20 de mayo de 2023
Antes de volver a tocar en el país, el compositor y cantante uruguayo evoca sus primeros pasos, analiza su lugar en el mapa musical y comparte su filosofía de vida.
Son las seis de la tarde de un miércoles otoñal en Montevideo. Llueve. En una esquina de la Plaza Matriz, en la Ciudad Vieja, las personas se refugian debajo de los techos de las pequeñas tiendas de ropa. Otros se pierden en callejones hasta que sus figuras se vuelven fantasmales. Un puñado de parejas, estudiantes y hombres solitarios están en el bar La Pasiva, donde las brasas ya están encendidas. La barra ocupa casi la mitad del salón blanco con molduras de madera en las paredes y lámparas colgantes de bronce, que le dan un aire señorial.
Fernando Cabrera entra saludando a los mozos como un habitué. Lleva una camisa celeste de cuello mao. El pelo entreverado y alzado en un copete negro oscuro que termina en un flequillo recto de corte stone. La piel blanca como quien se oculta del sol todos los días. Sube al piso superior. Se ubica en una mesa con balcón cerca del aire acondicionado. Observa el movimiento general del boliche, el ritmo moroso del final de la jornada. Escucha el silbido de la máquina de café y se pide una copa de vino tinto. El músico hace una pausa en su apretada agenda, en medio de la grabación de un nuevo tema, y se dispone a una charla generosa como si no existiera el reloj.
–¿Cómo estás?
–Feliz.
Lo dice con cierto pudor. Hace cuarenta años que el cantante y compositor uruguayo, uno de los más importantes de su país, está haciendo canciones que se instalaron a ambas orillas del Río de la Plata. Finalmente, a los 66 años, está disfrutando todo lo cosechado en el camino: la veneración de la crítica, la influencia en artistas como Jorge Drexler, Liliana Herrero, Kevin Johansen o Andrés Calamaro, que lo invitó a participar de su último disco de duetos; las visitas constantes para tocar en Buenos Aires –en enero estuvo en el patio del Konex y ahora el 24 de mayo se presentará en Café Berlín–; y la celebración de Intro, un registro en vivo en los estudios ION de 2012, que formaba parte de un DVD que acompañaba la edición de un libro de poemas, y que subió a las plataformas digitales.
«Tengo una especial capacidad para no darme cuenta donde está el gusto de la gente. Hay una antena ahí, o un radar, que no funciona bien, o es diferente.»
Ya no es aquel que cantaba con ironía en «Críticas»: «Tengo muy pocos amigos/ que de nada soy testigo/ oigo decir/ mis canciones son cerradas/ mis pasiones son erradas/ qué porvenir/ no me sobra simpatía/ ni me falta melancolía/ que canto mal». Ahora lo cantan y escuchan, también, los jóvenes. «Capaz que el muchacho que me va a ver con 18 años llegó a mí porque una tía tenía mis discos. Yo qué sé», dice y sonríe, como si quisiera reparar un equívoco al que no le encuentra demasiado explicación, mientras gira la copa de vino.
Es un premio a la obstinación de aquel chico de 13 años que convirtió su epifanía en una profesión, un oficio duradero como el de un carpintero, tallando a conciencia esas capas de melodías y letras a lo largo de los años para despojar su arte de todo artificio y dejar a la luz lo esencial, todo aquello que lo puso artísticamente en un lugar de referencia.
Del pozo abismal de la poesía extrae esos maravillosos juegos de palabras: «Acá no hay tango, no hay tongo, ni engaño/ aquí no hay daño que dure cien años». En la batida que hace con la mano derecha se resume una enciclopedia musical: el candombe beat de Eduardo Mateo, Bach, la canción pop de los Beatles, el rock, la bossa nova de João Gilberto, el tango y el sonido criollo de la milonga. Lo otro, indisociable del sonido Cabrera, es la voz. Ese timbre atravesado por el temblor emocional de la melancolía.
Sus armonías las pesca del aire con un radar que, dice, un poco en broma un poco en serio, está defectuoso y está orientado siempre para el lado contrario del gusto popular: «El tiempo está después», su canción más célebre, aparecía oculta en el lado B de su álbum homónimo de 1989. «La casa de al lado», «Viveza», «Imposibles», «Dulzura distante», «La garra del corazón» y «Te abracé en la noche» definieron una obra que transformó a cada una de las personas que lo escucharon por primera vez.
Desde El viento en la cara, aquel debut de 1984, lleva más de una docena de discos solistas grabados. Las canciones se le acumulan. «Sigo teniendo un ritmo de composición alto como en toda mi vida. Si me lo propusiera podría hacer un disco doble o juntar cincuenta temas como el El Salmón del Calamaro. Es un misterio la mente. Temas que me gustaban antes, que esperaba que pase algo o que serían un salto en mi carrera, los grababa con toda la ilusión y no pasaba nada. Temas que preferí dejarlos de lado hace años los veo ahora y digo ¡caramba! Entonces los retomo, le hago un retoque y los vuelvo a utilizar. La cuestión es que entre los nuevos temas que aparecen y esos reciclajes siempre tengo muchas canciones prontas para estrenar», dice.
–¿Cuáles fueron aquellos temas con los que pensabas que la ibas a pegar y no ocurrió nada?
–Me acuerdo de «Sucedió», otro era «Virginia», y había uno que se llamaba «La Bruja». Por el contrario, una canción de mi primer disco que para mí era medio fallida, la había hecho con un espíritu James Taylor y la dejé en un lugar secundario del disco; fue el tema que más pasaron en la radio.
–¿Cómo se llama?
