6 de agosto de 2014
Al frente de una nueva compañía dependiente del Estado nacional, Iñaki Urlezaga busca llevar el ballet a todo el país. El recuerdo de sus comienzos, su etapa de estrellato en Europa y su compromiso actual.
Iñaki Urlezaga anduvo por numerosas ciudades del mundo, por los teatros más prestigiosos, junto a bailarines y coreógrafos de primera línea. Sorprendió cuando, después de una década trabajando en el Royal Ballet de Londres, hacia 2005 prefirió desvincularse de aquella cima del ballet internacional, para forjarse una carrera más independiente como bailarín invitado de diversas agrupaciones. Luego, cada vez con más fuerza, se volcó a su propia compañía, el Ballet Concierto, con la que recorrió gran parte de la Argentina y prácticamente todos los continentes.
Ahora, a sus 38 años, se anima a hacer un nuevo cambio en su derrotero profesional, acaso el más drástico. Dejando de lado el prestigio internacional, apuesta a un proyecto de contenido social. Desde este año, Urlezaga se ha convertido en el director de la flamante compañía nacional de danza clásica. Por el momento, es conocida como Danza por la Inclusión y ya se ha presentado en varias escuelas y barrios. En este marco, en el Encuentro Federal de la Palabra en Tecnópolis, Urlezaga dio una clase especial para estudiantes de danza del Gran Buenos Aires. Para todos tuvo una mirada, una corrección, una palabra de aliento.
Mientras tanto, la presentación formal de Danza por la Inclusión, el conjunto de 46 bailarines seleccionados entre talentos de todo el país, ocurrió el 28 de marzo pasado en el Teatro Coliseo. El nombre de la compañía todavía no está definido, pero sí sus objetivos. «Es Compañía Federal, Ballet Federal por la Inclusión, Compañía de Danza por la Inclusión, Ballet Nacional por la Inclusión. Lo podemos nombrar como queramos», dice Urlezaga sobre esta inversión sostenida por el Ministerio de Desarrollo Social de la Nación.
El emprendimiento tiene al menos dos compromisos: generar espacios de trabajo para bailarines de distintas provincias, y llevar la danza, con entradas gratuitas, a todo el país. Todo lo referido a la flamante compañía es una novedad. Ya transcurrió más de medio año desde su puesta en marcha, entre clases y ensayos, pero los detalles de sus orígenes y de su funcionamiento son aún materia por conocer. Su director los cuenta en esta entrevista con Acción, como parte de un nuevo cambio en su vida profesional.
–¿En qué consiste este ballet?
–Es un ballet pensado para darles la oportunidad a quienes no pudieron llegar a Buenos Aires para audicionar y formar parte de una compañía, como la del Teatro Colón o del Teatro Argentino de La Plata. Para armar este ballet, hicimos 32 audiciones desde La Quiaca hasta Ushuaia. La convocatoria fue masiva y, de ella, trajimos a los preseleccionados a la Capital Federal donde, de la selección final, obtuvimos 46 bailarines de entre 16 y 33 años. Había gente que, ya con 25 años, tenía las puertas cerradas en muchos lugares. En cambio, yo creo que para bailar, si uno está bien, no existe la edad sino el talento, las ganas y la capacidad de darle algo de valor al público. Por eso este ballet tiene que ver con la inclusión. Además, el Ministerio les ha costeado los viajes y viáticos a quienes han tenido problemas económicos, para que estuvieran presentes el día de la evaluación final. También han hecho venir a sus padres, para que los vieran bailar en su primera función. Cuando yo tenía 15 años, jamás imaginé que esto podría suceder ni en la Argentina ni en toda Latinoamérica. Estoy muy orgulloso de dirigir este ballet, en el que el Estado está presente y da oportunidades. Porque las condiciones innatas del ser humano no alcanzan, hacen falta medios para estudiar, para desarrollarse y para creer que se puede.
–¿Cómo nació el proyecto?
–Como todo en la vida: cuando la tierra está bonificada, la semilla aparece. Dos años atrás, el Ministerio de Acción Social había organizado unas clases magistrales de teatro, de deporte, de muchas disciplinas. Quisieron hacerlo también con danza y se contactaron conmigo, a través de la doctora Alicia Kirchner. Empezamos a pensar este proyecto con la doctora desde finales de 2012, y para marzo de 2013 ya estaba lista la idea.
–¿Dónde ensayan?
