento entre padres e hijos, los abandonos, las madres que prefieren a unos hijos antes que otros.
–En Ladrilleros aparecen dos familias enfrentadas y una pelea que se transmite de padres e hijos.
–Eso también es muy de pueblo. Mis padres estaban peleados con los vecinos de al lado por una cuestión de medianera, una ventana puesta en un mal lugar. Se pelearon una vez, pero fue para siempre y los hijos tampoco nos hablábamos, porque nuestros padres estaban peleados. Ladrilleros sale de una anécdota que me contaron de dos familias que se peleaban todo el tiempo. En vez de la típica cuestión de polleras, se me ocurrió que hubiera un amor que involucrara a dos varones, otro tema muy resistido en un pueblo.
–Es un mundo masculino donde está tramada la violencia. ¿Fue un interés que surgió con esa novela?
–En El viento que arrasa también hay algo de eso. De hecho, los protagonistas son varones y la única mujer es una adolescente. La idea primero fue escribir un cuento para una serie que se me había ocurrido sobre el mundo del trabajo masculino. Ladrilleros fue ir claramente hacia ese lado. Y una novela que terminé ahora cerraría lo que yo llamo «la trilogía de los varones»: es la historia de unos amigos que van a pescar, otra cosa típicamente masculina. El título provisorio es Enero Rey, que es el nombre del protagonista. Hay que revisarla, corregirla, no estoy del todo convencida con el título.
–Otro aspecto notable en Ladrilleros es el registro del lenguaje coloquial. ¿Por qué te interesó como tema de escritura?
–Más que con lo coloquial, en los cuentos había trabajado de manera espontánea con la oralidad, básicamente de Entre Ríos y de Chaco, que son las zonas que conozco. En Ladrilleros, más allá de los personajes y de la trama, quise que el libro vibrara desde ese lugar. Me interesaba no solo que la oralidad se convirtiera en una poética, sino que el narrador se contaminara de esa jerga que hablaban los personajes. Trabajé más conscientemente que en los cuentos, donde ese lenguaje aparecía más en boca de los personajes que como construcción del narrador. Es medio paradójico porque yo casi no escucho música, pero me interesa el sonido, la sonoridad de las palabras. Tengo muy buen oído para captar maneras de decir, inflexiones que son propias de una persona, de una zona, de una región. Y el desafío fue llevar y sostener esa materialidad como una música interna en el texto, más que querer decir algo sobre una persona, una clase social o una zona.
–El paisaje, la naturaleza, no son un simple ambiente en tus historias sino que influyen en lo que sucede. Tienen poderes secretos, dice un personaje de El viento que arrasa. ¿Qué le aportan a una historia?
–En los pueblos o en el campo, es común que se diga que los animales anuncian o presienten cuando está por llover, por ejemplo. El conjuro que hace un personaje para cortar la tormenta, con un hacha, lo hace de verdad mi mamá, y lo que llama el secreto es un poder, un saber misterioso. Las referencias que aparecen sobre la luz mala, lo que los personajes dicen saber, son cosas que yo vivencié en el pueblo, que ocurren en mi familia; el personaje del mecánico es una síntesis de los tíos que tenía mi madre, solterones que vivían solos. Aunque es un libro de ficción, todo ese universo tiene que ver con mi origen. Sí, el paisaje es preponderante y los personajes interactúan con la naturaleza. Yo prefiero vivir en la ciudad, pero el campo, el río o los lugares más naturales tienen un magnetismo: me interesa estar de vez en cuando un rato ahí, pero no es que sea una apasionada de la vida al aire libre. El tipo de escenario de las novelas y los cuentos tienen que ver más con lo rural, y me gusta que no sea un cuadrito sino que a los que habitan ese lugar les pase algo con ese ambiente, y viceversa. En la novela que terminé, el monte tiene un papel muy importante.
–¿Cómo fue la experiencia de participar en el rodaje de Zama, la versión de Lucrecia Martel sobre la novela de Antonio Di Benedetto?
