23 de febrero de 2016
Con su obra, Diana Aisenberg parece recorrer la historia de la pintura. La influencia del contexto a la hora de la producción. El valor que le otorga a su labor como docente. Sus comienzos y su presente.
Es muy difícil pintar el cielo, porque el cielo es muy hermoso», dice Diana Aisenberg mirando hacia arriba. Está sentada en un puff en la terraza de una casona de Parque Centenario: el suyo es el último taller de un pasillo cargado de macetas que se turnan para regar entre todos los artistas que tienen allí sus espacios de trabajo. En su casa, sobre avenida Corrientes, todavía tiene otro. Ahí guarda sus óleos, instalaciones, esculturas, acrílicos sobre bastidor y sobre chapadur. Colores cristalizados en la estridencia, pinceladas vehementes y expansivas, formas destruidas y luego reutilizadas.
Ahí, además, da clases. Son muchos los artistas contemporáneos que la reconocen como maestra, que escucharon sus enseñanzas en talleres, clínicas y encuentros itinerantes por todo el país, desde hace 35 años. «Creo que la docencia es un arte», advierte.
Cuando empezó a pintar, a principios de los 80, la tildaban de rara. Sus primeras obras eran inquietantes madonnas cuyos rostros componía mirándose al espejo. Rodeadas de ángeles, estrellas y animales, amamantando bebés negros. Aisenberg explica que esa serie surgió como respuesta a la angustia que le produjo el contraste espiritual entre Jerusalén, donde en vivió entre 1976 y 1982, y la Buenos Aires que encontró a su regreso. «Una ciudad gris», la describe, pero hoy en día no se querría ir de ella.
Se formó en la Bezalel Academy of Art and Design, en Jerusalén, y conoció por esos años a un viejo sufí comerciante, Ebrahim, al que le quiso comprar un vestido de novia beduino. Como no le alcanzaba, él se lo guardó. Se hicieron amigos, y desde entonces quedó invitada a su cueva, una suerte de «club de personas» muy concurrido. Ebrahim le enseñó a «leer a la gente». «Fue mi primer maestro», reconoce.
Las madonnas también surgieron como primer eslabón de una cadena de visitas que la artista hace por la historia universal de la pintura, versionando algunos de sus mojones. «Su pintura es una larga cita al hacer pictórico organizado en géneros», escribe el historiador e investigador Roberto Amigo en el ensayo que abre el libro dedicado a la trayectoria de Aisenberg, editado recientemente por Adriana Hidalgo.
El área de su producción que quizás la haya hecho más conocida tiene que ver con los proyectos colectivos (el Kiosco de artistas o el Diccionario de certezas e intuiciones, entre ellos) y las obras participativas. Entre las últimas, pidió por las redes sociales donaciones de collares en desuso y dijes y convocó al público de los museos a distribuirlos en largas tiras colgantes, con un mensaje muy simple: «Amigos, paseantes, artistas. Se necesitan manos para enhebrar. Están todos invitados». Paraíso le puso por nombre a una instalación resultante de ese proceso.
En su cuenta de Twitter puede leerse: «Todo es un cuadro. Hay momentos en que no sé si estoy pintando, escribiendo o enhebrando. En esencia son lo mismo». También: «Lo más personal es lo más general».
–Tenés una mirada relacional de la producción creativa, ¿no?
–Sí. Hay momentos, sobre todo en mi pintura, en los que la obra es de una intimidad lo más total posible, pero cada vez tengo más trabajos colectivos, de participación. Invito a escribir desde hace muchos años, más de 10, en el Diccionario de certezas e intuiciones. Hace poco, en el Museo MAR, pusimos pizarrones con carteles luminosos que invitaban a llenar las listas: «Soy bueno para», «Sueños no cumplidos» o «Los trabajos que hice en mi vida». Las personas se acercaban a completar con tizas. Es increíble cómo van y escriben todos los que participan: los nenes, los muchachos, las señoras.
–¿Cómo encontraste esa manera?
–Son ejercicios que uso en clase. Para mí, mi labor docente, mi trabajo en taller, con artistas, es tan obra como cualquier otra. Estas obras tienen algo que, percibo, es muy primario. Lo mismo ocurre ahora que invito a enhebrar. Pido los collares que están rotos, que ya perdieron su función, y entonces usamos las piezas.
–¿Cuándo comenzó esa obra?