–Por ahora estamos ensayando en un centro de arte en La Plata. Pero el Ministerio está invirtiendo en una obra costosísima, para terminar de reconstruir un edificio público que pertenece a la Nación, que queda en la Paternal. Se están haciendo las reformas necesarias para que en el segundo semestre del año tengamos nuestra sede oficial de trabajo.
–¿Qué perspectiva artística le imprimís a la compañía?
–La visión estética es muy realista. Quiero que en la compañía esté reflejada la sociedad actual, universal. Quiero hacer ballets que tengan que ver con quiénes somos y llevarlos por todo el país: habrá siempre una serie de funciones en la Capital Federal, y la misma cantidad, o más, en el interior. Hay ciertos ballets internacionales que hablan del amor, de la locura, que están resueltos en forma académica hace 200 años. Pero también vamos a hacer obras que tengan una representatividad social, que nos miren hacia adentro como argentinos. Para esto, voy a invitar a coreógrafos argentinos para algunas obras, y otras las voy a hacer yo. El primer programa se conformó con Las sílfides, de Mijaíl Fokin y con música de Frédéric Chopin; Sylvia, una coreografía mía sobre música de Léo Delibes; El combate, de William Dollar, discípulo de Balanchine; y Gaîté parisienne, en una versión de Celia Millán. El nuevo programa se centra en Dios se lo pague, la película argentina de 1947, dirigida por Luis César Amadori, que me ocupé de llevar hacia la danza.
–Un proyecto de este tipo no se puede sostener sólo con un director, ¿quiénes te acompañan en el equipo?
–Mucha gente. Me acompaña mi tía, Lilian Giovine, como asesora artística. Además hay cuatro maestros y un asistente. Mi hermana me ayuda en todo lo legal, además de que el ministerio tiene sus abogados, que han estructurado el proyecto. Toda la ropa y la escenografía las hacen cooperativistas de la provincia de Buenos Aires, que trabajan con el ministerio. En lo relativo a la organización de los bailarines, hay dos primeros bailarines (Matías Iaconianni, que es del interior de Buenos Aires, y yo) y dos primeras bailarinas (María Celeste Losa, de La Plata, y Eliana Figueroa, de Salta). El resto de los integrantes forman el cuerpo de baile. Primeros bailarines deberían ser tres hombres y tres mujeres, pero estoy esperando a que surjan del ballet, para poder formarlos.
–¿Qué pasó con tu compañía, el Ballet Concierto?
–Tuve que cerrarla, porque no puedo hacer las dos cosas a la vez. Necesité cerrar correctamente esa etapa para poder abrir otra. Fue una transición en mi vida, como han sido tantas otras. La experiencia de haber tenido esa compañía, de poder bailar, formar gente y de poder reconocerme en los bailarines, me ayuda mucho ahora.
–¿Dejarías los escenarios en el futuro?
–En algún momento todos vamos a dejar de bailar. Para mí nada es determinante, excepto por la irrupción de algo. Sí es cierto que hay obras que ya no bailo, sobre todo porque ya las he bailado muchísimo. De todos modos, Danza por la Inclusión es una compañía nacional, no es que todas las noches tenga que subir arriba del escenario. Es una compañía para el Estado, no para Iñaki.
–¿Desde cuándo está presente la danza en tu vida?
–No sé. Para mí, la danza me viene de otra vida, porque es algo muy afín a mí. Me resulta muy extraño, pero es así: a los 3 años le dije a mi padre que quería ser bailarín. El estímulo ya ha venido conmigo: nací con él. En mi casa ponían música clásica porque, si no, no me dormía. Además, atrás de la casa de mi abuela, había un estudio de danza: ella me dejaba en el patio y yo copiaba a los chicos del instituto.
–¿Cómo fue tu propio desarrollo como estudiante?
–Empecé clases de danza en la escuela de La Plata, pero era tan mala que a los seis meses les dije a mis padres que ahí me aburría, que me quería ir y que, en cambio, quería ir al Colón. Así que desde los 8 años, mi madre me llevaba a Buenos Aires, desde La Plata, todos los días. Lo hizo durante cuatro años, cuando todavía no existía la autopista. Cuando cumplí 12 años, empecé a venir solo. Mi mamá me dijo: «Mirá, este es el Teatro Colón, esta es la parada del colectivo, se espera aquí. Vas y venís, de lunes a sábado». Entonces yo tomaba el colectivo a las 5.30 de la mañana, llegaba 7.15, estaba hasta las 12. Entonces volvía a La Plata e iba al colegio de tarde. Una vida atípica para un chico. En el Colón hice toda la escuela, hasta octavo año. Después gané una beca de perfeccionamiento en The School of American Ballet, enviado por el Colón. Después de los seis meses pautados, me quedé un año más estudiando. Y un día, por casualidad, Carlos Baldonedo, director del Colón, que había ido en ese momento, me vio allá y me ofreció volver. Trabajé en el Ballet del Colón por seis meses, y el 6 de enero de 1995 me fui a Londres.
