Después de dejar atrás algunos problemas de salud, volvió a brillar sobre un escenario, primero con Todas las Rayuelas y ahora con Los tutores. El origen de una vocación que lo alimenta y lo desafía a diario. Su mirada sobre el teatro y la actuación. Objetivos, valores e inquietudes.
12 de abril de 2018
La primera impresión es la correcta: Hugo Arana es un tipo sencillo, de barrio. También a simple vista parece frágil, pero nada más lejos de la realidad. Además de ser un actorazo, es un hombre de carácter que se sobrepuso a mil y una contingencias desde aquella vez que en 2010 le detectaron una verruguita en la cuerda vocal derecha. Lo operaron, se la sacaron y luego vino la recuperación. Regresó al trabajo y, al poco tiempo, otra vez apareció la verruga, ahora más grande. Bronca, enojo, pero nunca bajó los brazos. Otra vez al quirófano. Y, casi en paralelo, su mujer durante 44 años, la actriz Marzenka Novak, fue internada en la Fundación Favaloro por un problema cardíaco que derivó en infarto cerebral masivo. En medio del tsunami personal, con un futuro laboral más que incierto, River, el equipo de sus amores, se iba al descenso por primera vez en su historia. En 2013, grabando la tira Vecinos en guerra, un fuerte dolor en el pecho desembocó en un triple by-pass, pero con paciencia y voluntad de fierro, Arana se las arregló para salir adelante.
–¿Cómo hiciste?
–No me siento ejemplo de nada, ni tampoco un castigado por la vida. Simplemente sucedió y pude emerger a la superficie.
–¿De dónde sacaste fuerzas?
–No hay mucha explicación, no hablo de fortaleza, ni de modelo a seguir. Solo quiero vivir y laburar. El que esté libre de renguera, que tire la primera muleta.
La entrevista transcurre en un bar de Balvanera, su barrio. Cambiamos de tema y aparece el teatro, materia que le ilumina los ojos. En el mayor sentido profesional, Arana está encantado con Carlos La Casa, «un autor delicioso, una joya como persona». Para Arana, el escenario sirve «para movilizar, para que el espectador se vaya carburando o preguntándose por lo que le generó lo que acaba de ver». El prestigioso y experimentado actor está vivenciando esa sensación desde hace un poco más de un año: primero con Todas las Rayuelas y ahora con Los tutores, ambas de La Casa. «Son dos obras totalmente opuestas. La primera es una comedia dramática sobre un viejo cascarrabias, que después de años de autoexilio vuelve a la Argentina con una valija llena de distintas ediciones de Rayuela, de Julio Cortázar. La segunda, se centra en un colegio donde convocan a una reunión de padres y se les informa que unos alumnos han cometido un hecho delictivo».
–¿El teatro ejerce de escuela?
–En absoluto. El teatro no está para explicarle la vida a nadie. No me gustan las obras que andan levantando el dedito explicando cómo es la vida. Hay muchos autores que son así.
–¿Para qué está el teatro?
–Es un espacio de reflexión y tiene un gran abanico de posibilidades para generar inquietudes, como sucede en Tutores, obra en la que la intriga no plantea tanto por qué los hijos cometieron un delito, sino cómo evitar el escarnio público y legal.
Objetivo primario
En Tutores, Arana interpreta al abuelo-tutor de uno de los implicados en el hecho delictivo. «Se trata de una comedia ácida, satírica, que va ganando en intensidad y sarcasmo a medida que transcurren las escenas», remarca sobre la pieza que fue elegida, junto con Todas las Rayuelas, entre 180 postulantes que se presentaron en el concurso «Contar 3». «Cuando la leí, no la pude soltar más. Y aquí estoy», dice.
–Desde la platea se advierte que todo se te hace fácil.
–Te aseguro que no es así. Todo me cuesta y me gusta que me cueste, es un desafío más que se aparece a esta altura de la vida. Y de hecho sigo repasando la obra antes de cada función, porque siempre hay algo para mejorar y, hay que reconocerlo, la memoria no es la de antes. Pero estoy bien.
–A esta altura de tu carrera, ¿hay un rol que te resulte difícil?
–Hay uno dificilísimo: adaptarse sin perder el objetivo.
