13 de enero de 2015
Dueña de un humor irreverente, Irene Gruss analiza con lucidez su producción y asegura que no puede programar sus libros. Los primeros pasos en la poesía y los rasgos de su estilo.
Conozco mi retórica. /Es un aullido /delicado», escribió Irene Gruss en «La calma». Unos 20 años después, esos versos maravillosos le provocan risa. «¿Y qué querés que le haga?», le pregunta a ese poema, y se responde con carcajadas. La misma pregunta les hace a los demás que escribe y también a los que escriben otros, para testear su contextura, su suficiencia, su capacidad de conmoción.
Nació en Buenos Aires cuando estaba terminando el mes de agosto de 1950. Estudió Letras pero abandonó la carrera, como lo había hecho con Biología y Medicina: su formación tuvo más que ver con la lógica de los talleres, donde conoció a compañeros como Daniel Freidemberg, Alicia Genovese y Jorge Aulicino.
También aprendió trabajando en las redacciones de revistas literarias como El escarabajo de oro y El ornitorrinco. «Todo parece que va a caer /o morir /o resignarse. /Pero es mentira», se lee en su primer libro, La luz en la ventana, de 1982, que ahora forma parte de La mitad de la verdad, su obra poética reunida hasta 2007 y editada por Bajo la luna. Después vinieron La pared, Música amable al fin, Notas para una tanza y Humo. «Lo mío es hablarle siempre a la pared», advierte.
«Una voz indispensable de la poesía argentina contemporánea», aparece en la contratapa de ese compilado. Gruss pidió que no se incluyese allí un prólogo: prefiere que los poemas se encuentren con el lector por sí mismos, sin mediaciones halagüeñas. Dueña de un sentido del humor irreverente, se ha ocupado de impedir que le dibujen el aura de poeta consagrada alrededor.
–¿Podría decirse que rechazás el papel de gran poeta?
–Si a mí algo me enseñaron unos cuantos es cómo los grandes han desacralizado ese papel, ese personaje. Ninguno que haya conocido, y estoy hablando de Juan L. Ortiz, de Francisco Madariaga, de Raúl González Tuñón, gente enorme, ninguno era solemne. Te recibían, una maravilla. Y yo eso lo aprendí. En mi experiencia personal, a eso le sumo a Helena Tritek y Batato Barea, con Fernando Noy, quienes hicieron teatro con poemas míos. Desacralizaban el dramón de los poemas con ironía, pero sin faltarle el respeto para nada al núcleo de lo que yo estaba diciendo. Cuando una se la cree, esta gente te obliga a decir: «Bajá un cacho». Eso es lo mejor. Si no te reís de vos misma…
–¿Cómo trabajás eso en tu escritura?
–Cuando corrijo, corrijo mucho. Soy muy jodida conmigo misma. Lo leo y me hago siempre esta pregunta: «¿Y a mí qué me importa?». Si el poema me contesta es porque tiene con qué. Pero ahora le digo: «¿Y qué querés que le haga?», que es lo peor que le podés preguntar al poema.
–El humor es un rasgo fuerte de tu obra, pero su aparición fue progresiva.
–En el primer libro no hay humor, no hay ironía, prácticamente, porque son los años de la dictadura. Además, era mi primer libro y yo en esa época tenía una noción distinta de lo que era escribir poesía. Traía ciertos mandatos que no tenían que ver conmigo. Toda esa ironía, esa mordacidad, recién aparecieron en El mundo incompleto.
–¿Los talleres te ayudaron en eso?
–Sí, en el taller «Mario Jorge De Lellis» éramos muy crueles en las devoluciones, pero se fundamentaba, por lo general. Donde se fundamentaba sí o sí era en las reuniones de El escarabajo de oro. En el taller De Lellis hemos llegado a tirarnos zapatos y sillas por la cabeza, volaba de todo ahí. Yo he llegado a cometer exabruptos fatales.
–¿Recordás la primera vez que recibiste una crítica?
–Fue genial. Tuve que pagar un derecho de piso muy largo en el taller, al punto que hicieron una antología que se llamó Los que siguen, que es hermosa, y a mí me dijeron: «Vos todavía no estás como para publicar». Yo tendría unos 21 años. Entré diciendo que no escribía poesía, sino cartas. Y Jorge Asís fue uno de los pocos que me avalaron, me decía: «Seguí, seguí escribiendo esas cartas». Si no hubiese sido por el Turco Asís, no sé.
–¿No te animabas a compartirlo?
–Sí que me animaba, pero me daban con un hacha. O no entendían lo que hacía. Y yo me iba a casa aprobando la paliza y llorando de vergüenza, porque no había leído a Fulano o a Mengano. Escuchaba con atención, pronunciaban un nombre y me decía: «Ah, a ese no lo tengo». Entonces me volvía a mi casa, en Olivos, desde el taller que funcionaba en Once. Y me iba a la biblioteca. Me formé así, sentía vergüenza por no saber. Y es maravilloso eso. Hoy en día, en general, a muchos no les importa el no saber, el no leer. Encuentran tres poemas en un blog y creen que ya leyeron a Pavese.