–Empezó con una cortina que había hecho para una casa de Tigre donde viví muchos años con mi pareja. Era nuestra primera casa, no teníamos un peso y les pedí a mis amigas que me dieran todos los collares que no usaban. Después me separé y me llevé la cortina. No la podía tirar, pero no sabía qué hacer con ella. Un día dije: voy a tomar esto y a usar la misma tecnología para hacer algo que incluya la intimidad pero que exceda completamente mi historia personal. Tiene la intención de unir, de juntar gente. Muchas cosas pasan alrededor de esa obra. En el museo hice días de enhebrado con el público y eran como moscas a la miel. Esa es un poco la actitud que busco en mis obras: encontrar el punto en que no te queda otra que hacerlo, de tanta alegría o de tanto impulso.
–¿Qué pensás que se activa en las personas en esos casos?
–Yo lo llamo la urgencia del artista. La cosa es ubicarla y llevarla a la acción para producir obra. Los artistas quizás seamos los que trabajamos más con esa calidad de urgente –urgente más allá de la lógica, urgente más allá del para qué–, pero está en todos. Hay algunas señales que lo despiertan, parecería que tiene que ver con recuerdos infantiles. Algo de otras épocas, como una memoria extendida. Cada acción implica sentimientos que tienen que ver con necesidades.
–¿Comenzaste trabajando sola y sobre bastidor?
–Más bien sobre chapadur: eran unos cartones, tela suelta. El bastidor lo adopté un poco más tarde. Las madonnas están hechas en chapadur. La primera que hice fue una amarilla, larga, que tiene cara de loca, con unos cabritos. La hice mirándome al espejo y me asusté, la dejé dada vuelta como un mes, hasta que dije: «Ah, es genial», pero primero dije: «¿Qué estoy haciendo?» Era todo muy contradictorio. Eran unas madonnas paganas, algo fuera de lugar.
–¿Por qué se te ocurrió ir por ese lado?
–Yo vivía en Jerusalén. Hay una espiritualidad muy fuerte allá; ni te das cuenta y se te mete en sangre, te la pasás en iglesias. Amé esa ciudad cuando llegué, no pensé que iba a querer estar ahí y quedarme. Ahí aprendí lo que es que todo esté mal pero vos vas a vivir. Que los muertos son otros, no vos. A no agarrarte de la muerte como una garrapata. Es un trabajo de todos los días, muy claro, de repetirte: «Estás viva». Cuando volví, esto era horrible. Una aspereza. Muy gris, y muy poco espiritual. Entraba a las iglesias y me entristecía. Entre todo eso, me atraían las estampitas que repartían en el subte, y a los chicos que vendían les pedía el mazo completo y elegía. Hice una colección. Ahí empecé a dibujar, fue una veta de espiritualidad en la ciudad.
–¿El arte es el espacio en el que se desarrolla tu espiritualidad?
–Sí, cada vez más. Es la opción a ser meramente un producto. Puede estar explícito o no, pero siempre hay una carga simbólica. Es lo inasible, lo oscuro que hay detrás de cada obra. Hagas lo que hagas nunca la vas a entender del todo, por más palabras que le pongamos siempre va a haber una zona turbia o desconocida, que es la que te permite seguir trabajando. Si no, hacés una fórmula, lo que hacen muchos. Malos artistas, para mí, si es que son artistas. Prefiero mil veces que la obra no funcione y me deje un espacio para seguir.
–¿Qué relación tenés con la idea de venta de arte?
–No trabajo lo suficiente como para eso, pero me parece que el arte hay que venderlo. Y que lo tienen que comprar. El Estado tiene que apoyar la producción artística, porque es lo único que mantiene a una sociedad mínimamente en pie. Falta mucho, todavía. Igual sucede, porque las personas tienen urgencias que desarrollar.
–¿Siempre quisiste hacer esto o tuviste momentos de confusión?
–Mi confusión era si estudiar o no estudiar arte, pero no si ser o no artista. Me preguntaba si necesitaba estudiar para ser artista. Estudié, y estoy muy contenta de haberlo hecho. Soy maestra y hago estudiar a todo el mundo.
–¿De chica pintabas?