–¿Cómo sería?
–Consiste en que, si nos adaptamos a las generales de la ley, se pierde el rumbo trazado previamente, el faro, y lo hacemos de manera automática, sin darnos cuenta. Ojo, se puede cambiar de rumbo, no hay que ser tan rígido, pero nunca perder el objetivo.
–¿Y cuál es tu objetivo?
–Que el niño que llevo adentro se siga divirtiendo. Así es cómo veo y siento la actuación. Mi objetivo es mantener latente el «para qué» sigo en este mundo. Y la respuesta anida en ese niño que busco poder transmitir. No es fácil a los 74 pirulos. Para mí, lo más importante de las cosas es el «para qué», no el «por qué».
–¿Por qué?
–Porque obliga a pensar en serio, a buscar una respuesta. Para qué insulté a esa persona es más complicado de responder que por qué la insulté. Porque uno, enojado, puede mandar a la merda a otro, pero para qué lo hace… En el fondo, al indagarlo, no termina conduciendo a nada.
–La pregunta más existencial sería: ¿para qué hacemos todo lo que hacemos?
–En mi caso, por la pasión, por la necesidad de no pasar al pedo por la vida. Al final del camino, todos vamos a terminar en el mismo jonca. Tiro una proporción a boca de jarro: la mitad de la gente tiene deseos, anhelos, objetivos; la otra mitad hace las cosas para esquivar, omitir o escapar. Pero todos hacemos casi todo para la mirada del otro, que es la que nos completa.
Hacerse actor
Antes de encontrar su vocación, fue un laburante nato. «Mi primer trabajo fue a los 11 años, con un zapatero que había a tres cuadras de mi casa, en Lanús. Después fui pintor, carpintero, albañil, lo que sea para ganar un mango y dar una mano en casa», recuerda. Hasta que un buen día su vida cambió gracias a un cartelito que decía «Hágase actor». «Era mi cumpleaños, el 23 de julio de 1965. Y caminando por una vereda céntrica, rumbo a una ferretería, leo “Hágase actor. Centro experimental cinematográfico”. Anoté la dirección, pasé por lo de mi padrino, que vivía cerca, tomamos un café, me regaló una camisa leñadora y me mandé a Ayacucho y Marcelo T. de Alvear. Pregunté cómo era, en qué consistía y me inscribí».
–¿Y qué encontraste en esas clases?
–Al mes y medio, dos, sentí por dentro un mensaje, una voz interna: «De aquí no me saca nadie». Me resultaba alegre, simpático, como un viaje lúdico a mi niñez. No podía largar. He elegido una profesión que amo profundamente, siento que me ha hecho mejor persona, que me ha permitido recorrer este misterio de vivir, esto de ser un bicho humano, como decía el enorme y recordado Galeano.
–No tuviste influencia familiar, o amigos que te acercaran al mundo del espectáculo.
–Nada, cero. Ni amigos, ni familia. Es más, en casa había un solo libro, que era de recetas de cocina. La intelectualidad no hizo escala por mi casa, siguió de largo.
–¿Y cómo descubriste los libros?
–Supongo que por una necesidad de reflexionar, de búsqueda, de tener intereses e inquietudes. Yo empecé a estudiar libretos y textos en el curso de actuación cuando todo lo que había leído hasta entonces era la colección Robin Hood, pero ese cartelito fue el que me hipnotizó: de no creer.
–Hoy, con más de 50 años dedicados a la actuación, ¿qué cosas del oficio sentís que fueron cambiando y no se condicen con tu manera de trabajar?
–Lo que noto es que se ha precarizado el trabajo, que tiene cosas que me desagradan, pero que no me sorprenden. Se advierte una menor elaboración, una narrativa más chapucera, a cambio de lo que yo llamo una especie de «cultura de la hamburguesa». Con la hamburguesa, en cinco minutos tenés un plato de comida, ahora, comelo todos los días y te va a reventar el estómago.
–Pero lo seguís eligiendo.
–Sí, tratando de contrarrestar eso. Para mí el «ya está» en este laburo no existe. Todavía me divierto muchísimo y cada vez me intriga más la conexión, la relación intensa que se produce entre el actor que soy y mi persona, pero ellos no saben todo del otro. Eso me cautiva, me sigue conmoviendo crear ficción, comunicar el pensamiento abstracto, diversificar y ampliar el lenguaje.