–«Yo quería ser como vos». En esa época todavía era taxista y escuchaba todo el día la radio. No sé si a todos los colegas les pasa, pero tengo una especial capacidad para no darme cuenta donde está el gusto mayoritario de la gente. Hay una antena ahí, o un radar, que no funciona bien, o es diferente. Queda librado a la suerte, al azar.
«Me asombra ver en las plateas personas que podrían ser mis nietos perfectamente. Es raro porque soy consciente de mi edad, mi generación, mi pensamiento.»
–Ese radar extraño ¿no fue el que colocó tus canciones en otro lugar?
–Y, sí. No me arrepiento para nada. Me gusta mucho lo que hago más allá que tenga mucha aceptación o poca. Lo que hago lo vengo bordando y elaborando con mucho cariño y mucha determinación desde que tengo 18, 20 años. Me parece que he ido redondeando, si se me permite la palabra, una obra, sumando las 250 canciones que hice, y también otras cosas que compuse de música instrumental para cine, teatro y algunas piezas para pequeños grupos de cámara. He trabajado mucho en la música y estoy muy feliz.
–¿Antes estabas conflictuado y no entendías qué pasaba con tus canciones?
–Bueno, puede ser que haya sentido eso hace muchos años. Dejó de ser una preocupación. Yo tengo que hacer lo que tengo que hacer y listo.
–¿Cuál fue el punto de quiebre en esa relación con el público?
–No sé si hubo un quiebre o más bien fue una progresiva acumulación de público. Mi trabajo se fue extendiendo de a poco, cada vez más, entonces cuando son tantos años, tantas décadas que estoy mostrando mis canciones, se multiplica solo, yo no me tengo ni que preocupar. No es que haga marketing, o me pase haciendo entrevistas, o haya afiches míos en la calle. No tengo que hacer nada porque el que va a un recital o escucha un disco, si tengo la suerte de que le guste, esa persona luego se lo va a recomendar al amigo, al compañero de trabajo, a la novia, al hijo o al sobrino. A mí me asombra ver en las plateas personas que podrían ser mis nietos perfectamente. Es raro porque soy consciente de mi edad, mi generación, mi forma de ver el mundo, mi pensamiento, y uno ve que eso es tan distinto de las nuevas generaciones.
Postal montevideana. El cantautor regresa a Buenos Aires el 24 de mayo para presentarse en Café Berlín junto a su banda.
Foto: Martín Perez
–¿Qué tenía tu generación?
–No sé qué tenía pero era distinto el mundo y, por consiguiente, nosotros. Entonces no deja de ser asombroso que seguimos comunicándonos los padres con los hijos, y yo con estos chicos de 18 años.
–En tu casa familiar se escuchaba música, pero no era una casa de músicos.
–Tuve que enfrentarme un poco a los códigos de mi familia, que eran muy diferentes de lo que yo deseaba a ser, cuando empezaba la adolescencia, a los 14, 15 años. Un poco fue difícil para mí plantear frente a mis padres, mis tíos, mis primos, distintas opciones que yo iba teniendo en formas de actuar y pensar que a ellos les resultarían muy radicales. Pero también debo decir que no fui reprimido ni censurado por mis padres. Tuvieron una cierta sabiduría de dejarme ver qué hacía. Por épocas estuvimos un poco distanciados, más que nada con mi padre, pero pasado el tiempo yo pude entenderlos, como ellos me entendieron a mí. Mantuve una buena relación, de amistad, que es algo lindo. Ya me había pasado con mi abuela, que después de cierta edad en mi adolescencia paso a ser más como una amiga. Para mí es la mejor manera de pararse frente a la vida. No ser un parricida ni pensar que todo lo que viene de antes está mal. Uno puede tomar cosas buenas de antes y cosas buenas del futuro y hacer una mezcla. Esa siempre fue mi filosofía.
–En lo musical también fue así.
–También, exactamente. Porque fijate que en mi generación, cuando era jovencito, todos mis amigos y compañeros detestaban y mantenían una especie de lucha frontal y de asco con todo lo que fueran los gustos de nuestros padres, o sea el tango, el folclore, Frank Sinatra. Sin embargo, a mí me gustaban Jimi Hendrix, Los Beatles, toda la música moderna, y nunca dejé de escuchar tango, folclore, cosas criollas del Uruguay, música clásica. Con la música sigo teniendo eso: escucho lo nuevo y lo viejo.
«No voy hacer un cambio radical a esta altura para estar informando de lo último. Si saco un disco con el estilo de Bizarrap o Rosalía, haría el ridículo.»
–¿Te gusta estar atento y actualizado sobre lo que pasa en la música?
–Cuando uno arranca una actividad como la mía, que tiene que ver con la composición y tocar en vivo y tenés 18, 25, 30 años, estás con una avidez por estar al día y ver qué está pasando paralelamente en otros muchos países y en tu propio lugar, intercambiar y conocer, cambiarse discos y escuchar. Cuando uno llega a una edad avanzada también empieza a tener otras cuestiones para ocupar el tiempo. Ni me planteo estar al día, porque no me daría el tiempo. Capaz prefiero estar tomando mate, haciendo un fuego, caminando, mirando otra cosa, no tengo el afán ese de escuchar música todo el día. Ya no voy hacer un cambio radical a esta altura para que tenga que estar informando de lo último. Si salgo ahora y saco un disco con el estilo de Bizarrap o de Rosalía, haría el ridículo.
–¿Qué opinás del fenómeno del género urbano?
–Hay evidentemente mucho ingenio y una gran velocidad de inventiva. Hay algo de payador en toda esa gente. Es curioso eso, no se pierde esa característica que en parte la tienen otros países de Latinonamérica como Chile, Cuba y Venezuela, pero de otra forma a la que tenemos en Uruguay y Argentina. Pero esa vieja tradición de la payada continúa ahora en el freestyle y los raperos. ¿Qué interesante, no?