De cerca

Artífice de la escena

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Con cinco décadas de experiencia como productor, Lino Patalano analiza el presente del teatro argentino a la luz de su historia. Formación autodidacta y éxitos profesionales.

Detrás de fenómenos como la popularización del ballet a través de Julio Bocca o las temporadas de casi 10 años de Enrique Pinti; de artistas tan diversos como Niní Marshall, Facundo Cabral, Antonio Gasalla, Nacha Guevara o Ástor Piazzolla, hay una figura fundamental para la cartelera argentina desde la década del 60 hasta la actualidad: Pasquale Cósimo Patalano, ese italiano que se instaló en el país en 1951 y que lo conoce al dedillo, por ser el propietario del Teatro Maipo desde 1994, pero también por muchas aventuras más. Invitado a hablar, el empresario al que todos conocen como Lino Patalano suelta una vorágine de referencias, que parecen de una enciclopedia del teatro nacional de las últimas cinco décadas.
–¿Qué fue lo que te atrajo del universo teatral?
–Yo nací en Italia. A los 3 años iba a un jardín de infantes de monjas francesas: ahí me enseñaban a hablar latín y francés, y siempre había un show. Cada fiesta disfrazaban a todos los chicos de papas, de obispos, de santos. Yo creo que ese hecho teatral me llevó a todo esto. Además, en tiempos de la posguerra, no había juguetes: yo jugaba con los santos y los pastores del pesebre. Eso, de alguna manera, era un hecho teatral. Mi tía también me enseñó a hacer unos títeres de lana chiquititos, así que siempre fui como el gestor: cada fiesta o reunión que se armaba, yo estaba al frente, era el primero en producirlo. En realidad, salí de la música popular: a los 15 empecé a trabajar en la Ricordi Grupo Música Ligera, donde pasaban todos los cantantes de moda. Llevaba las partituras de los integrantes del Club del Clan, por ejemplo. Después entré al Regina, que fue mi posgrado. En el 94 vine al Maipo a ofrecer Las gambas gauchas, de las Gambas al Ajillo, que lo estaban haciendo en La Trastienda. Y ahí me ofrecieron el Maipo y terminé quedándome con el teatro: ya pasaron más de 20 años.
–Tu formación profesional parece autodidacta. ¿Se puede aprender formalmente o es pura intuición?
–La gestión, yo creo que se estudia. Pero en mi caso fue de autodidacta porque no tenía otro camino. Además, en aquellos momentos era mucho más fácil tener quién te enseñara, o de quién aprender. Hoy no podés ir a tomar un café o ponerte en pedo con alguien para aprender, como hacíamos con Piazzolla, Mercedes Sosa o Violeta Antier. Así fue como participé del debut de María Elena Walsh en el Regina con Canciones para mirar, cuando era secretario y asistente de Luis Mottura, uno de los directores del teatro.
–Entre tus comienzos y el presente, ¿qué etapas reconocerías en la vida teatral argentina?
–Acá hay mucho teatro independiente, que empezó con Alejandra Boero. Lo mismo el café concert, que empezó hace mil años con una cosa que se llamó El tiempo de los carozos, con Marilina Ross, Federico Luppi y otros; con Bergara Leumann y La Botica del Ángel; y con La Cebolla, La Fusa y otros lugares de café concert. Y ahí se produjo todo el movimiento del Di Tella. Los 60 fueron explosivos: este país exportó arte moderno contemporáneo, novedoso, a todo el mundo. Además, todo pasaba por el Regina en los 60: cuando allí se hizo Delicado equilibrio, con Violeta Antier, Carlos Estrada, Cipe Lincovsky, Niní Gambier, Hugo Cabrera, en lo que fue mi debut como asistente de dirección, la jovencita de la obra era Nacha Guevara, que salía de hacer La hortaliza, en el Payró, donde por su parte Oscar Araiz hacía Viet-Rock. Todo era una revolución. Después, lamentablemente, hubo 10 años de holocausto político, social y artístico: la mayoría de los artistas se tuvieron que ir, o los mataron, o se autocensuraron. Eso produjo un vacío abismal, porque el arte se realimenta con la gente nueva. Ahora, hace 6 o 7 años ha habido un resurgimiento de todo lo que es el teatro independiente, que es la cocina donde empieza a elaborarse la buena comida. Tenemos un movimiento de dramaturgos, directores, actores: Tolcachir es uno de los casos, pero hay 50 más. Vienen a realimentar a un Drácula sin sangre, porque el teatro, sin esa sangre, es Drácula en el cajón.
–¿Y cómo fue en lo personal atravesar la dictadura?
–Yo creo que me salvé porque había trabajado con todos los prohibidos. Marilina Ross estaba haciendo Solita y sola en El Gallo Cojo, y vinieron a matarla: se tuvo que escapar por el techo. Pero al mismo tiempo que esto pasaba, yo estaba trabajando con Niní Marshall en Tucumán. Como siempre, hago de todo, no hago distinción de una cosa o la otra. Por eso creo que me salvé. Pero, obviamente, en el 76 tuve que cerrar los cafés concert, porque no tenía material para hacer, porque se habían ido o porque esto se podía decir y lo otro no. Así que empecé a hacer cosas por otro lado: más music hall como Cóctel para tres, con Jorge Luz, Amelita Baltar y una vedette inglesa; Niní Marshall; Edda Díaz. Y Pinti, que estaba siempre y, como no tenía gran convocatoria, no lo mataron.
–¿Hay efectos de la censura y del exilio en la manera de hacer teatro hoy?
–Les Luthiers, Nacha Guevara, Gasalla, Perciavalle, Susana Rinaldi, son todos de esa época. ¿Y en el medio qué quedó? Prácticamente nada. Quedaron los cantantes que salieron a la luz, porque durante la Guerra de Malvinas prohibieron la música en inglés. Pero lo que se hace ahora es lo mismo de entonces. Tolcachir con Timbre 4 hace las mismas pelotudeces que hacíamos Alejandra Boero o yo. Sí, con otro lenguaje, con otra cosa, porque si no sería caca. Pero es lo mismo.
–¿Existe alguna línea que separe al teatro con una orientación cultural del teatro con una inclinación comercial?
–No. Para mí el espectáculo lo hacemos todos: es mentira que es el San Martín, y que lo que se hace en la revista está lleno de malas palabras. El espectáculo es una suma de elementos. Al público hay que respetarlo para que tenga el derecho de elegir lo que más le guste. Desde 1800 vinieron a la Argentina grandes compañías de danza, de teatro, de música, desde Nijinsky hasta Isadora Duncan. Y no por eso dejaban de venir los puticlubs franceses. De ahí nace el espectáculo. La escuela se hace viendo. La fusión de todos los estilos es lo que genera grandes artistas y grandes maestros.
–¿Y cuál sería la relación entre tradición y modernidad?
–Un espectáculo que apunta al buen gusto, a lo moderno, a lo contemporáneo, no tiene por qué perder la esencia de lo ancestral: lo moderno no necesita estar disociado de lo emotivo o lo clásico. En realidad, la suma de las dos cosas moviliza a la gente.