–¿Qué significó la experiencia de integrar compañías del exterior como el Royal Ballet de Londres y el Het National Ballet de Holanda?
–Hay teatros que son como el pasillito lateral por el que se llega al centro del teatro: siento que elegí transitar por un pasillito lateral de la carrera de bailarín. Cuando tenía 18 años, me fui a Estados Unidos, pero después decidí irme a Europa porque me pareció que allí estaba la cultura y que ahí iba a poder aprender. Disfruté 15 años de profesión en teatros que contrastan con la cuestión más mediática. Te parás en Manhattan y estás en el centro del mundo. En cambio, te parás en Londres y, si bien saben mucho más y entienden más lo que es la carrera, no es el centro del universo, pero es mucho más serio y más profundo. Siempre he ido en busca de lo que sentía, y no de lo que debía hacer para que el mundo terminara comprándolo. Cuando formé el Ballet Concierto, lo hice con un perfil absolutamente artístico, aunque a veces no fuera tan exitoso como lo exige este mundo tan mediático. Elegí cada paso que di en la profesión, sin especular con lograr objetivos posteriores.
–El ballet parecería tener un aura elitista. ¿Observás esa distinción tradicional entre alta y baja cultura?
–Alta y baja cultura es un prejuicio. Para mí no existe género chico, ni género bueno, ni género malo. Todo depende de cómo esté hecho. Se puede montar la obra Las Sílfides y puede ser un mamarracho o una maravilla. Y una jota española puede hacer estallar el éxtasis desde arriba del escenario. Se pueden dar programas en una plaza, en un teatro, en un festival, siempre que sea con calidad, seriedad y respeto. A la larga, cuando uno transita ese camino, lo explora y lo profundiza, el público te acompaña porque forma parte de tu identidad cultural. La gente es gracias a lo que sos vos, y vos sos gracias a lo que es la gente.
–Julio Bocca y Maximiliano Guerra son otros dos referentes del ballet en la Argentina, pero hasta hoy no han coincidido los tres en un mismo proyecto. Desde tu rol en Danza por la Identidad, ¿sería posible que hicieran algo juntos?
–Hasta ahora no coincidimos porque hemos hecho caminos por separado, a nivel privado. Si ellos estuvieran en algo vinculado a lo argentino y que no fuera privado, quizás sería más factible poder congeniar en una iniciativa de índole político–cultural. Pero por el momento nunca se dio. Lo que pasa es que los productores nos han llevando por lados diferentes, como para que el público tuviera la posibilidad de ver a uno y, a los cuatro meses, al otro. Es una cuestión más de estrategia que de egos o de diferencias. Antes éramos muy representativos del aplauso, ahora nuestro trabajo nos permite trabajar, sí para el aplauso, pero desde otro lugar.
–¿Qué artistas te han marcado?
–Por ejemplo, trabajé con Franco Zeffirelli en Inglaterra, cuando fue a poner I pagliacci en el Covent Garden. Yo hacía un pequeño dúo en medio de la ópera. Él es un monstruo de la escena: verlo combinar los colores, verlo trabajar la escenografía, ver cómo hacía mover a los bailarines fue una maravilla. En Europa también pude charlar con Antonio Gades, me habló de la parte más plástica del ser humano, de la importancia de su actitud incluso para caminar en el escenario, el uso de la parte frontal y dorsal del cuerpo. Cuando hablás con alguien así, uno empieza a creer que no sabe nada, que no sos nadie. Te enseñan tanto… Otra experiencia fue conocer a Rostropovich: eso me cambió la vida. Ver el humanismo de esa persona, entender cómo había luchado contra todos los detractores en la Rusia de su época. Y además coincidí con Maya Plisétskaya: cuando a ella le entregaron el premio Príncipe de Asturias, yo bailé en la celebración y fue una alegría conocerla. Su experiencia es inigualable: ella impulsó la primera gira del Bolshoi por Occidente, en el contexto de la Cortina de Hierro. Todas estas personas y estas historias se vuelven parte de uno. Después de convivir con esta clase de artistas, uno ya no puede ser el mismo de antes.
—Analía Melgar
Fotos: Juan C. Quiles/3Estudio