2 de julio de 2023
Elogiado por la crítica y por sus colegas, el escritor descubre los cimientos de su obra y analiza el lugar de la literatura en la sociedad contemporánea.
Recientemente Seix Barral publicó la novela Amor, el último libro de Juan José Becerra, un autor cada vez más elogiado por sus colegas y el periodismo especializado. Ni lo uno ni lo otro quizá sorprenda a sus lectores. En primer lugar, porque el estilo literario de Becerra (también periodista y guionista) no se parece a ninguno de los canonizados. Durante la entrevista, se mostró dispuesto a una charla franca y llana, mientras tomaba mate. Lo interesante de conversar con Becerra es que nunca pierde cierta sensibilidad humorística, y no por eso resulta chistoso. Los temas que surgieron en el diálogo tienen seria importancia, solo que los trata como si fueran fenómenos triviales. De modo que puede decirse que es un «realista», pero de una clase especial: la de los inconformistas.
–En tu obra se produce una relación muy directa y estrecha con la modernidad, desde las temáticas hasta los personajes. ¿Me equivoco?
–No, tenés mucha razón. En cierto modo, es mi campo de intervención, que es más o menos flexible: las narrativas modernas, los símbolos de la modernidad, el arte moderno, las apariencias de la modernidad que hoy la sostienen. Eso no quiere decir que escriba contra la época, pero escribo al margen de la época. Para mí, es evidente que la modernidad es un problema.
–¿En qué sentido?
–En el sentido que pueda tener, porque desconocemos cuál es el sentido de la modernidad. Sabemos que nos aporta confort, formas de abreviaturas del tiempo, la necesidad de acumular algo, el principio de propiedad en todas las actividades, incluyendo el amor. Todo eso siempre me pareció un artefacto atado con alambres. Es cuestión de cortar uno de esos alambres para que el artefacto, que parece infalible e indestructible, comience a desmembrarse. A mí me gusta ver esos desmembramientos y, si no los veo, trato de producirlo en mis libros. Si un libro tiene algún poder, aunque sea mínimo, yo lo uso para generar eso. La modernidad tiene un sentido engañoso y a mí me obsesiona encontrarles sentidos que no están a la vista. No me satisface el sentido manifiesto. Soy lector y nunca me quedo con la lectura inmediata. Sospecho que, por detrás, hay algo más. Posiblemente yo escribo en ese régimen.
–¿En un régimen de sospecha?
–Sí, en el sentido de que el sentido universal de la modernidad es un invento de alguien que, en algún momento, cristalizó y que, en consecuencia, uno no tiene por qué creer en ese sentido.
«Soy lector y nunca me quedo con la lectura inmediata. Sospecho que, por detrás, hay algo más. Posiblemente yo escribo en ese régimen de sospecha.»
–¿Pero cuál es tu sospecha?
–Se trata de un pacto universal, porque es muy difícil encontrarle alguna fuga. Está, además, muy consolidado. Mis hijos me dicen que les doy discursos acerca de cómo se configura el mundo. Te aclaro que a mí no me gusta dar discursos. Quiero decir, el mundo es algo al que entregamos nuestro tiempo, como una especie de inversión de riesgo. De modo que el recurso más propio con el que contamos, nuestro tiempo, no retorna a uno sino que lo absorbe el sistema. La educación, el trabajo, la familia, son todas formas de compromiso con las cuales todos convivimos desde el nacimiento. Las posibilidades de margen de maniobra para modificar ese universo, me parece, son prácticamente nulas.
–¿Entonces?
–Entonces, creo, a veces la gente enloquece. Varias veces he visto a una señora que, con un megáfono, en Plaza de Mayo le habla a la Casa Rosada, es decir, a la autoridad, a la institución. Es que llega un momento, cuando el tiempo propio se empieza a agotar o se ha agotado en gran parte, que uno se da cuenta de que ha donado obligatoriamente su tiempo. Ahí es cuando aparece el anhelo de libertad. En mi caso, yo me siento libre al escribir, no como sujeto moderno.
–Max Weber hablaba de la modernidad en términos de «jaula de hierro». ¿De ahí la importancia del arte en las sociedades modernas?
–El arte es una memoria, muchas veces reprimida, de los perjuicios del modo moderno de vivir. No quiero resultar cursi con esto que digo. El arte, en alguna medida, es un objetor de conciencia de una religión donde se prohíbe la objeción de conciencia, salvo por medio de la creación artística. El arte posibilita la descarga de las tensiones que se generan en el sistema, al que todos tributamos con nuestro tiempo. Ese es el problema: el tiempo personal como moneda. El mundo moderno vive de la extracción de tiempo y, de ese modo, reduce las posibilidades de libertad desde la niñez, para convertirnos en sujetos de la producción. Aparte de las consideraciones sociológicas, me da la impresión de que no somos los animales que deberíamos ser en nombre de la civilización que nos haría mejores.
–¿Sería algo así como un desencuentro entre la civilización y los animales civilizados?