–¿Naciste en Olivos?
–No, nací en una clínica pituca cerca de Córdoba y Pueyrredón, porque la pagó mi abuela, que en ese momento estaba en París porque se había ganado una beca. Era escultora. A mí me pusieron de segundo nombre Sara y creyó que era por ella; entonces mandó un telegrama agradeciendo. Pero parece que era por otra Sara, pobre ángel. Yo viví entre Chacarita y Belgrano, y a mis 5 años nos fuimos a Olivos, y ahí estuve hasta que me casé a los 22.
–¿De chica ya leías mucho?
–Como un caballo. Se leía muchísimo en casa, mis viejos eran muy lectores. Era hermoso. Yo a los 14 años ya había leído Balzac, Tolstoi. No había tanta poesía, sí mucha poesía militante del Partido Comunista. Miguel Hernández, Federico García Lorca, Pablo Neruda, toda esa banda estaba. Mi viejo tenía una mueblería que había heredado del padre, pero no le gustaba. La típica conversación con mi mamá al mediodía era: «¿Y? ¿Vendiste algo?», a lo que respondía «Sí, una silla». Pero nos permitió vivir muy bien. Mi vieja era absolutamente militante, dedicó toda su vida a la militancia en el partido.
–Una figura de mujer muy fuerte.
–Y ya venía de mi abuela paterna, porque ella, como dije, además de ser escultora fue una de las pioneras en la fundación del Partido Comunista, y una de las primeras mujeres separadas con independencia económica. Lindo personaje. Pero la historia con mi vieja era muy fuerte porque la guacha se iba a militar, y como era de clase media teníamos muchacha, y nos dejaba a mis hermanos y a mí con ella. Yo le decía: «Te vas a hacer la revolución y nos dejás acá». Nos costó, era muy abandónica, pero con el verso de que lo hacía por nosotros y por la causa, te dejaba con la boca abierta, claro, porque la conciencia había que tenerla. Eso lo pongo mucho en la nouvelle Una letra familiar. Porque yo tenía miedo, yo tenía miedo de que la mataran. Sus hermanos y ella tuvieron, en la casa paterna, diecisiete allanamientos. No era joda. Y los padres, en vez de protegerlos, les tiraban con una plancha caliente. Sí, una figura materna fuerte, muy fuerte, donde vos no podías unir el mandato de lo que debe ser una mamá que te hace la tortita y toda la pelota con el irse. Yo pensaba: «Bueno, si fuese médica está todo bien, se va a curar». Pero ¿qué es ser militante? Era algo incomprensible para una nena. ¿Qué es dar la vida por los demás? Y un padre débil, frustrado, que por parar la olla no hizo lo que quería. Porque él quería ser escritor.
–¿Tenés algo de tu papá?
–Bueno, él escribía cartas. En casa teníamos la costumbre de que, para todos los cumpleaños, los aniversarios, más que un regalo, nos teníamos que dar cada uno una cartita.
–¿La escritura aparece en tu vida como regalo?
–Claro, y hasta se competía por ver quién había escrito mejor. En los cumpleaños se formaban bandas donde se tocaba el piano, la flauta dulce, la guitarra. Había coros, teatro –una tía mía estudiaba con Berta Singerman y declamaba–, mi abuelo tocaba de oído el piano con solo dos dedos. Era muy lindo, pero se producía una rivalidad entre los primos, una cosa de «subite a la silla y decí tal poema», que también era muy jodido. Yo no lo viví con tanta felicidad, y eso que era una payasa.
–¿Tu gracia era escribir?
–Sí, pero escribía cosas de terror. Escribo desde los 6 años, pero no pude guardar nada, yo soy de bajar persiana, más allá de que mi vieja me tiró unos cuantos cuadernitos. Hubo mucha mudanza, entonces se perdió. Pero no guardé para mí lo escrito: no tenía la cosa de la trascendencia, todo eso. Además, era consciente de que era basura. Lo curioso es que yo escribía narrativa, no poesía. Recién en la adolescencia empecé a escribir poemas. Malísimos. Eran poemas militantes.
–Después empezaste a estudiar Letras y dejaste.
–Cómo no.
–¿Escribís mucho?
-No. Yo qué sé. Escribo cuando estoy inspirada.
–¿Tus libros colaboran entre sí o los pensás por separado?
–Es que yo no pienso los libros, yo no programo los libros, para empezar. Ni siquiera las series, la del asma, La pared, no. Me aparecen solas. Escribo, escribo, escribo hasta que siento que encaja y es el final. El otro día le mandé un mail con una cosa nueva que había escrito a Jorge Aulicino, que es uno de mis pocos referentes, y le pregunté: «¿Me puede decir si es más de lo mismo?». Porque te da miedo repetirte, qué se yo. Y el tipo me contesta: «Siempre es lo mismo». O sea que, posiblemente, yo siempre esté escribiendo la misma canción, la misma obsesión, ¿no?
–Tu obra poética reunida no tiene prólogo, ¿por qué?