–¿Cómo sería eso?
–A mayor cantidad de palabras, mejor calidad de pensamientos. Porque uno tiene con qué expresar su pensamiento, tiene herramientas, puede defenderse. Y si yo amplío mi vocabulario tengo más posibilidades de matizar mi pensamiento. Una persona de clase media que lee maneja alrededor de 1.500-1.700 palabras, no más. ¿Y cuántas palabras utilizó Shakespeare? 5.600. Entonces no es casual que Shakespeare fuera un genio. Tenía las herramientas y el lenguaje para poder construir su genialidad y no quedarse en un mero «qué viejo de mierda» o «qué país de porquería». Por eso es clave tener un deseo, un estímulo que te lleve a ser curioso y buscar el conocimiento. Es importante leer y manejar palabras para escarbar, ahondar y comprender ante el bombardeo de noticias que oscurecen o hasta crean realidades que no son. Hoy la televisión, sus noticieros, solo escupen malas noticias: el 80%, 90% son cosas negativas, pálidas. ¿Qué pasa, no hay buenas noticias en este país, no hay gente bella? Si el 80% o 90% de las noticias son negativas es porque tenemos ese porcentaje de delincuentes, asesinos, pedófilos y chorros. ¿Me equivoco?
–¿Cuál es tu conclusión?
–Se busca fragilizar a la sociedad. Bombardeado de noticias tengo miedo de salir de mi casa, mi esperanza se va al carajo, mi futuro jubilatorio es negro y miro el tramontina con cierta simpatía para cortarle la yugular a varios. Ante semejante catarata de malas noticias, no estoy en condiciones de pensar. Somos una sociedad bombardeada, resquebrajada, se hace con nosotros lo que se quiere. Y no me digan que es porque somos un público morboso. Es una pelotudez eso. ¿Alguien informa que Buenos Aires compite en cantidad de teatros con Londres y Nueva York? Yo no lo leí nunca. ¿Sabés qué significa que la ciudad tenga 400 teatros? Que hay un pueblo que se quiere expresar, porque el teatro es un espacio de reflexión, pero parece que para los diarios eso no existe. Por suerte tenemos una persona como Carlos Rottemberg, que se encarga, como puede, de mantener vivo el teatro.
–¿Con qué soñás?
–Con poder hacer un unipersonal que tengo hace tiempo en la cabeza. Necesito un dramaturgo que me ordene las ideas. Pero apuntaría sobre las historias contadas desde la piel de un profesor de filosofía, al que echaron de todas las universidades por no respetar el plan de estudios. Esto sería como una clase clandestina, algo así. Pero no quiero hablar más, es lo que tengo pendiente.
–¿Cómo sigue tu año laboral?
–Prendiendo velas para que Tutores siga en cartel. Pero la gente, antes, tiene que comprar tomates. No están bien las cosas. De todas maneras, creo que tenemos un gran elenco de seis personajes singulares, dueños de conductas disímiles que van nutriendo al otro: Laura Oliva, Mónica Cabrera, Dan Breitman, Paula Kohan y Ludovico Di Santo.
–También estuviste en la serie Sandro de América.
–Fue algo menor, participé en un par de capítulos, tuve un papelito: soy el primer manager de Sandro.
–¿Se puede convivir con la inconstancia, la incertidumbre del oficio?
–Estoy acostumbrado, toda mi vida fue así, solo que ahora soy más grande. Busco cosas que hacer, leo teatro, intercambio ideas con colegas.
–¿Qué es el ego del actor?
–En mi caso lo he puesto en un lugar que me asista, que me nutra en mi tarea, en mi actividad. Yo tengo el ego puesto en ser el mejor actor posible, en pulir hasta donde se pueda para optimizar mis condiciones. Regar mi huerta y sembrar con las mejores semillas me llevará a tener una cosecha de más calidad.
–¿Eso sería el éxito?
–Eso sería mi voluntad para ser el mejor actor posible, y no por mi talento, sino por mis ganas. No necesito estar inspirado, sino tener voluntad de seguir jugando y haciendo lo que me da placer.