–Siempre pinté. No había artistas en mi familia, una familia tipo. Estaba bastante estimulada, eso sí. Se dieron cuenta de que yo pintaba e íbamos a conciertos, me llevaban a talleres de artistas, pero no tenía un modelo. En mi casa, el living y mi cuarto estaban separados por una puerta de madera con unos vitrales. Como mis padres eran jóvenes y se reunían con amigos a la noche, los vidrios se reflejaban en mi techo y yo me iba a dormir con esas luces de colores. Creo que eso me marcó mucho, esta conexión con el color tan fuerte. Y con los cristales.
–¿Cuánto separás lo que hacés, lo que producís, de lo que sos?
–Queda poco separado. Sé que la obra no soy yo y tiene vida propia, pero también sé que yo soy la obra. Una cosa así: sos vos pero no sos vos, es tuya pero no es tuya. Aprendés a desprenderte, porque es un objeto, pero la obra sigue en vos. Yo estoy en un momento donde casi todo lo que hago es obra. No sé si eso es bueno o malo.
–¿Y cuál es tu idea de obra de arte?
–La obra es lo que el artista hace por urgencia. Es una cuestión absolutamente metabólica para la vida, algo que es urgente porque tu metabolismo está construido así, tus órganos funcionan con eso. Hay una cosa física de la obra que se involucra permanentemente en el cuerpo y forma tus días. Te alegra los días o te los arruina.
–¿En qué estás trabajando ahora?
–Estoy escribiendo El Método de Diana Aisenberg, MDA, compilando las pautas alrededor del enseñar a pintar, a pensar y a trabajar con artistas. Son muchos años, unos 35 años de experiencia, y muchos artistas que salieron del taller. Cada vez es más emocionante. Se volvió un fenómeno muy fuerte para mí, empezar a ver a la distancia la cantidad de generaciones y de artistas diferentes que pasaron por ese espacio. Nunca antes transmití ese conocimiento para un público general, así que estuve haciendo el ejercicio de buscar el tono, de salir de esa cosa endogámica de hablar para los que ya están adentro. Falta un montón, y pienso que con estos cambios políticos tengo que revisar todo.
–¿Por qué?
–Tuve esa sensación. Parece que hubiera caído un torpedo del cielo y sale veneno por todos lados, aparecen muchas cosas que no estaban dichas. De repente hay cloacas abiertas por acá y por allá.
–¿Cómo creés que va a incidir esto en el arte argentino?
–Todas las situaciones políticas influyen el arte. Los 80 eran reventar de todo lo que no se había dicho, salir a la calle, desnudarse, tirar pintura al techo. Los 90 hicieron una marca, acá y en todos lados. Los 2000 fueron las asambleas, los proyectos comunitarios. Cada momento influyó.
–¿Qué marca te parece que dejó el kirchnerismo?
–Se generaron muchos grupos, emprendimientos, mucha gente en la calle. Crecieron las editoriales, creció el cine. No tanto las artes visuales, porque hubo muchos problemas para sacar y entrar obra al país, todo se complicó en ese sentido, pero también crecieron.
–¿El Kiosco de artistas, uno de tus proyectos colaborativos más grandes, en qué contexto nació?
–Empezó en 2000, un poco antes hacíamos eventos, que fueron antecedentes. La idea era recuperar el concepto original de kiosco persa, donde se hacían espectáculos y había carpas, juegos, ventas, muestras. Todo es posible en esa enorme feria que acumula mucha gente con distintas funciones. Queríamos volver a esa idea ante la situación del mercado, que en ese momento era muy dura. Aparecieron los que hacían pins, stickers, tiro al blanco, música, los que bordaban tela. Hicimos el kiosco con kermesse, con picnic, con metegol; todo tipo de actividades que aglomeraban, que reunían personas dentro de un espacio de arte. Tomé el concepto de kiosco de artistas pensando en esta caravana, no está siempre en el mismo lugar. Puede ser de una forma o de otra, según la época hacíamos distintas cosas, siempre guiados por el capricho. Acá hubo uno muy grande, ocupamos todo el edificio y se ofrecía manicura, masajes, vendían tortas, había proyecciones, conferencias, tatuajes de henna, karaoke. Fue increíble. Ya se me va a ocurrir algo nuevo, por ahora lo que más se me ocurre son obras para museos.
–Para cerrar, ¿qué significa para vos el arte?
–El arte es, en sí, la pregunta por el arte. Es un lugar amplísimo de signo de pregunta.
—Valeria Tentoni
Fotos: Juan Quiles