–Puede ser. Sarmiento ha hecho una apología de la civilización y Moris, en mi opinión, es el artista que más se ha referido a la civilización como un problema, con el deseo infantil de estar fuera del magnetismo de ella. En esa tensión, entre Sarmiento y Moris, encajan los libritos que yo hago.
–Libros ambivalentes, por lo tanto. La civilización no es una gran cosa pero tampoco es la peor.
–Por supuesto, y a esa tensión yo le agrego novelas, uno de los objetos más burgueses que existen. Me gustaría escribir una novela sobre la pobreza, pero uno escribe en base a sus experiencias personales. Lamentablemente soy de clase media blanca. Sin embargo, hace un tiempito que estoy pensando cómo usurpar esos mundos que no me tocaron vivir y que son quizá menos quejumbrosos y neuróticos que los nuestros, porque allí hay que actuar y no hay tiempo de quejarse del mundo, como hago yo en esta entrevista.
–Es lo que te permite escribir, en definitiva. ¿O el arte moderno también puede estallar en una vorágine sin sentido, como sucede en tu novela El artista más grande del mundo?
–Pero eso sucede allí porque el arte visual tiene un mercado y es triunfador. Se trata de un arte próspero que consagra a sus héroes en una especie de star system. En cambio, la literatura sigue siendo vocacional, aunque existan escritores profesionales. Quiero decir que considero a la literatura como una forma de pérdida, porque aquel que se dedica a ella tiene que bancarse no recibir ninguna retribución, ni material ni de reconocimiento. La literatura, para mí, es un arte muy marginal, cada vez más compacto, en cuanto cierra filas sobre sí misma en un rincón del campo cultural y allí afronta el drama de su defensa y de una manera, incluso, casi gratuita. Eso siempre me conmovió de la literatura y fue lo que me tentó a intervenir en ella. No hay escritores millonarios como Picasso o Damien Hirst, o son excepciones. Si uno compara la fortuna de Borges con la de Pollock, no hay duda de que la literatura es pobre, y eso es lo mejor que tiene. El universo del arte visual, en ese sentido, resulta frívolo y lleno de equívocos e injusticias. En realidad, la literatura es una actividad artística de pobres, y me gusta que sea así, porque así se sostiene la soberanía del arte literario.
«Hoy existe una notable mengua de la calidad del escritor que aparece en la tele, que más que otra cosa aporta a la degradación de la discusión pública.»
–De todas maneras, hubo una gran época de la literatura, no tan lejana, donde el escritor ocupaba cierto lugar de prestigio y reconocimiento.
–Es cierto, pero a través de intervenciones de segundo grado, donde el escritor cambia de escenario y salta a la discusión pública y a la política, como Sartre, por ejemplo. La cuestión es que los libros, en ese salto, quedan en el camino, en un espacio restringido. Algo similar sucedió con Borges. Hoy, en ese aspecto, existe una notable mengua de la calidad del escritor que aparece en televisión, que más que otra cosa aporta a la degradación de la discusión pública. El escritor retobado, el que tiene pocas pulgas, da miedo en el ámbito televisivo y tampoco les gusta a los políticos. Por lo tanto, hoy el escritor no tiene una presencia pública como en los años 60.
–A pesar de eso, ¿no suele celebrarse en los medios la incorreción política del escritor?
–Eso sucede porque alguien tiene que cumplir con ese rol. La incorrección es una especie de locura que controla los fantasmas sociales. También sucede con los músicos de rock. Todos nos identificamos con Charly García, pero en la medida que somos incapaces de vivir como él. Por supuesto, un gerente de una multinacional no puede asumir esa pulsión autodestructiva, pero puede hacerlo un artista, un escritor. Es la incorrección permitida por la sociedad en sus propios márgenes, la tasa de locura tolerada y necesaria, como una descarga de todo aquello que no es capaz de hacer.
«El arte no disputa poder. Puede criticarlo, mostrar sus mecanismos, pero no más. Para ejercer cierto poder, el arte tendría que elevar su virulencia.»
–¿Y qué es aquello que no se permite?
–Bueno, el sistema es muy sagaz y dudo que permita que ese hacer marginal, la actividad artística, se infiltre en términos materiales en las disputas de poder. El arte no disputa poder. Puede criticarlo, ponerlo de relieve, mostrar sus mecanismos, pero no más. Para ejercer cierto poder, el arte tendría que elevar su virulencia, producir algún tipo de desplante dentro de una dimensión multitudinaria, donde el artista o el escritor nunca es invitado. El arte, desde los nichos en que se encuentra, ni siquiera disputa poder a nivel del lenguaje. Las plataformas de discusión política de la Argentina actual son intervenciones masivas sin posibilidad de refutación. No hay manera alguna de resquebrajar ese discurso monolítico: Leuco habla solo, Jonatan Viale habla solo.
–Monologan, por lo tanto.
–Porque expresan el discurso del poder. No solo no se permite el diálogo sino, además, no se permite la emisión de otro discurso, salvo para reprimirlo, a condición de que sea lo suficientemente débil para que la represión salga fácil.