–¿Hacés cosas que sabés que no van a dar rédito económico?
–Sobre el rédito económico, si tengo ganas de hacer determinado espectáculo, me autoengaño y digo «Ay, va a ser un éxito», por más que sepa que no va a funcionar. Todo lo que tengo lo gané con el teatro y se lo puedo devolver. Mal no vivo.
–¿Qué sería, según tu criterio, un mal espectáculo?
–Un mal espectáculo hace que uno se aburra: eso es lo peor. Si vos salís puteando porque es una mierda, no es un mal espectáculo. El mal espectáculo es cuando a vos no te produce nada. Si vos salís con una depresión espantosa de ver un espectáculo aburrido, que no te produce ni siquiera asco, es lo peor que puede pasar. Ahora, si no te gusta, si salís diciendo «para qué perdí el tiempo, qué mal que actúa, qué mal escribe», algo, ok, porque el espectáculo está hecho para movilizar, para bien o para mal.
–¿Pero preferís algún tipo de obra?
–A mí me gusta la Biblia y… todo. Me gusta y me disgusta todo. No tengo filiación política y puedo decir que soy católico, apostólico, romano, monárquico, de izquierda. O sea: hay días que me gusta esto y hay días que me gusta lo otro.
–¿Hay, como algunos sostienen, un boom del teatro en la actualidad?
–Son mentiras, lo mismo que decir «el teatro ha muerto» o «el teatro vive». Acá pasamos de llorar una muerte que no existió a halagar una vida que es la de siempre. O sea, el teatro a veces funciona bien, a veces funciona mal. A veces acertás con el gusto de la gente y a veces no. Con más o menos facilidad, la gente va al teatro. Si todo va mal, uno va al teatro. Si todo va bien, uno va al teatro. Pero si no sabe qué va a pasar, uno queda paralizado. Por eso, en la Segunda Guerra, en Londres, mientras bombardeaban, la gente estaba en los teatros. Porque ya sabías: igual te morís en tu casa que en el teatro; entonces, al menos, disfrutás lo que se puede. Hoy la gente va al teatro con dificultad, porque todos tenemos dificultades, pero es indudable que la alternativa teatral de Buenos Aires, sin ningún apoyo oficial y sin ninguna subvención, es una de las más atractivas del mundo. Eso es la Argentina: a mí, que soy italiano, lo mejor que me pudo pasar es que me trajeran y vivir acá. Siempre estamos cortando clavos con el culo, pero por suerte los podemos cortar, ¿viste?
–¿Imaginás un día cansarte del teatro y retirarte?
–No. Yo creo que voy a estar… en el cajón no, porque no quiero que me pongan en el cajón, pero voy a estar hasta último momento rompiendo las pelotas.
–En el mundo del teatro, muchos tienen que luchar para conseguir un trabajo o un éxito. No a todos les va siempre bien como a vos.
–No te creas. No todo fue para mí subir, subir y subir. También hubo momentos de subir, bajar, subir, emparejar. La gloria es para los próceres, para las estrellas: no existe la gloria. Mal no me va, pero hay veces que quedás «culo p’arriba». De todos modos, hay gente que no la pasa bien ni cuando le va bien. Yo me eduqué en el Regina con María Luz Regás, que hipotecaba la casa para pagar una obra, pero a las siete de la tarde se paraba todo y se tomaba una copa, el cóctel de moda. Mi mamá decía que aun en la peor tragedia, llega un momento en que al rato uno se tiene que reír porque la tragedia ya pasó. No la vas a remediar llorando o sufriendo, sino gozando porque eso ya pasó.

Analía Melgar
Fotos: Guadalupe Lombardo

 

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