–No hay, no. Yo lo exigí. Minga. Los poemas se deben presentar por sí solos.
–En narrativa escribiste, como Marosa di Giorgio con Reina Amelia, una única novela. ¿La conociste?
–Sí, estuvimos charlando en el café Sorocabana, en Montevideo. Pero además la vi acá, con las uñas de los pies pintadas de verde; ahora ella se los pintaría color vía láctea para estar en contra. Andaba con los pelos azules, vestida de gasas, diciendo ese poema hermoso de los gladiolos, dando pasos tipo danzarina: era un mamarracho vestido, extraordinaria. Para mí es demasiado barroca, un poco me abruma su poesía, pero ella era adorable y con una conciencia absoluta de la escritura. No era solo una loca linda, pintoresca, no. Muy interesante, Marosa.
–Se sabe que corregís mucho, ¿qué significa para vos?
–Es pensar. Es elaborar. Cuando vas en el colectivo, es genial para eso. Cada tanto me escapo a la costa, ahí es cuando elaboro. O vas caminando por la calle. Hay que encontrarse y ponerse en ese lugar. A mí, cuando me dicen «no tengo tiempo», lo tomo como una excusa. Si vos das una vuelta a la manzana por día, o te vas a un café, en blanco, algo pasa. Así te la pases mirando a los que toman café. A mí se me ocurren cosas hasta viendo a Beto Casella, ¿entendés?
–¿Todo puede ser estímulo?
–Sí, pero tenés que tener la cabeza con esa inquietud de crear. No es decirse: «Ah, ¡voy a crear!». No, pasa por otro lado. Es dejar la alienación y la enajenación out. Te ponés a leer algo que te conmueva y ya está. Y si no te tira letra, lo tirás y buscás otro, es así. A mí me interesan esos momentos. Por eso me rajo, cada día me violenta más esta ciudad, Buenos Aires. Fantaseo todos los días con irme. A Gesell, a algún lado que no esté muy lejos. Cuando me voy, en una semana me leo 7 libros, soy feliz.
–Como lectora, incorporás muchas citas en tus poemas.
–Yo afano a lo bestia, pero no voy a ser necia. No me gusta la poesía intelectualosa donde dan por sentado que es una alusión a Eliot, Pound ¡o Niní Marshall! ¿Por qué yo, como lectora, tengo que ser más intelectual que el autor? Yo meto citas, pero no son para dármelas de «mirá cómo sé», sino que pongo versos con cosas que no podría decir de otra manera. «Estoy cansado como mendigo verdadero», ¿qué puedo poner en lugar de eso? Nada. Pero eso lo dijo Pessoa, qué querés que le haga. A mí me gusta citar. No es una denuncia, es para que se sepa.
–¿Es cierto que tirás libros?
–Sí, totalmente. La última limpieza anual tiré cinco bolsas de consorcio. Tengo la biblioteca distribuida en poesía, ensayo, cartas, diarios, narrativa, diccionarios. Mi hijo me la ordenó hasta alfabéticamente. En el escritorio hay más poesía joven, algunas obras completas. Y hay un estante solo de mujeres narradoras, porque me quedan a mano y yo leo mucho a mujeres.
–¿Qué es la escritura?
–Necesidad. Ganas. Es un oficio, sí, todo eso, pero también es como cuando tenés sed. Me pasa eso. Es como tener hambre o sed, ni siquiera es catártico, porque para la catarsis yo uso una libretita negra. Ahí pongo «hoy vence el gas», «tengo bronca porque el plomero no vino», «sigue el calor», «hoy quiero escribir pero no sé qué», «murió Alfredo Alcón y me dio pena». Cuento miserias mías, pero es para mí. Llevo un diario desde muy chica, pero no es un objeto estético. No es un estilo. Se parece a la poesía de los 90, ¿no? A mí la poesía de los 90 me cansa. Son esos libros que a veces, sencillamente, arranco la dedicatoria y los revoleo. A mí no me interesa más leer ese tipo de poesía, porque no es poesía para mí. Ojo, no estoy hablando del poema donde se usa la primera persona. Yo uso la primera persona más que nadie. Me refiero a lo autorreferente del ombligo, donde no hay una visión de mundo, donde no se piensa y ni siquiera hay una búsqueda formal. No me conmueve, de veras no encuentro nada ahí para mí. Pero soy muy lectora, siempre estoy a la búsqueda de gente que me asombre, que yo diga ¡al fin!
–La poesía, ¿la escribís primero para vos?
–Primero y siempre. Yo escribo para mí. Ahora, sí soy consciente de que es un objeto estético. O sea, escribo para mí, pero después pienso en el lector. Y cuando yo corrijo es un diálogo: esas preguntas que me hago, «¿Y a mí qué me importa?», son las preguntas que se haría un lector. Me desdoblo.
–¿Cuentos vas a volver a escribir?
–Un día de estos… Estoy escribiendo de todo un poco. Así, eh, cuando el quetejedi manda la letra. Hay días que no me puedo concentrar ni para leer.
—Valeria Tentoni
Fotos: Martín Acosta