–Había leído los cuentos de Di Benedetto, que no me interesaron tanto, pero Zama me gustó mucho y sabía que Lucrecia quería hacer la película. Cuando me llamaron, el proyecto me entusiasmó. Después, estar en un rodaje, cuando no estás trabajando sino observando, puede ser un embole. Pero fue una experiencia rara, nunca había presenciado un rodaje y ver trabajar a Lucrecia fue genial. Y después el tema era qué hacer con eso. Los productores tuvieron la idea de llamar a un escritor que fuera al rodaje y escribiera un libro. La propuesta era muy amplia, en el sentido de «vení, mirá y hacé lo que quieras». Pero a la hora de sentarme fue preguntarme qué iba a escribir. El libro fue pasando por distintos ideas, hice muchas entrevistas durante el rodaje y, cuando las desgrabé, había momentos que estaban buenos y otros que no tanto. Decidí quedarme con esos fragmentos, con las cosas que me interesaban y con lo que me había llamado la atención y no tenía que ver directamente con el rodaje sino con los lugares, los paisajes donde se había ambientado la película, con la gente que había participado. Gran parte del equipo de actores no era profesional, y el cruce entre los actores que venían de Buenos Aires, de España, de México y de Brasil con gente de la comunidad qom y con correntinos, del lugar, me pareció interesante. A partir de las notas que había tomado y de las entrevistas, escribí notas un poco más extensas y en tercera persona, para tomar distancia. El libro tuvo muy buena recepción, incluso entre la gente de cine. De repente esperaban el manual de cómo filma Lucrecia Martel y el libro no tiene nada que ver con eso, pero los textos son muy visuales y por eso le gustó a la gente que no le interesaba tanto la literatura como ver qué se había escrito sobre una película.
–En tus relatos autobiográficos aparece el recuerdo de Louise May Alcott, la autora de Mujercitas. ¿Fue una iniciación en la literatura?
–Cuando iba a la escuela primaria tenía dos amigas con quienes nos gustaba leer. La biblioteca de la escuela era muy buena, tenían las colecciones de Robin Hood y Billiken, y un día nos topamos con las novelas de Alcott. Esos libros me fascinaban y al mismo tiempo me espantaban, porque había tanta bondad en las chicas, lo hacían todo tan bien que eran un modelo difícil de seguir. Hace poco me pidieron una columna por el estreno de la película y por la cuestión del feminismo en Mujercitas y en la obra de Alcott, que yo no había advertido para nada, al contrario. Hay un ensayo de Ursula K. Le Guin en el que cruza los diarios de Alcott, donde se cuestiona muchos de los mandatos a las mujeres, y la obra. El personaje que más me gustaba, Jo, la más contestataria, la que no quería casarse y tener hijos como las otras, al fin y al cabo termina casándose, con hijos, etcétera. Me parecía que proponían un modelo de chicas abnegadas, sufridas, donde si eras mujer siempre estabas cuidando a otros.
–En tus relatos también hay una mirada sobre el mundo femenino y la violencia, lo que retomás en Chicas muertas. ¿Cómo se inscribe ese interés en tu propia historia?
–Cuando yo era chica había una separación brutal entre el mundo de las mujeres y el de los varones. Tuve una primera infancia más varonil, compartida con mi hermano y mi primo. En la escuela empecé a tener más contacto con lo femenino. Eran mundos que no se podían cruzar, y eso aparece todo el tiempo en los relatos de Niños, como también la idealización del cuerpo de la mujer y lo que se decía sobre cómo debía ser una mujer: tener novio, tener tetas, eran cosas muy marcadas en mi época. La que se corría un poco de eso era mirada de reojo, sospechada de lesbiana, que era el horror máximo.
–¿Y la violencia en las relaciones personales cómo aparecía?
–Estaba naturalizada. No se hablaba abiertamente, pero se sabía quién le pegaba a la esposa. La cuestión era no meterse, cada casa era un mundo y lo que pasaba puertas adentro solo le interesaba a la propia familia. Empezar a concebir a la violencia de género como algo que trasciende lo individual y nos involucra como sociedad fue un cambio que por suerte se dio en estos años. Si tu vecino le pega a su mujer no es un asunto privado sino un problema de todos. Ese es el cambio que le debemos al feminismo y a Ni Una Menos: entender que la violencia es un problema social y cultural.